Mujercitas

Capítulo 7

Mujercitas

—Entonces, permitan que les aconseje tomar de nuevo sus tareas, porque si a veces parecen algo pesadas, nos hacen bien y se van aligerando a medida que aprendemos a soportarlas. El trabajo es saludable y hay bastante para todas; nos libra del aburrimiento y de la malicia, es bueno para la salud y el espíritu y nos da mayor sentido de capacidad y de independencia que el dinero o la elegancia.

—Trabajaremos como abejas y lo haremos con gusto; verás cómo lo hacemos. Tomaré la cocina sencilla como entretenimiento; el próximo convite que haga será un éxito —dijo Jo.

—Haré el juego de camisas para papá en tu lugar, mamá. Puedo y quiero hacerlo, aunque no me gusta la costura; eso será mejor que fastidiar con mis vestidos, que ya son bastante bonitos como están —agregó Meg.

—Estudiaré mis lecciones todos los días y no pasaré tanto tiempo con las muñecas y la música. Soy una tonta y debería estudiar, no jugar —fue la resolución de Beth.

Amy siguió el ejemplo de las demás, declarando heroicamente que aprendería a hacer ojales y prestaría más atención a la gramática.

—¡Muy bien!; entonces estoy contenta del experimento y me imagino que no será necesario repetirlo; pero no se vayan al otro extremo, trabajando como esclavas. Tengan horas determinadas para el trabajo y el recreo; comprendan el valor del tiempo usándolo bien. Entonces la juventud será encantadora, la vejez traerá pocas lamentaciones y la vida será dichosa y hermosa, a pesar de la pobreza.

— Lo recordaremos, mamá. Y así lo hicieron.

CAPÍTULO 12 - CAMPAMENTO LAURENCE

Beth era la administradora de correos, porque, al estar mucho en casa, podía atenderlo con regularidad y le gustaba muchísimo el trabajo diario de abrir el candado de la puertecilla y distribuir la correspondencia. Un día de julio entró con las manos llenas, y fue por la casa dejando paquetes y cartas como el cartero.

—Aquí está tu ramillete, mamá; Laurie no lo olvida nunca —añadió, poniendo el ramillete fresco en el florero que adornaba "el rincón de mamá".

—Para la señorita Meg March, una carta y un guante —continuó Beth, dando ambas cosas a su hermana, que estaba sentada cosiendo puños cerca de su madre.

—¡Cómo! Yo me dejé un par allí y no viene más que uno dijo Meg, mirando el guante de algodón gris.

—¿No has dejado caer el otro en el jardín?

—No; estoy segura de que no; porque no había más que uno en el buzón.

—¡Me fastidia tener un guante desparejo! No importa, ya aparecerá el otro. Mi carta no es más que una traducción de la canción alemana que deseaba. Me figuro que el señor Brooke la ha hecho, porque la letra no es de Laurie.

La señora March dirigió una mirada a Meg, que estaba muy bonita con su bata de percal con los bucles en su frente agitados por la corriente del aire, y muy femenina, cosiendo delante de la mesita de labor; sin la menor idea de los pensamientos de su madre, cosía y cantaba mientras volaban sus dedos, con la mente llena de fantasías juveniles, tan inocentes y frescas como los pensamientos que tenía prendidos en su cinturón. La señora se sonrió y quedó contenta.

—Dos cartas para la doctora Jo; un libro y un viejo sombrero muy curioso, que cubría toda la estafeta —dijo Beth, riéndose, al entrar donde estaba Jo escribiendo.

—¡Qué pícaro es ese Laurie! Dije que ojalá estuvieran de moda los sombreros grandes, porque los días calurosos me quemo la cara. Y dijo "¿Qué importa la moda? Ponte un sombrero grande y procura estar cómoda". Yo le contesté que lo haría si tuviera uno, y me ha enviado esto para probarme. Me lo pondré en broma, para demostrarle que no me importa la moda —y colgando el sombrero de ancha ala sobre un busto de Platón, Jo leyó su correspondencia.

Una carta de su madre la sonrojó e hizo asomar lágrimas a sus ojos, porque decía:

"Querida mía: Estas palabras son para decirte con cuánta satisfacción observo tus esfuerzos por dominar tu genio. No dices nada de tus pruebas, de tus contratiempos ni de tus éxitos, y quizá pienses que nadie se da cuenta de ellos, excepto el Amigo cuyo auxilio, pides cada día, si deduzco bien del mucho uso que parece tener tu librito. Yo también lo he notado y creo que comienza a dar fruto. Persiste, querida mía, con paciencia y coraje, siempre creyendo que nadie te comprende ni simpatiza tan tiernamente contigo como tu querida madre."

— Esto me hace bien. Vale millones de dinero y miles de alabanzas. ¡Oh, mamá, de veras que me esfuerzo y seguiré haciéndolo, y no me cansaré, pues te tengo a ti!

Apoyando la cara en los brazos; Jo vertió lágrimas de alegría sobre el pequeño romance que escribía, porque en realidad había pensado que nadie notaba o apreciaba sus esfuerzos para ser buena, y esta seguridad era doblemente preciosa y alentadora, por lo inesperada y por venir de la persona cuyo elogio estimaba más. Sintiéndose más fuerte que nunca para encontrar y vencer a su Apolo, prendió la carta con alfileres dentro de su traje como escudo recordatorio, para no estar desprevenida, y procedió a abrir la otra carta, dispuesta para buenas o malas noticias. En letra grande y deprisa había escrito Laurie: "Estimada Jo:

"Unos chicos y chicas inglesas vienen mañana para visitarme, y quiero que pasemos un buen rato. Si hace buen tiempo, voy a plantar mi tienda de campaña en el Prado Largo, y llevaré a toda la cuadrilla en el bote para merendar y jugar al croquet; encenderemos un fuego, haremos rancho a lo gitano y nos divertiremos cuanto podamos. Son gente simpática y les gustan estas cosas. Brooke vendrá para tener en orden a los muchachos. Kate Vaugham cuidará de las chicas. Deseo que vengan todas; no permito que Beth se quede fuera; nadie la molestará. No te preocupes por la comida; yo me encargo de eso y de todo. Vengan como buenos amigos.

