Capitulo XVII El matrimonio Bonacieux
El matrimonio Bonacieux
Era la segunda vez que el cardenal insistÃa en ese punto de los herretes de diamantes con el rey. Luis XIII quedó sorprendido, pues, por aquella insistencia, y pensó que tal recomendación ocultaba algún misterio.
Más de una vez el rey habÃa sido humillado porque el cardenal —cuya policÃa, sin haber alcanzado la perfección de la policÃa moderna, era excelente— estuviese mejor informado que él mismo de lo que pasaba en su propio matrimonio. Esperó, pues, sacar, de un encuentro con Ana de Austria, alguna luz de aquella conversación y volver luego junto a Su Eminencia con algún secreto que el cardenal supiese o no supiese, lo cual, tanto en un caso como en otro, le realzaba infinitamente a los ojos de su ministro.
Fue, pues, en busca de la reina y, según su costumbre, la abordó con nuevas amenazas contra quienes la rodeaban. Ana de Austria bajó la cabeza y dejó pasar el torrente sin responder, esperando que terminarÃa por detenerse; pero no era eso lo que querÃa Luis XIII; Luis XIII querÃa una discusión de la que saliese alguna luz nueva, convencido como estaba de que el cardenal tenÃa alguna segunda intención y maquinaba una sorpresa terrible como sabÃa hacer Su Eminencia. Y llegó a esa meta con su persistencia en acusar.
—Pero —exclamó Ana de Austria, cansada de aquellos vagos ataques—, pero sire, no me decÃs todo lo que tenéis en el corazón. ¿Qué he hecho yo? Veamos, ¿qué nuevo crimen he cometido? Es posible que Vuestra Majestad haga todo este escándalo por una carta escrita a mi hermano.
El rey, atacado a su vez de una manera tan directa, no supo qué responder; pensó que aquel era el momento de colocar la recomendación que no debÃa hacer más que la vÃspera de la fiesta.
—Señora —dijo con majestad—, habrá dentro de poco un baile en el Ayuntamiento; espero que para honrar a nuestros valientes regidores aparezcáis en traje de ceremonia y sobre todo adornada con los herretes de diamantes que os he dado por vuestro cumpleaños. Esa es mi respuesta.
La respuesta era terrible. Ana de Austria creyó que Luis XIII lo sabÃa todo, y que el cardenal habÃa conseguido de él ese largo disimulo de siete a ocho dÃas, que cuadraba por lo demás con su carácter. Se puso excesivamente pálida, apoyó sobre una consola su mano de admirable belleza y que parecÃa en ese momento una mano de cera y, mirando al rey con los ojos espantados, no respondió ni una sola sÃlaba.
—¿Habéis oÃdo, señora? —dijo el rey, que gozaba con aquel embarazo en toda su extensión, pero sin adivinar la causa—. ¿Habéis oÃdo?
—SÃ, sire, he oÃdo —balbuceó la reina.
—¿Iréis a ese baile?
—SÃ.
—¿Con vuestros herretes?
La palidez de la reina aumentó aún más, si es que era posible; el rey se percató de ello, y lo disfrutó con esa frÃa crueldad que era una de las partes malas de su carácter.
—Entonces, convenido —dijo el rey—. Eso era todo lo que tenÃa que deciros.
—Pero ¿qué dÃa tendrá lugar el baile? —preguntó Ana de Austria. Luis XIII sintió instintivamente que no debÃa responder a aquella pregunta, pues la reina la habÃa hecho con una voz casi moribunda.
—Muy pronto, señora —dijo—; pero no me acuerdo con precisión de la fecha del dÃa, se la preguntaré al cardenal.
—¿Ha sido el cardenal quien os ha anunciado esa fiesta? —exclamó la reina.
—SÃ, señora —respondió el rey asombrado—. Pero ¿por qué?
—¿Ha sido él quien os ha dicho que me invitéis a aparecer con los herretes?
—Es decir, señora…
—¡Ha sido él, sire, ha sido él!
