Chapter XXII
Sin embargo, cuando ella se hubo marchado —y la eché de menos en el mismo instante de la partida— fue cuando en realidad se produjo la gran explosión. Si hubiera podido prever lo que significaba encontrarse a solas con Miles, eso me habrÃa servido de aviso. Ninguna hora de mi estancia en Bly estuvo tan llena de aprensiones como ésa en que supe que el carruaje que transportaba a la señora Grose y a mi joven pupila cruzaba las verjas del parque. Quedaba, me dije a mà misma, cara a cara con los elementos, y durante la mayor parte del dÃa, mientras combatÃa mi debilidad, tuve ocasión de meditar en lo temeraria que habÃa sido. Sobre todo, porque por primera vez pude ver en el rostro de otras personas un confuso reflejo de la crisis.
Lo que habÃa sucedido, naturalmente, no pudo pasar inadvertido para la servidumbre; nadie lograba explicarse la repentina marcha de la señora Grose. Criados y doncellas mostraban un aire receloso que, indudablemente, tenÃa que repercutir en mi sistema nervioso. Sólo tomando deliberadamente el timón logré impedir el naufragio total; y me atreverÃa a decir que, a pesar de todo, esa mañana tenÃa yo un aspecto magnÃfico y severo. Recibà con beneplácito la idea de que tenÃa mucho que hacer sobre mis hombros, y al ser consciente de ello me sentà notablemente fortalecida. Durante un par de horas vagué por la casa en aquel estado de ánimo, y con toda seguridad tenÃa el aspecto de estar preparada para cualquier combate. Sin embargo, aquà debo confesar que deambulaba con un corazón desfalleciente.
La persona al parecer menos preocupada, por lo menos hasta la hora del almuerzo, fue el propio Miles. Durante mis paseos por la casa no logré vislumbrarlo por ninguna parte, pero aquel hecho sólo contribuyó a hacer más público el cambio ocurrido en nuestras relaciones como consecuencia del engaño de que me habÃa hecho vÃctima, al retenerme a su lado junto al piano, para que Flora pudiera escapar. La publicidad de que algo marchaba mal habÃa comenzado con el confinamiento y la marcha posterior de Flora, y en la inobservancia de las horas de clases que regularmente tenÃamos. Miles ya no estaba en su cuarto cuando entré en él a primeras horas de la mañana; luego me enteré de que habÃa desayunado, en presencia de un par de doncellas, con la señora Grose y su hermana. Después habÃa salido, según dejó dicho, a dar un paseo; eso, más que nada, mostró su franca opinión sobre el brusco cambio habido en mis funciones. Faltaba sólo aclarar hasta qué punto iba a permitirme el ejercicio de aquellas funciones. De todos modos era un alivio, al menos para mÃ, renunciar a cualquier fingimiento. Entre las muchas cosas que habÃan emergido a la superficie se encontraba el absurdo, debo confesarlo abiertamente, de que continuáramos prolongando la ficción de que yo pudiera enseñar algo más al niño. Era más que evidente que, gracias a pequeños trucos tácitamente aceptados, él más que yo, se preocupaba por no herir mi dignidad, pues yo no era capaz de ejercer de profesora de ese niño. De cualquier manera, ahora gozaba de la libertad que habÃa reclamado; y yo no iba a coartársela. Se lo habÃa demostrado la noche anterior, al permitirle que permaneciera en la sala de las clases sin formularle ninguna pregunta, sin hacerle ninguna sugerencia. Estaba decidida a aplicar estrictamente mi nuevo sistema. Sin embargo, cuando al fin lo tuve ante mÃ, la dificultad de aplicarlo se presentó en toda su intensidad. Mis ojos no pudieron descubrir en su hermosa figura ninguna mancha, ninguna sombra de lo que habÃa ocurrido.