"Con una prisa horrible, queda tuyo afectísimo, Laurie.

—¡Qué magnífico! —gritó Jo, entrando precipitadamente para dar las noticias a Meg—. Por supuesto, ¿podemos ir, mamá? Será una ayuda para Laurie, porque yo puedo remar y Meg ayudará con la merienda, y las pequeñas pueden hacer algo.

— Espero que los Vaugham no sean personas mayores muy elegantes. ¿Sabes algo de ellos, Jo? —Preguntó Meg.

—Sólo sé que son cuatro. Kate es mayor que tú, Fred y Frank (gemelos) tienen mi edad, poco más o menos, y una chica (Grace), que tiene nueve o diez años; Laurie los conoció en el extranjero y le gustaban mucho los chicos. Por el gesto que hizo al hablar de ella, me figuro que no admiraba a Kate.

—Me alegro de que mi traje de percal francés esté limpio; es exactamente lo que conviene y me queda muy bien —observó Meg—, ¿Tienes algo decente, Jo?

— Un traje marino, rojo y gris, bastante bueno para mí. Voy a remar y retozar y no quiero nada almidonado que me estorbe. ¿Vendrás Beth?

—Si no dejas a los chicos que me hablen.

—Ni uno.

—Me gusta complacer a Laurie, y no tengo miedo del señor Brooke, que es muy amable; pero no quiero tocar el piano, ni cantar, ni tener que decir nada. Trabajaré mucho y no estorbaré a nadie, y si tú me cuidas, Jo, iré.

—¡Buena niña! Tratas de vencer tu timidez y te quiero por eso. Luchar con defectos no es fácil, lo sé, y una palabra alegre levanta el ánimo. Gracias mamá

—y Jo dio un beso agradecido a su madre.

—Yo he recibido una cajita de pastillas de chocolate y la estampa que deseaba copiar —dijo Amy, mostrando su correo.

—Yo he recibido una carta del señor Laurence invitándome a que vaya a tocar el piano esta noche antes de que enciendan las lámparas; iré —añadió Beth, cuya amistad con el anciano crecía a pasos acelerados.

—Ahora, a movernos deprisa y hacer el trabajo hoy para que mañana podamos divertimos con la conciencia tranquila —dijo Jo, preparándose a cambiar la pluma por la escoba.

El sol alumbró una cómica escena al penetrar en el dormitorio de las chicas a la mañana siguiente. Cada una se había preparado para la fiesta como le parecía propio y necesario, y Meg tenía una doble línea de rizadores sobre la frente; Jo se había untado de crema fría la cara quemada; Beth había prendido a la nariz unas pinzas de tender ropa. Como si el espectáculo lo hubiera regocijado, el sol se puso a brillar con tanto esplendor que Jo se despertó y despertó a sus hermanas con las carcajadas que lanzó al ver el tocado de Amy.

Eran éstos excelentes presagios para la excursión, y pronto comenzó un animado movimiento en ambas casas. Beth, lista la primera, se encargó de tener a sus hermanas al tanto de lo que ocurría en la casa vecina, con frecuentes telegramas desde la ventana.

—¡Allá va el hombre con la tienda de campaña! Ya está la cocinera poniendo la merienda en una cesta y una canasta. Ahora el señor Laurence mira el cielo y a la veleta. ¡Ojalá que él fuera también! Allí está Laurie vestido de marinero. ¡Qué simpático! ¡Ay de mí! Un coche lleno de gente..., una señora alta, una chica y dos chicos terribles; uno es cojo, ¡pobrecito!, lleva una muleta. Laurie no nos dijo eso. Dense prisa, niñas, que se hace tarde. ¡Digo! Allá va Nataniel Moffat. Mira, Meg, ¿no es ése el hombre que te saludó un día cuando íbamos de compras?

—Sí, es él; ¡qué curioso que haya venido! Pensaba que estaba en las montañas. ¡Allá va Sallie! Me alegro de que haya vuelto a tiempo. ¿Estoy bien, Jo? —preguntó Meg, muy agitada.

—Estás hecha una verdadera margarita; recógete el vestido y ponte derecho el sombrero; parece algo sentimental, inclinado de ese modo, y el primer soplo de viento se lo llevará. ¡Vamos ya!

—¡Pero, Jo!, ¿vas a llevar ese horrible sombrero? Es absurdo. No te pongas como un espantajo —exclamó Meg, mientras su hermana se ajustaba con una cinta roja el sombrero de paja de Italia, de anchas alas, que Laurie le había enviado en broma.

—¡Vaya si lo llevo! Es excelente: ligero, ancho y da mucha sombra. Causará gracia y no me importa parecer un espantajo si voy a gusto.

Dicho esto, Jo se puso en marcha y las otras la siguieron: una cuadrilla alegre de hermanas, muy bonitas con sus vestidos de verano y sus alegres caras bajo las alas de sus sombreros.