—¡Y bien! ¿Qué importa que haya sido él o yo? ¿Hay algún crimen en esa invitación?
—No, sire.
—Entonces, ¿os presentaréis?
—SÃ, sire.
—Está bien —dijo el rey, retirándose—. Está bien, cuento con ello.
La reina hizo una reverencia, menos por etiqueta que porque sus rodillas flaqueaban bajo ella.
El rey partió encantado.
—Estoy perdida —murmuró la reina—. Perdida porque el cardenal lo sabe todo, y es él quien empuja al rey, que todavÃa no sabe nada, pero que sabrá todo muy pronto. ¡Estoy perdida! ¡Dios mÃo, Dios mÃo Dios mÃo!
Se arrodilló sobre un cojÃn y rezó con la cabeza hundida entre sus brazos palpitantes.
En efecto, la posición era terrible. Buckingham habÃa vuelto a Londres, la señora de Chevreuse estaba en Tours. Más vigilada que nunca, la reina sentÃa sordamente que una de sus mujeres la traicionaba, sin saber decir cuál. La Porte no podÃa abandonar el Louvre. No tenÃa a nadie en el mundo en quien fiarse.
Por eso, en presencia de la desgracia que la amenazaba y del abandono que era el suyo, estalló en sollozos.
—¿No puedo yo servir para nada a Vuestra Majestad? —dijo de pronto una voz llena de dulzura y de piedad.
La reina se volvió vivamente, porque no habÃa motivo para equivocarse en la expresión de aquella voz: era una amiga quien asà hablaba.
En efecto, en una de las puertas que daban a la habitación de la reina apareció la bonita señora Bonacieux; estaba ocupada en colocar los vestidos y la ropa en un gabinete cuando el rey habÃa entrado; no habÃa podido salir, y habÃa oÃdo todo.
La reina lanzó un grito agudo al verse sorprendida, porque en su turbación no reconoció al principio a la joven que le habÃa sido dada por La Porte.
—¡Oh, no temáis nada, señora! —dijo la joven juntando las manos y llorando ella misma las angustias de la reina—. Pertenezco a Vuestra Majestad en cuerpo y alma, y por lejos que esté de ella, por inferior que sea mi posición, creo que he encontrado un medio para librar a Vuestra Majestad de preocupaciones.
—¡Vos! ¡Oh, cielos! ¡Vos! —exclamó la reina—. Pero veamos, miradme a la cara. Me traicionan por todas partes, ¿puedo fiarme de vos?
—¡Oh, señora! —exclamó la joven cayendo de rodillas—. Por mi alma, ¡estoy dispuesta a morir por Vuestra Majestad!
Esta exclamación habÃa salido del fondo del corazón y, como el primero, no podÃa engañar.
—Sà —continuó la señora Bonacieux—. SÃ, aquà hay traidores; pero por el santo nombre de la Virgen, os juro que nadie es más adicta que yo a Vuestra Majestad. Esos herretes que el rey pide de nuevo se los habéis dado al duque de Buckingham, ¿no es asÃ? ¿Esos herretes estaban guardados en una cajita de palo de rosa que él llevaba bajo el brazo? ¿Me equivoco acaso? ¿No es asÃ?
—¡Oh, Dios mÃo! ¡Dios mÃo! —murmuró la reina cuyos dientes castañeaban de terror.
—Pues bien, esos herretes —prosiguió la señora Bonacieux— hay que recuperarlos.
—SÃ, sin duda, hay que hacerlo —exclamó la reina—. Pero ¿cómo, cómo conseguirlo?
—Hay que enviar a alguien al duque.
—Pero ¿quién…? ¿Quién…? ¿De quién fiarme?
—Tened confianza en mÃ, señora; hacedme ese honor, mi reina, y yo encontraré el mensajero.
—¡Pero será preciso escribir!
—¡Oh, sÃ! Es indispensable. Dos palabras de mano de Vuestra Majestad y vuestro sello particular.
—Pero esas dos palabras, ¡son mi condena, son el divorcio, el exilio!