Para indicar a la servidumbre el tono de elegancia que habÃa decidido implantar, pedà que nuestras comidas fueran servidas en el comedor de la planta baja. Asà que, mientras lo esperaba en medio del pesado lujo de aquel salón, al lado de la ventana por la cual habÃa recibido, gracias a la señora Grose, aquel primer espantoso domingo, el primer rayo de algo que difÃcilmente podrÃa ser llamado luz, volvà a sentir una y otra vez que mis posibilidades de éxito dependÃan sobre todo de mi voluntad, la voluntad de cerrar los ojos todo lo posible a la verdad, la verdad de que tenÃa que tratar con algo que era repugnantemente contrario a la naturaleza. Lo único que podÃa hacer era tomar a la naturaleza a mi servicio y considerar mi monstruosa hazaña como una incursión en una dirección desacostumbrada y, por supuesto, desagradable, pero que me exigÃa, después de todo, si querÃa hacerle frente con éxito, dar sólo otra vuelta de tuerca a una virtud humana ordinaria. Ninguna de mis tentativas requerÃa un tacto tan extraordinario como ese intento de extraer de mà misma la naturaleza. ¿Cómo podÃa poner un poco de dicho tacto en una supresión de alusiones a todo lo ocurrido? ¿Cómo, por otra parte, podÃa hacer alguna alusión sin sumergirme aún más en aquella detestable oscuridad? Después de un rato encontré una especie de respuesta, que fue confirmada por la repentina visión de todo lo que de raro habÃa en mi pequeño pupilo. Era como si aun entonces hubiera encontrado —lo que tan a menudo habÃa ocurrido durante las lecciones— otra delicada manera de facilitarme las cosas. ¿No era ya luminoso el hecho, que mientras compartÃamos nuestra soledad revistió un brillo extraordinario, el hecho, digo, de que —y esto lo supe gracias a la oportunidad, a la preciosa oportunidad que se habÃa presentado— serÃa descabellado, en el caso de un niño tan dotado, renunciar a la ayuda que se pudiera extraer de su inteligencia? ¿Para qué le habÃa sido concedida aquella inteligencia si no era para salvarse? ¿No era aún posible alcanzar su alma, correr el riesgo de tender el brazo hacia su espÃritu? Y cuando estuvimos frente a frente en el comedor me pareció que literalmente me mostraba el camino. El cordero asado estaba ya sobre la mesa cuando Miles entró en el comedor. Antes de sentarse, permaneció un momento de pie, con las manos en los bolsillos, y miró la carne como si se dispusiera a hacer un comentario humorÃstico sobre ella. Sin embargo, lo que dijo fue: —Quiero saber, querida, si está realmente tan enferma.
—¿La pequeña Flora? No, no está muy mal, y pronto se repondrá. Londres le sentará bien. Bly, en cambio, habÃa dejado de convenirle. Siéntate y come tu cordero.
Me obedeció al instante, se sirvió carne y luego volvió al tema.
—¿Tan mal le ha sentado Bly de repente?
—No tan de repente como te imaginas. La cosa se veÃa venir.
—Entonces, ¿por qué no la hicieron salir antes de aqu�
—¿Antes de qué?
—Antes de que estuviera demasiado enferma para viajar.
—No está demasiado enferma para viajar —le respondà sin pérdida de tiempo— lo hubiera estado de haberse quedado aquÃ. Este era el momento preciso para que emprendiera el viaje. El cambio de aires disipará las malas influencias…
Realmente, podÃa enorgullecerme de mà misma por mi dominio.
—Comprendo, comprendo —dijo Miles.
Su aplomo era comparable al mÃo. Empezó a comer con aquella distinción de modales que yo habÃa admirado desde el dÃa de su llegada y que me ahorraba la pesada carga de tener que estar reprendiéndolo en la mesa. Por todo podrÃan haberlo expulsado de la escuela, menos por malos modales en la mesa. Ese dÃa se mostraba tan irreprochable como siempre, pero habÃa algo indudablemente deliberado en su actitud. Era evidente que estaba tratando de dar por sentadas más cosas de las que sabÃa sin ayuda de nadie, con entera facilidad; y se sumió en un apacible silencio mientras estudiaba la situación. Nuestro almuerzo fue de lo más breve que pueda imaginarse. Apenas pude probar bocado, e hice que rápidamente la doncella levantara la mesa. Mientras tanto Miles permanecÃa de pie con las manos nuevamente en los bolsillos y de espaldas a mÃ, mirando a través de la ventana del comedor que en otra ocasión tanto me habÃa sobresaltado. Continuamos en silencio hasta que la doncella se hubo marchado; tan en silencio, se me ocurrió humorÃsticamente, como una joven pareja que, en su viaje de bodas, en la posada, se sienten cohibidos por la presencia del camarero. Cuando la doncella cerró la puerta, Miles se volvió en redondo.
—Bueno… al fin estamos solos —dijo.