Laurie se apresuró a recibirlas y presentarlas a sus amigos con mucha cordialidad. El prado era la sala de recepción y por algunos minutos se desarrolló allí una escena muy animada. Meg notó con placer que la señorita Kate, aunque tenía veinte años, iba vestida con mucha sencillez, y se sintió halagada al oír a Nataniel decir que había venido especialmente por verla. Jo comprendió por qué Laurie hacia muecas al hablar de Kate, porque aquella señorita parecía decir "no se acerque usted demasiado", y sus maneras contrastaban con las más naturales de las otras chicas. Beth pasó disimuladamente revista a los chicos nuevos y sacó la conclusión de que el cojito no era "terrible", sino tranquilo y débil, y que, por lo mismo, debería ser amable con él. Amy descubrió que Grace tenía buenas maneras y que era alegre; después de estudiarse por unos pocos minutos, sin decir nada, de repente se hicieron buenas amigas. Habiendo llegado antes que ellos a las tiendas de campaña, la merienda y los utensilios para el croquet, pronto se embarcó la cuadrilla y los dos botes se pusieron en marcha juntos, mientras el viejo señor Laurence les decía adiós desde la orilla agitando su sombrero. Laurie y Jo remaban en un bote, el señor Brooke y Ned en el otro, y Fred Vaugham, el gemelo bullicioso, hacía todo lo posible para hacer volver a los dos, remando en un esquife como un escarabajo de agua. El cómico sombrero de Jo mereció un voto de gracias, porque fue de utilidad general. Al principio rompió la reserva por las risas que causó; producía una brisa agradable con sus alas mientras remaba Jo, y ella dijo que si caía un chaparrón serviría de paraguas para toda la cuadrilla.

Kate pareció algo sorprendida por los modales de Jo, especialmente cuando exclamaba "Cristóbal Colón", si se le escapaba un remo. Pero después de examinar a la curiosa chica varias veces con su lente, la señorita Kate decidió que era "rara pero lista", y le sonrió desde lejos.

En otro bote, Meg se halló en una situación muy agradable, de cara a los remeros, que admiraban la perspectiva y manejaban sus remos con habilidad y gracia poco comunes. El señor Brooke era un joven grave y callado, con ojos color castaño y voz agradable. A Meg le gustaban sus modales tranquilos, y pensaba que era una enciclopedia ambulante de conocimientos útiles. Nunca le hablaba mucho; pero la miraba a menudo, y ella se daba cuenta de que lo hacía. Ned, que ya había ingresado en la Universidad, adoptaba los aires que los novicios creen obligados en su caso; no era muy sabio, pero de buen humor y alegre, y, en conjunto, persona excelente para una excursión. Sallie Gardiner estaba ocupadísima en mantener limpio su traje de piqué blanco y charlaba con Fred, que se hallaba en todas partes, manteniendo a Beth atemorizada con sus locuras.

No estaba lejos Prado Largo; pero la tienda de campaña estaba ya plantada y las barreras puestas cuando llegaron. Era un campo agradable y verde, con tres frondosos robles en el centro y una parte de césped llano para el croquet.

—Bienvenidos sean ustedes al Campamento Laurence —dijo el joven anfitrión, cuando desembarcaban, con exclamaciones de alegría—. Brooke es comandante en jefe; yo soy comisario general; los demás jóvenes, oficiales de estado mayor, y ustedes, señoras, la compañía. La tienda de campaña es para su propio uso, y aquel roble es su salón; éste es el comedor, y el tercero, la cocina de campo. Ahora vamos a jugar antes de que haga calor, y después nos ocuparemos de la comida.

Fred, Beth, Amy y Grace se sentaron para mirar el juego de los otros ocho. El señor Brooke escogió a Meg, Kate y Fred. Laurie, a Sallie, Jo y Ned. Los ingleses jugaron bien, pero los americanos mejor, y defendieron cada pulgada de césped como si los animara el espíritu de la guerra de la Independencia. Jo y Fred tuvieron varias escaramuzas, y una vez apenas evitaron una riña. Jo había pasado el último aro; su mazo había fallado de golpe, lo cual la enojó mucho. Fred la seguía de cerca y le tocaba a él jugar antes; dio un golpe; su pelota pegó contra el aro y se paró a una pulgada fuera del sitio. Nadie estaba muy cerca; corriendo para examinar, le dio disimuladamente un golpecito con la punta del pie, y así la puso justamente a una pulgada dentro.

—¡Pasé! Señorita Jo, le voy a ganar; voy a entrar el primero —gritó el joven, oscilando el mazo para dar otro golpe.

—Usted ha empujado la pelota; lo he visto. Me toca a mí —dijo Jo ásperamente.

—¡Palabra que no la toqué! Tal vez ha rodado algo, pero esto está permitido; apártese haga el favor, que voy a llegar a la meta.

— En América no hacemos trampas; pero puede usted hacerlas si desea — dijo Jo, enojada.

—Todo el mundo sabe que los americanos son más tramposos. ¡Allá va! — respondió Fred, mandando muy lejos, de un golpe, la pelota de su rival.

Jo abrió la boca para decirle algo fuerte, pero se detuvo a tiempo, enrojeció y estuvo por un minuto golpeando un aro con toda su fuerza, mientras Fred daba con su pelota en la meta y se declaraba vencedor con mucha alegría. Ella se fue a buscar su pelota y pasó largo rato para encontrarla entre los arbustos pero volvió aparentemente fresca y tranquila y esperó su turno con paciencia. Tuvo que dar varios golpes para ganar de nuevo la posición que había perdido, y cuando la recobró, el otro lado casi había ganado, porque la pelota de Kate era la penúltima y estaba muy cerca de la meta.

—¡Caramba! ¡Estamos perdidos! Adiós, Kate; la señorita Jo tiene derecho a un golpe, de modo que está usted vencida —gritó Fred, muy excitado, mientras todos se acercaban para ver la conclusión.

—Los americanos tienen la costumbre de ser generosos con sus enemigos

—dijo Jo, con una mirada que hizo palidecer la cara del chico—; sobre todo cuando los vencen —añadió, mientras, sin tocar la pelota de Kate, ganaba el juego por un golpe hábil..