—¡SÃ, si caen en manos infames! Pero yo respondo que esas dos palabras sean remitidas a su destinatario.
—¡Oh, Dios mÃo! ¡Es preciso, pues, que yo ponga mi vida, mi honor, mi reputación en vuestras manos!
—¡SÃ, sÃ, señora, lo es, y yo salvaré todo esto!
—Pero ¿cómo? DecÃdmelo al menos.
—Mi marido ha sido puesto en libertad hace tres dÃas; aún no he tenido tiempo de volverlo a ver. Es un hombre bueno y honesto que no tiene odio ni amor por nadie. Hará lo que yo quiera; partirá a una orden mÃa, sin saber lo que lleva, y entregará la carta de Vuestra Majestad, sin saber siquiera que es de Vuestra Majestad, al destinatario que se le indique.
La reina tomó las dos manos de la joven en un arrebato apasionado, la miró como para leer en el fondo de su corazón, y al no ver más que sinceridad en sus bellos ojos la abrazó tiernamente.
—¡Haz eso —exclamó—, y me habrás salvado la vida, habrás salvado mi honor!
—¡Oh! No exageréis el servicio que yo tengo la dicha de haceros; yo no tengo que salvar de nada a Vuestra Majestad, que es solamente vÃctima de pérfidas conspiraciones.
—Es cierto, es cierto, hija mÃa —dijo la reina—. Y tienes razón.
—Dadme, pues, esa carta, señora, el tiempo apremia.
La reina corrió a una pequeña mesa sobre la que habÃa tinta, papel y plumas; escribió dos lÃneas, selló la carta con su sello y la entregó a la señora Bonacieux.
—Y ahora —dijo la reina—, nos olvidamos de una cosa muy necesaria…
—¿Cuál?
—El dinero.
La señora Bonacieux se ruborizó.
—SÃ, es cierto —dijo—. Confesaré a Vuestra Majestad que mi marido…
—Tu marido no lo tiene, es eso lo que quieres decir.
—Claro que sÃ, lo tiene pero es muy avaro, es su defecto. Sin embargo que Vuestra Majestad no se inquiete, encontraremos el medio…
—Es que yo tampoco tengo —dijo la reina (quienes lean las Memorias de la señora de Motteville no se extrañarán de esta respuesta)—. Pero espera.
Ana de Austria corrió a su escriño.
—Toma —dijo—. Ahà tienes un anillo de gran precio, según aseguran; procede de mi hermano el rey de España, es mÃo y puedo disponer de él. Toma ese anillo y hazlo dinero, y que tu marido parta.
—Dentro de una hora seréis obedecida.
—Ya ves el destinatario —añadió la reina hablando tan bajo que apenas podÃa oÃrse lo que decÃa: A Milord el duque de Buckingham, en Londres.
—La carta le será entregada personalmente.
—¡Muchacha generosa! —exclamó Ana de Austria.
La señora Bonacieux besó las manos de la reina, ocultó el papel en su blusa y desapareció con la ligereza de un pájaro.
Diez minutos más tarde estaba en su casa; como le habÃa dicho a la reina no habÃa vuelto a ver a su marido desde su puesta en libertad; por tanto ignoraba el cambio que se habÃa operado en él respecto del cardenal, cambio que habÃan logrado la lisonja y el dinero de Su Eminencia y que habÃan corroborado, luego, dos o tres visitas del conde de Rochefort, convertido en el mejor amigo de Bonacieux, al que habÃa hecho creer sin mucho esfuerzo que ningún sentimiento culpable le habÃa llevado al rapto de su mujer, sino que era solamente una precaución polÃtica.
Encontró al señor Bonacieux solo; el pobre hombre ponÃa a duras penas orden en la casa, cuyos muebles habÃa encontrado casi rotos y cuyos armarios casi vacÃos, pues no es la justicia ninguna de las tres cosas que el rey Salomón indica que no dejan huellas de su paso. En cuanto a la criada, habÃa huido cuando el arresto de su amo. El terror habÃa ganado a la pobre muchacha hasta el punto de que no habÃa dejado de andar desde ParÃs hasta Bourgogne, su paÃs natal.