Laurie echó al aire su sombrero; después recordó que no debía celebrar la derrota de sus huéspedes, y se paró en medio de un hurra para susurrar a su amiga:

— ¡Bien hecho, Jo! El hizo trampa, lo vi; no podemos decírselo así, pero no lo hará otra vez te lo aseguro.

Meg la llevó a un lado, con el pretexto de arreglarle una trenza, y le dijo:

— Fue muy provocativo; pero supiste dominarte, lo cual me dio mucha alegría, Jo:

—No me alabes, Meg, que todavía me quedan ganas de darle una bofetada. Me hubiera desquitado si no hubiese permanecido entre las ortigas hasta que pude sujetar la rabia lo suficiente para no hablar. Todavía estoy hirviendo; espero que no se me acerque mucho —respondió Jo, mordiéndose los labios.

—¡Hora de merendar! —dijo el señor Brooke, mirando, su reloj—. Comisario general, ¿quiere usted encender el fuego y traer agua, mientras la señorita March, la señorita Sallie y yo ponemos la mesa? ¿Quién sabe hacer buen café?

—Jo sabe —respondió Meg, alegrándose de poder recomendar a su hermana.

Jo, contenta de poder lucir sus recién adquiridos conocimientos culinarios, se hizo cargo de la cafetera, mientras los niños recogían lea seca y los chicos hacían fuego y traían agua de un manantial cercano. La señorita Kate dibujaba y Fred charlaba con Beth, que estaba haciendo esterillas con juncos trenzados para usarlas como platos.

El general en jefe y sus ayudantes pronto pusieron el mantel con una variedad tentadora de comestibles y bebidas, adornados con hojas verdes. Jo anunció que el café estaba listo y todos se sentaron para hacer honor a una comida abundante. Fue una merienda alegre, porque todo parecía nuevo y gracioso. Un venerable caballo que pastaba por allí fue espantado por las frecuentes carcajadas. La mesa no quedaba firme y esto produjo no pocas desgracias a tazas y platillos; caían bellotas en la leche, venían pequeñas hormigas negras a participar del banquete sin estar invitadas y orugas peludas se descolgaban del árbol para ver lo que ocurría. Tres niños de pelo blanquecino se asomaron por encima del seto y un perro desagradable les ladró con toda su fuerza desde el lado opuesto del río.

—Aquí hay sal, si la prefieres —dijo Laurie, mientras pasaba a Jo un platillo de fresas.

—Gracias, prefiero arañas —respondió ella, sacando dos imprudentes, que habían buscado la muerte entre la crema —. ¿Cómo te atreves a recordarme aquella comida horrible, cuando la tuya es tan agradable y excelente en todos sentidos? —añadió Jo, mientras reían ambos y comían del mismo plato, ya que escaseaba la vajilla.

—Aquel día me divertí muchísimo, y no lo he olvidado todavía. De esta excursión no me corresponde mérito alguno; yo no hago nada; son ustedes, Meg y Brooke los que la llevan por buen camino, y les estoy muy agradecido. ¿Qué haremos cuando no podamos comer más? —preguntó Laurie, cuyo repertorio quedaba agotado con la merienda.

—Tendremos juegos hasta que refresque un poco. He traído "Autores", y quizá la señorita Kate sepa alguno nuevo y bonito. Ve a preguntarle; es buena amiga y deberías hacerle más compañía.

— ¿No lo crees tú también? Pensé que ella y Brooke se entenderían, pero él no deja de hablar con Meg y Kate los mira intrigada con ese lente ridículo que tiene. Voy a hablar con ella para que no me indiques urbanidad, Jo.

La señorita Kate sabía varios juegos nuevos, y como las chicas no querían y los chicos no podían comer más, todos se reunieron en la sala para jugar a "Cuentos".

—Una persona empieza un cuento, cualquier tontería que se le ocurra, y sigue contándolo todo el tiempo que gusta, procurando detenerse repentinamente en algún punto excitante, y entonces la siguiente continúa el cuento y hace lo mismo. Es muy gracioso cuando se hace bien, porque resulta un perfecto lío de tonterías tragedias y situaciones únicas que hacen reír. Háganos el favor de comenzar, señor Brooke —dijo Kate con gesto imperioso, que sorprendió a Meg, acostumbrada a tratar al tutor con tanto respeto como a cualquier otro caballero.

Echado en la hierba, a los pies de las dos señoritas, el señor Brooke comenzó obedientemente el cuento, con sus bellos ojos castaños fijos en el río, bañado en sol.

—Había una vez un caballero errante que se fue a buscar fortuna, pues no tenía nada más que su espada y un su escudo. Viajó por largo tiempo, casi veintiocho años, y sufrió muchas penalidades, hasta que llegó al palacio de un rey, bueno y anciano, que había ofrecido un premio a quien pudiera domar y manejar un bello potro, salvaje todavía, al que estimaba muchísimo. El caballero convino en intentarlo y lo consiguió, lenta pero seguramente, porque el potro era un animal noble, que, aunque caprichoso y salvaje, aprendió pronto a obedecer a su nuevo amo. Cada día, cuando adiestraba al noble bruto, el caballero solía pasear por la ciudad, montado en él; y mientras cabalgaba iba buscando una cara hermosa, que había visto a menudo en sueños, pero nunca de verdad. Un día, al pasar por una calle tranquila su caballo haciendo cabriolas, vio en la ventana de un castillo ruinoso la cara encantadora. Loco de alegría preguntó quién habitaba aquel viejo castillo, y se le dijo que unas princesas encantadas estaban prisioneras allí, víctimas de un sortilegio, hilando todo el día para ahorrar el dinero con que comprar su libertad. El caballero deseaba mucho libertarlas; pero era pobre, y lo único que podía hacer era pasar todos los días esperando ver asomarse al sol la cara hermosa. Al fin resolvió entrar en el castillo y preguntar cómo podría ayudarlas. Fue y llamó; la puerta grande se abrió de par en par y vio a..."