El digno mercero habÃa participado a su mujer, tan pronto como estuvo de vuelta en casa, su feliz retorno, y su mujer le habÃa respondido para felicitarle y para decirle que el primer momento que pudiera escamotear a sus deberes serÃa consagrado por entero a visitarle.
Aquel primer momento se habÃa hecho esperar cinco dÃas, lo cual en cualquier otra circunstancia hubiera parecido algo largo a maese Bonacieux; pero en la visita que habÃa hecho al cardenal y en las visitas que le hacÃa Rochefort, habÃa amplio tema de reflexión, y como se sabe, nada hace pasar el tiempo como reflexionar.
Tanto más cuanto que las reflexiones de Bonacieux eran todas color de rosa. Rochefort le llamaba su amigo, su querido Bonacieux, y no cesaba de decirle que el cardenal le hacÃa el mayor caso. El mercero se veÃa ya en el camino de los honores y de la fortuna.
Por su parte, la señora Bonacieux habÃa reflexionado, pero hay que decirlo, por otro motivo muy distinto que la ambición; a pesar suyo, sus pensamientos habÃan tenido por móvil constante aquel hermoso joven tan valiente y que parecÃa tan amoroso. Casada a los dieciocho años con el señor Bonacieux, habiendo vivido siempre en medio de los amigos de su marido, poco susceptibles de inspirar un sentimiento cualquiera a una joven cuyo corazón era más elevado que su posición, la señora Bonacieux habÃa permanecido insensible a las seducciones vulgares; pero, en esa época sobre todo, el tÃtulo de gentilhombre tenÃa gran influencia sobre la burguesÃa y D’Artagnan era gentilhombre; además, llevaba el uniforme de los guardias que después del uniforme de los mosqueteros era el más apreciado de las damas. Era, lo repetimos, hermoso, joven, aventurero; hablaba de amor como hombre que ama y que tiene sed de ser amado; tenÃa más de lo que es preciso para enloquecer a una cabeza de veintitrés años y la señora Bonacieux habÃa llegado precisamente a esa dichosa edad de la vida.
Aunque los dos esposos no se hubieran visto desde hacÃa más de ocho dÃas, y aunque graves acontecimientos habÃan pasado entre ellos, se abordaron, pues, con cierta preocupación; sin embargo, el señor Bonacieux manifestó una alegrÃa real y avanzó hacia su mujer con los brazos abiertos.
La señora Bonacieux le presentó la frente.
—Hablemos un poco —dijo ella.
—¿Cómo? —dijo Bonacieux, extrañado.
—SÃ, tengo una cosa de la mayor importancia que deciros.
—Por cierto, que yo también tengo que haceros algunas preguntas bastante serias. Explicadme un poco vuestro rapto, por favor.
—Por el momento no se trata de eso —dijo la señora Bonacieux.
—¿Y de qué se trata entonces? ¿De mi cautividad?
—Me enteré de ella el mismo dÃa; pero como no erais culpable de ningún crimen, como no erais cómplice de ninguna intriga, como no sabÃais nada, en fin, que pudiera comprometeros, ni a vos ni a nadie, no he dado a ese suceso más importancia de la que merecÃa.
—¡Habláis muy a vuestro gusto señora! —prosiguió Bonacieux, herido por el poco interés que le testimoniaba su mujer—. ¿Sabéis que he estado metido un dÃa y una noche en un calabozo de la Bastilla?
—Un dÃa y una noche que pasan muy pronto; dejemos, pues, vuestra cautividad, y volvamos a lo que me ha traÃdo a vuestro lado.
—¿Cómo? ¡Lo que os trae a mi lado! ¿No es, pues, el deseo de volver a ver a un marido del que estáis separada desde hace ocho dÃas? —pregunto el mercero picado en lo más vivo.
—Es eso en primer lugar, y además otra cosa.
—¡Hablad!