"—Una dama encantadora, que exclamó extasiada: ¡por fin! ¡por fin! — continuó Kate—. Es ella, gritó el conde Gustavo, y cayó a sus pies, loco de alegría. 'Levantaos', dijo, extendiendo una mano blanca como la nieve. 'No lo haré hasta que me digas cómo puedo librarte' exclamó el caballero todavía de rodillas. '¡Ay!, mi suerte cruel me condena a permanecer aquí hasta que mi tirano sea destruido'. '¿Dónde está el traidor?'.

'En la sala lila; ve corazón valiente, y sálvame de la desesperación.' 'Obedezco, y volveré victorioso o muerto' ". Con estas palabras conmovedoras salió precipitadamente, y abriendo la puerta de la sala lila, estaba a punto de entrar cuando recibió..."

—Un golpe que lo aturdió, dado con un gran diccionario griego, que un viejo, de hábito negro, le tiró —prosiguió Ned—. Enseguida, el caballero no sé quién se repuso, arrojó al tirano por la ventana y volvió a reunirse con la dama, victorioso, pero con un chichón en la frente; encontró la puerta cerrada con llave; desgarró las cortinas, hizo una escala de cuerdas, y había llegado a mitad del camino al suelo, cuando se rompió la escala y cayó de cabeza al foso, desde una altura de sesenta metros. Podía nadar como un pato, y nadando dio la vuelta al castillo hasta llegar a una puertecita guardada por dos fuertes mozos; les golpeó las cabezas una contra otra, haciéndolas crujir como un par de nueces; después con un ligero golpe de su fuerza prodigiosa derribó la puerta, subió dos escalones de piedras, cubiertos de polvo espeso, sapos tan grandes como el puño de un hombre y arañas que harían chillar de terror a la señorita March. En lo alto de aquellos escalones vio de repente algo que le heló la sangre... "

"— Una figura alta, toda de blanco, con un velo sobre la cara y una lámpara en la mano delgada —continuó Meg—. Le hizo señas, deslizándose suavemente sin ruido ante él a lo largo de un pasillo, oscuro y frío como un sepulcro. A cada lado había efigies tenebrosas con armadura; reinaba un silencio completo; la lámpara daba una luz azul y el espectro volvía de vez en cuando la cara hacia él, dejando ver el brillo de sus ojos terribles a través del velo blanco. Llegaron a una puerta cubierta con una cortina, tras de la cual sonaba una música encantadora: se precipitó a entrar pero el espectro le dio un tirón hacia atrás, agitando con gesto amenazador ante él una..."

"—Una tabaquera —prosiguió Jo con voz grave, que hizo desternillarse de risa al auditorio—. 'Gracias', dijo el caballero cortésmente, tomando un poco y estornudando siete veces, con tanta violencia que se le cayó la cabeza. '¡Ah! ¡Ah!', rio el espectro, y después de echar una ojeada por el ojo de la cerradura a las princesas que hilaban a toda velocidad, el espectro asió a su víctima y la puso en una caja de lata, donde había otros once caballeros decapitados, apretados como sardinas en canasta, los cuales se levantaron y se pusieron a..."

"—Bailar un baile de marineros —dijo Fred, interrumpiéndola, al detenerse Jo para tomar aliento—, y mientras bailaban, el castillo ruinoso se cambió en un buque de guerra con velas desplegadas. '¡Arriba el foque!; ¡amarrad las velas!: ¡A sotavento con el timón!; ¡armad los cañones!', gritó el capitán, al aparecer un barco pirata portugués que enarbolaba en su palo mayor un pabellón negro como la tinta. '¡A ellos y a vencer, hijos míos!', dice el capitán, y se entabla una furiosa pelea. Naturalmente, los ingleses vencieron, como siempre; y después de hacer prisionero al capitán de los piratas, hundió la goleta, cuyos puentes de sotavento estaban cubiertos de sangre, porque la consigna había sido 'vender caras las vidas'. 'Guardián, toma una cuerda del contrafoque y arroja este pícaro al mar si no quiere confesar enseguida sus pecados', dijo el capitán inglés. El portugués cerró la boca con valor y anduvo el tablón mientras los marineros aplaudían como locos; pero el tunante se sumergió debajo del buque, lo echó a pique, y la nave se hundió con velas desplegadas hasta el fondo del mar, donde..."

—¡Pobre de mí! ¿Qué voy a decir? —exclamó Sallie cuando Fred puso fin a su parte, tan abundante en frases náuticas y hazañas marítimas.

"—Bueno, llegaron al fondo, donde una hermosa sirena los recibió, pero se entristeció mucho al descubrir la caja de caballeros decapitados, y los conservó en salmuera con la esperanza de descubrir el misterio; porque, como mujer, era curiosa. A poco bajó un buzo y la sirena dijo: 'Te daré esta cajita de perlas si quieres subirla', porque deseaba devolver a la vida a los caballeros, y ella no podía levantar una caja tan pesada. El buzo accedió y se llevó un gran chasco al abrir la caja y ver que no tenía perlas. La abandonó en medio de un prado solitario, donde fue descubierta por una..."

"—Pastorcita que cuidaba cien gansos gordos —dijo Amy cuando se agotó la inventiva de Sallie —. La pastorcita sintió mucha lástima de ellos y preguntó a una vieja qué podría hacer para ayudarlos. 'Tus gansos te lo dirán; ellos lo saben todo', contestó la vieja. Así que preguntó cómo podría darles cabezas nuevas, puesto que las antiguas estaban perdidas, y los gansos abrieron sus cien picos y gritaron..."