—Una cosa del mayor interés y de la que depende nuestra fortuna futura quizá.
—Nuestra fortuna ha cambiado mucho de cara desde que os vi, señora Bonacieux, y no me extrañarÃa que de aquà a algunos meses causara la envidia de mucha gente.
—SÃ, sobre todo si queréis seguir las instrucciones que voy a daros.
—¿A m�
—SÃ, a vos. Hay una buena y santa acción que hacer, señor, y mucho dinero que ganar al mismo tiempo.
La señora Bonacieux sabÃa que hablando de dinero a su marido le cogÃa por el lado débil.
Pero aunque un hombre sea mercero, cuando ha hablado diez minutos con el cardenal Richelieu, no es el mismo hombre.
—¡Mucho dinero que ganar! —dijo Bonacieux estirando los labios.
—SÃ, mucho.
—¿Cuánto, más o menos?
—Quizá mil pistolas.
—¿Lo que vais a pedirme es, pues, muy grave?
—SÃ.
—¿Qué hay que hacer?
—Saldréis inmediatamente, yo os entregaré un papel del que no os desprenderéis bajo ningún pretexto, y que pondréis en propia mano de alguien.
—¿Y adónde tengo que ir?
—A Londres.
—¡Yo a Londres! Vamos, estáis de broma, yo no tengo nada que hacer en Londres.
—Pero otros necesitan que vos vayáis.
—¿Quiénes son esos otros? Os lo advierto, no voy a hacer nada más a ciegas, y quiero saber no sólo a qué me expongo, sino también por quién me expongo.
—Una persona ilustre os envÃa, una persona ilustre os, espera; la recompensa superará vuestros deseos, he ahà cuanto puedo prometeros.
—¡Intrigas otra vez, siempre intrigas! Gracias, yo ahora no me fÃo, y el cardenal me ha instruido sobre eso.
—¡El cardenal! —exclamó la señora Bonacieux—. ¡Habéis visto al cardenal!
—Él me hizo llamar —respondió orgullosamente el mercero.
—Y vos aceptasteis su invitación, ¡qué imprudente!
—Debo decir que no estaba en mi mano aceptar o no aceptar, porque yo estaba entre dos guardias. Es cierto además que, como entonces yo no conocÃa a Su Eminencia, si hubiera podido dispensarme de esa visita, hubiera estado muy encantado.
—¿Os ha maltratado entonces? ¿Os ha amenazado acaso?
—Me ha tendido la mano y me ha llamado su amigo, ¡su amigo! ¿OÃs, señora? ¡Yo soy el amigo del gran cardenal!
—¡Del gran cardenal!
—¿Le negarÃais, por casualidad ese tÃtulo, señora?
—Yo no le niego nada, pero os digo que el favor de un ministro es efÃmero, y que hay que estar loco para vincularse a un ministro; hay poderes que están por encima del suyo, que no descansan en el capricho de un hombre o en el resultado de un acontecimiento; de esos poderes es de los que hay que burlarse.
—Lo siento, señora, pero no conozco otro poder que el del gran hombre a quien tengo el honor de servir.
—¿Vos servÃs al cardenal?
—SÃ, señora, y como su servidor no permitiré que os dediquéis a conspiraciones contra el Estado, y que vos misma sirváis a las intrigas de una mujer que no es francesa y que tiene el corazón español. Afortunadamente el cardenal está ahÃ, su mirada alerta vigila y penetra hasta el fondo del corazón.
Bonacieux repetÃa palabra por palabra una frase que habÃa oÃdo decir al conde de Rochefort; pero la pobre mujer, que habÃa contado con su marido y que, en aquella esperanza, habÃa respondido por él a la reina, no tembló menos, tanto por el peligro en el que ella habÃa estado a punto de arrojarse, como por la impotencia en que se encontraba. Sin embargo, conociendo la debilidad y sobre todo la codicia de su marido, no desesperaba de atraerle a sus fines.
—¡Ah! Sois cardenalista, señor —exclamó—. ¡Conque servÃs al partido de los que maltratan a vuestra mujer e insultan a vuestra reina!
—Los intereses particulares no son nada ante los intereses de todos. Yo estoy de parte de quienes salvan al Estado —dijo con énfasis Bonacieux.
Era otra frase del conde de Rochefort, que él habÃa retenido y que hallaba ocasión de meter.
—¿Y sabéis lo que es el Estado de que habláis? —dijo la señora Bonacieux, encogiéndose de hombros—. Contentaos con ser un burgués sin fineza ninguna, y dad la espalda a quien os ofrece muchas ventajas.
—¡Eh, eh! —dijo Bonacieux, golpeando sobre una bolsa de panza redondeada y que devolvió un sonido argentino—. ¿Qué decÃs vos de esto, señora predicadora?
—¿De dónde viene ese dinero?
—¿No lo adivináis?
—¿Del cardenal?
—De él y de mi amigo el conde de Rochefort.
—¡El conde de Rochefort! ¡Pero si ha sido él quien me ha raptado!
—Puede ser, señora.
—¿Y vos recibÃs dinero de ese hombre?
—¿No me habéis dicho vos que ese rapto era completamente polÃtico?
—SÃ; pero ese rapto tenÃa por objeto hacerme traicionar a mi ama, arrancarme mediante torturas confesiones que pudieran comprometer el honor y quizá la vida de mi augusta ama.
—Señora —prosiguió Bonacieux— vuestra augusta ama es una pérfida española, y lo que el cardenal hace está bien hecho.
—Señor —dijo la joven—, os sabÃa cobarde, avaro e imbécil, ¡pero no os sabÃa infame!
—Señora —dijo Bonacieux, que no habÃa visto nunca a su mujer encolerizada y que se echaba atrás ante la ira conyugal—. Señora, ¿qué decÃs?
—¡Digo que sois un miserable! —continuó la señora Bonacieux, que vio que recuperaba alguna influencia sobre su marido—. ¡Ah, hacéis polÃtica vos! ¡Y encima polÃtica cardenalista! ¡Ah, os venderÃais en cuerpo y alma al demonio por dinero!
—No, pero al cardenal sÃ.
—¡Es la misma cosa! —exclamó la joven—. Quien dice Richelieu dice Satán.
—Callaos, señora, callaos, podrÃan oÃrnos.
—SÃ, tenéis razón, y serÃa vergonzoso para vos vuestra propia cobardÃa.
—Pero ¿qué exigÃs entonces de mÃ? Veamos.
—Ya os lo he dicho: que partáis al instante, señor, que cumpláis lealmente la comisión que yo me digno encargaros y, con esta condición, olvido todo, perdono; y hay más —ella le tendió la mano—: os devuelvo mi amistad.
Bonacieux era cobarde y avaro; pero amaba a su mujer: se enterneció. Un hombre de cincuenta años no guarda durante mucho tiempo rencor a una mujer de veintitrés. La señora Bonacieux vio que dudaba.
—Entonces, ¿estáis decidido? —dijo ella.
—Pero, querida amiga, reflexionad un poco en lo que exigÃs de mÃ; Londres está lejos de ParÃs, muy lejos, y quizá la comisión que me encarguéis no esté exenta de peligro.
—¡Qué importa si los evitáis!
—Mirad, señora Bonacieux —dijo el mercero—. Mirad, decididamente, me niego: las intrigas me dan miedo. He visto la Bastilla. ¡Brrrr! ¡La Bastilla es horrible! Nada más pensar en ella se me pone la carne de gallina. Me han amenazado con la tortura. ¿Sabéis vos lo que es la tortura? ¡Cuñas de madera que os meten entre las piernas hasta que los huesos estallan! No, decididamente, no iré. Y ¡pardiez!, ¿por qué no vais vos misma? Porque en verdad creo que hasta ahora he estado engañado sobre vos: ¡creo que sois un hombre, y de los más rabiosos incluso!