"—Coles — continuó Laurie, sin vacilar—. 'Justo', dijo la niña, y corrió a traer doce coles buenas de su huerta. Se las colocó a los caballeros, los cuales volvieron al punto en sí, le dieron las gracias y continuaron su viaje, alegremente, sin darse cuenta de la diferencia, porque en el mundo había tantas cabezas parecidas que nadie hizo caso de ellos. El caballero que me interesa volvió para encontrar la cara hermosa, y oyó que las princesas habían ganado su libertad hilando y que todas, menos una, se habían marchado para casarse. Se inquietó muchísimo al oírlo, y montando el potro, que a través de tantas desgracias había permanecido fiel a su amo, apuró el paso hacia el castillo para ver cuál de ellas estaba todavía allí. Mirando furtivamente por el seto, vio venir a la reina de su corazón que cortaba flores en su jardín. '¿Quieres darme una rosa?', dijo él. 'Tienes que venir a recibirla; no está bien que yo vaya a dártela', repuso ella, dulce como la miel. Trató de saltar el seto, pero éste se hacía cada vez más alto; intentó atravesarlo, pero se ponía más y más espeso; estaba desesperado. Con mucha paciencia rompió ramita tras ramita hasta hacer un agujero pequeño, por el que se asomó diciendo con suplicante voz: '¡Déjame entrar!, ¡déjame entrar!' Pero la hermosa princesa no parecía comprender, porque continuó cortando tranquilamente sus rosas y lo dejó que entrase como pudiera. Si logró hacerlo o no, Frank nos lo dirá."

—¡Yo, no! ¡Yo, no! No juego —dijo Frank, asustado por el conflicto sentimental del cual tenía que salvar a la absurda pareja. Beth había desaparecido detrás de Jo, y Grace se había quedado dormida.

—De modo que al pobre caballero lo vamos a dejar pegado al seto; ¿no es una lástima? — preguntó el señor Brooke, todavía mirando al río y jugando con la rosa silvestre que tenía en el ojal.

—Imagino que la princesa le dio un pensamiento y acabó por abrirle la puerta —dijo Laurie, sonriendo, mientras tiraba bellotas a su tutor.

—Qué tonterías hemos ideado. Con práctica podríamos hacer algo verdaderamente hábil. ¿Saben ustedes "La verdad"? —preguntó Sallie, cuando todos terminaron de reír del cuento.

—Espero que sí —dijo Meg con gravedad.

—El juego, quiero decir.

—¿De qué se trata? —preguntó Fred.

—Vean: ustedes ponen las manos una encima de otra, escogen un número y retiran las manos por turno, y la persona que retira última su mano tiene que responder con verdad cualquier pregunta que le hagan las otras. Es muy divertido.

—Probemos —dijo Jo, a quien le gustaban toda clase de experimentos nuevos.

La señorita Kate, el señor Brooke, Meg y Ned rehusaron jugar, pero Fred, Sallie, Jo y Laurie pusieron las manos una encima de otra; las retiraron, y la suerte le tocó a Laurie.

—¿Quiénes son tus héroes? —preguntó Jo.

—Mi abuelo y Napoleón.

—¿Qué dama te parece más hermosa? —preguntó Sallie.

—Meg.

—¿Cuál te gusta más? —preguntó Fred.

—Jo, naturalmente.

—¡Qué preguntas tan tontas! —exclamó Jo, encogiéndose de hombros desdeñosamente, ante la risa general que produjo el tono decidido de Laurie.

—Tratemos otra vez; "La verdad" no es un juego malo —dijo Fred.

—Para usted, excelente —respondió Jo en voz baja. El turno siguiente le tocó a ella.

—¿Cuál es su defecto más grave? —preguntó Fred, para probar en ella la virtud que a él le faltaba.

—Un carácter impulsivo.

—¿Qué es lo que más deseas? —interrumpió Laurie.

—Un par de cordones para mis botas —respondió Jo, adivinando y defraudando la intención.

—No es una respuesta sincera; debes decir lo que deseas de v eras.

—¡Talento! ¿No te gustaría poder dármelo, Laurie? —y sonrió astutamente a su chasqueado amigo.

—¿Qué virtudes admiras más en un hombre? —preguntó Sallie.

—Valor y honradez.

—Ahora me toca a mí —dijo Fred, que había quedado último.

—Hazlo pagar —susurró Laurie a Jo, que hizo una seña afirmativa y preguntó enseguida.

—¿No hiciste trampa en el croquet?

—Sí, un poquito.

—¡Bueno! ¿Y no sacaste tu cuento de El león del mar? —dijo Laurie.

—Claro que sí.

—¿No piensas que la nación inglesa es perfecta en todos sus sentidos? — preguntó Sallie.

—Me avergonzaría de mí mismo si no lo pensara.

—Es un verdadero John Bull. Ahora, Sallie, tendrás una oportunidad sin sacar número. Lastimaré tus sentimientos, en primer lugar, preguntándote si no piensas que eres algo coqueta —dijo Laurie, mientras Jo sonreía a Fred en señal de que hacían las paces.

—¡Qué insolente! Claro que no soy una coqueta —exclamó Sallie, con un gesto que demostraba lo contrario.

—¿Qué es lo que detestas más? —preguntó Fred.

—Arroz con leche y arañas.

—¿Qué es lo que te gusta más? —preguntó Jo.

—Bailar y guantes franceses.

—Bueno, pienso que "La verdad" es un juego muy tonto; juguemos a "Autores" para refrescamos la mente —propuso Jo.