—Y vos, vos sois una mujer, una miserable mujer, estúpida y tonta. ¡Ah, tenéis miedo! Pues bien, si no partÃs ahora mismo, os hago detener por orden de la reina, y os hago meter en la Bastilla que tanto teméis.
Bonacieux cayó en una reflexión profunda; pesó detenidamente las dos cóleras en su cerebro, la del cardenal y la de la reina; la del cardenal prevaleció con mucha diferencia.
—Hacedme detener de parte de la reina —dijo— y yo apelaré a Su Eminencia.
Por vez primera, la señora Bonacieux vio que habÃa ido demasiado lejos, y quedó asustada por haber avanzado tanto. Contempló un instante con horror aquel rostro estúpido, de una resolución invencible, como el de esos tontos que tienen miedo.
—¡Pues entonces, sea! —dijo—. Quizá, a fin de cuentas, tengáis razón: un hombre sabe mucho más que las mujeres de polÃtica, y vos sobre todo, señor Bonacieux, que habéis hablado con el cardenal. Y sin embargo, es muy duro —añadió— que mi marido, que un hombre con cuyo afecto yo creÃa poder contar me trate tan descortésmente y no satisfaga en nada mi fantasÃa.
—Es que vuestras fantasÃas pueden llevar muy lejos —respondió Bonacieux, triunfante— y desconfÃo de ellas.
—Renunciaré, pues, a ellas —dijo la joven suspirando—. Está bien, no hablemos más.
—Si al menos me dijerais qué tenÃa que hacer en Londres —prosiguió Bonacieux, que recordaba un poco tarde que Rochefort le habÃa encomendado tratar de sorprender los secretos de su mujer.
—Es inútil que lo sepáis —dijo la joven, a quien una desconfianza instintiva impulsaba ahora hacia atrás—: era una bagatela de las que gustan a las mujeres, una compra con la que habÃa mucho que ganar.
Pero cuanto más se resistÃa la joven, tanto más pensaba Bonacieux que el secreto que ella se negaba a confiarle era importante. Por eso decidió correr inmediatamente a casa del conde de Rochefort y decirle que la reina buscaba un mensajero para enviarlo a Londres.
—Perdonadme si os dejo, querida señora Bonacieux —dijo él—; pero por no saber que vendrÃais hoy he quedado citado con uno de mis amigos; vuelvo ahora mismo, y si queréis esperarme, aunque sólo sea medio minuto, tan pronto como haya terminado con ese amigo, vuelvo para recogeros y, como comienza a hacerse tarde, acompañaros al Louvre.
—Gracias, señor —respondió la señora Bonacieux—; no sois lo suficientemente valiente para serme de ninguna utilidad, y volveré al Louvre perfectamente sola.
—Como os plazca, señora Bonacieux —respondió el exmercero—. ¿Os veré pronto?
—Claro que sÃ; espero que la próxima semana mi servicio me deje alguna libertad, y la aprovecharé para venir a ordenar nuestras cosas, que deben estar algo desordenadas.
—Está bien; os esperaré. ¿No me guardáis rencor?
—¡Yo! Por nada del mundo.
—¿Hasta pronto entonces?
—Hasta pronto.
Bonacieux besó la mano de su mujer y se alejó rápidamente.
—¡Vaya! —dijo la señora Bonacieux cuando su marido hubo cerrado la puerta de la calle y ella se encontró sola—. ¡Sólo le faltaba a este imbécil ser cardenalista! Y yo que habÃa asegurado a la reina, yo que habÃa prometido a mi pobre ama… ¡Ay, Dios mÃo, Dios mÃo! Me va a tomar por una de esas miserables que pululan por palacio y que han puesto junto a ella para espiarla. ¡Ay, señor Bonacieux! Nunca os he amado mucho, pero ahora es mucho peor: os odio, y ¡palabra que me la pagaréis!
En el momento en que decÃa estas palabras, un golpe en el techo la hizo alzar la cabeza, y una voz, que vino a ella a través del piso, gritó:
—Querida señora Bonacieux, abridme la puerta pequeña de la avenida y bajo junto a vos.