Ned, Fred y las muchachitas tomaron parte en éste, y mientras duró, las tres personas mayores estuvieron charlando a un lado. La señorita Kate sacó otra vez su dibujo y Meg la miraba, mientras el señor Brooke estaba echado sobre la hierba con un libro en la mano, que no leía.

—¡Qué bien lo hace! Quisiera saber dibujar —dijo Meg, con mezcla de admiración y tristeza en su voz.

—¿Por qué no aprende? Creo que tendría gusto y habilidad para ello — respondió la señorita Kate.

—No tengo tiempo.

—Su madre prefiere otras habilidades, supongo. Así fue con la mía; pero le demostré que tenía talento, tomando a escondidas unas lecciones, y entonces estuvo muy conforme con que continuara. ¿No puede hacer lo mismo con su institutriz?

—No tengo ninguna.

—Olvidé; en América las señoritas suelen ir a la escuela más que nosotras. Las escuelas son muy buenas también, según dice papá. Supongo que va a un colegio particular.

—No voy a ningún colegio; yo misma soy institutriz.

—¡Oh, realmente! —dijo la señorita Kate, pero lo mismo podría haber dicho: " ¡Pobrecita!, ¡qué lástima!", porque el tono lo indicaba y la expresión de su cara hizo a Meg ruborizarse y lamentar haber sido tan franca.

El señor Brooke levantó los ojos y dijo con presteza:

—En América las señoritas aman la independencia tanto como nuestros abuelos la amaban, y son admiradas y respetadas si se ganan su sustento.

—Sí, claro. Es muy grato y correcto que lo hagan. Nosotros tenemos muchísimas jóvenes dignas y respetables que hacen lo mismo y a las cuales la aristocracia suele emplear, porque, siendo hijas de caballeros, están bien educadas y tienen talento, ¿comprende? —dijo la señorita Kate con cierto tono protector que ofendió el orgullo de Meg.

—¿Le gustó a usted la canción alemana, señorita March? —preguntó el señor Brooke, rompiendo una pausa molesta.

—¡Oh!, sí, era muy dulce y estoy muy agradecida a quien me la tradujo —y la cara abatida de Meg se alegró al contestar.

—¿No lee usted alemán? —preguntó la señorita Kate, mirándola sorprendida.

—No muy bien. Mi padre, que me enseñaba, está lejos y no adelanto mucho sola, porque no tengo quién me corrija la pronunciación.

—Trate de leer un poquito ahora. Aquí tiene Martiú Stuart, de Schiller, y un maestro a quien le gusta enseñar —y con una sonrisa alentadora puso el libro en sus rodillas.

—Es tan difícil, que me da miedo probar —repuso Meg, agradecida, pero cohibida por la presencia de la culta señorita.

— Leeré un poquito para animarla —y la señorita Kate leyó uno de los pasajes más bellos con perfecta corrección, pero sin expresión alguna.

El señor Brooke no hizo ninguna observación mientras devolvía el libro a Meg, que dijo inocentemente:

—Pensé que era poesía.

—En partes; trate de leer este pasaje.

Meg, siguiendo obedientemente la dirección de la larga brizna de hierba que su nuevo maestro usaba para señalar, leyó lenta y tímidamente, haciendo, sin darse cuenta, poesía de las palabras difíciles por la entonación dulce de su voz musical. Página abajo, fue señalando la verde guía, y Meg, olvidando a su oyente por la belleza de la triste escena, leyó como si estuviera sola, dando un ligero toque de tragedia a las palabras de la infortunada reina. De haber visto los ojos castaños fijos en ella se hubiera detenido al instante; pero no levantó la vista y la lección no se estropeó.

—¡Muy bien! —dijo el señor Brooke cuando acabó, sin hacer la menor mención de sus faltas frecuentes.

La señorita Kate se caló su lente, y después de examinar el cuadrito que pintaba, cerró su cartapacio diciendo con condescendencia:

—Usted tiene buen acento y con el tiempo será una buena lectora. Le aconsejo aprender el alemán porque es muy útil para las institutrices. Grace está jugando y tengo que echar un vistazo —y la señorita Kate se alejó de allí diciendo para sí: "No he venido para servir de cuidadora a una institutriz, aunque sea joven y guapa. ¡Qué gente tan extraña son estos americanos! Me temo que a Laurie lo van a echar a perder."

—Olvidé que los ingleses desprecian a las institutrices y no suelen tratarlas como nosotros —dijo Meg, mirando molesta a la joven que se alejaba.

—Los profesores también encuentran dificultades allá, como lo sé por triste experiencia. No hay ningún lugar como América para los trabajadores, señorita Meg.

—Me alegro de vivir en ella, entonces. No me gusta mi trabajo, pero al fin saco de él bastante satisfacción; así que no me quejaré; sólo quisiera que me gustase tanto el enseñar como le gusta a usted.

—Creo que le gustaría si tuviera por discípulo a Laurie. Sentiré mucho perderlo el año que viene.

—¿Va a la Universidad? —preguntó Meg; pero sus ojos añadían: "Y qué hará usted?"

— Ya es tiempo de que vaya, pues está ya casi listo; en cuanto se vaya me alistaré en el ejército.

—¡Me alegra oírlo! —exclamó Meg—. Yo diría que todos los jóvenes deberían ir a la guerra, aunque es algo duro para las madres y hermanas que quedan en casa —añadió tristemente.

— Yo no tengo madre ni hermana y pocos amigos a quienes importe que viva o muera — dijo con cierta amargura el señor Brooke, mientras ponía distraídamente la rosa marchita en el agujero que había hecho y la cubría como en una pequeña sepultura.

—Laurie y su abuelo se preocuparán, y nosotras lo sentiríamos mucho si le sucediera algo malo —dijo sinceramente Meg.

—Gracias, eso es muy amable —comenzó el señor Brooke, pareciendo alegre de nuevo. Pero antes de que pudiesen acabar su diálogo, Ned llegó montado sobre el viejo caballo para mostrar su habilidad ecuestre delante de las señoritas, y no hubo más tranquilidad aquel día.

—¿No te gusta montar a caballo? —preguntó Grace, mientras descansaba con Amy, después de una carrera alrededor del campo con los otros.

—Me vuelvo loca por ello. Mi hermana Meg solía cabalgar cuando papá era rico; pero ahora no tenemos ningún caballo, como no sea "Ellen Tree" —añadió Amy.

—Háblame de "Ellen Tree". ¿Es un burro? —preguntó Grace con curiosidad.

—Pues verás; Jo se vuelve loca por los caballos y yo también, pero no tenemos más que una vieja silla de amazona y ningún caballo. En nuestro jardín hay un manzano con una rama baja; pongo la silla encima, fijo las riendas a la parte encorvada y saltamos sobre "Ellen Tree" cuanto se nos antoja.

—¡Qué gracioso! —dijo Grace, riéndose—. En casa tengo un caballo y casi todos los días voy al parque con Fred y Kate. Es muy agradable, porque mis amigas van allí también y la Alameda está llena de señoras y señores.

Frank, que estaba sentado a espaldas de las muchachas, oyó lo que decían, y echó lejos de sí su muleta con gesto impaciente, mientras miraba a los muchachos haciendo toda clase de ejercicios gimnásticos. Beth estaba ocupada recogiendo las cartas esparcidas del juego de "Autores", levantó los ojos y dijo con modo tímido, aunque amable:

—Temo que estés cansado; ¿puedo hacer algo por ti?

—Hazme el favor de hablar conmigo; es muy aburrido estar solo. — respondió Frank, que estaba muy acostumbrado a que lo atendieran.

Pronunciar un discurso en latín no le hubiera parecido más difícil a la tímida Beth, pero no tenía escapatoria y el pobre muchacho parecía tan necesitado de entretenimiento que decidió valerosamente hacer lo que pudiera.

—¿De qué quieres que te hable? —preguntó, mezclando las cartas y dejando caer la mitad al atarlas.

—Bueno. Me gustará oír hablar del croquet, de botes y de la caza del zorro

—dijo Frank, al que le atraían precisamente las cosas que no podía hacer.

—¡Pobre de mí! ¿Qué sé yo de eso? —exclamó Beth, y tan perturbada estaba que, sin darse cuenta de la desgracia del chico, dijo con la esperanza de hacerlo hablar a él—: Nunca he visto la caza del zorro, pero supongo que tú la conoces bien.

—La conocí en otro tiempo; pero no podré cazar más, porque caí del caballo saltando una barrera de cinco trancas y desde entonces se acabaron para mí los caballos y los galgos —dijo Frank, dando un suspiro, que hizo a Beth condenarse severamente a si misma por su inocente equivocación.

—Los ciervos de tu país son muchísimo más hermosos que nuestros desgarbados búfalos —repuso ella, buscando ayuda en los prados, y alegrándose de haber leído uno de los libros para muchachos que encantaban a Jo.

El tema de los búfalos resultó interesante y distraído. En su deseo de divertir a su compañero, Beth se olvidó de sí misma y no se dio cuenta de la sorpresa y placer con que sus hermanas la veían hablando con un muchacho de los que ella había llamado terribles.

—¡Dios la bendiga! Lo compadece y por eso es tan amable —dijo Jo, sonriéndose al mirarla desde el campo de croquet.

—Siempre dije yo que era una santa —añadió Meg, como si la cuestión quedara ya decidida por completo.

—Hace siglos que no he oído a Frank reírse tanto —susurró Grace, mientras charlaba de muñecas con Amy y hacían tacitas de té con cáscaras de bellotas.

—Mi hermana Beth es una chica encantadora cuando quiere —dijo Amy, muy contenta con el éxito de Beth.

La tarde concluyó con un circo improvisado, un juego de zorra y gansos y un partido amistoso de croquet. Cuando el sol se puso, levantaron la tienda de campaña, empaquetaron las cestas, cargaron los botes y toda la cuadrilla navegó río abajo, cantando alegremente. Ned se puso sentimental y cantó una serenata con el estribillo melancólico de:

Solo, solo, ay de mí, solo.

y con los versos

Si juventud tenemos, y ardiente corazón, ¿por qué nos resignamos a la separación?

Miró a Meg con expresión tan lastimera, que ella se echó a reír y aguó la canción.

—¿Cómo puedes ser tan cruel conmigo? —susurró, aprovechándose del ruido de la charla general—. Has estado todo el día junto a esa inglesa tiesa y ahora me tratas con desdén.

—No lo hice a propósito; te pusiste tan cómico que verdaderamente no pude evitarlo —respondió Meg; sin hacer caso de la primera parte de su reproche; porque era verdad que había evitado encontrarse con él recordando la reunión de los Moffat y la conversación que allí había oído.

Ned estaba ofendido y se volvió hacia Sallie para consolarse diciéndole con enojo:

—Esa muchacha no sabe flirtear lo más mínimo, ¿verdad?

—Verdad; pero es muy simpática —respondió Sallie, defendiendo a su amiga, aun cuando admitiese sus defectos.

En el jardín, delante de la casa donde la pequeña partida se había reunido, se dispersó, dándose unos a otros las buenas noches y adioses cordiales, porque los Vaugham se iban a Canadá. Cuando las cuatro hermanas se alejaban camino de su casa, la señorita Kate las siguió con la vista diciendo sinceramente:

—A pesar de sus modales bruscos, las chicas americanas son amables cuando se las llega a conocer.

—Estoy completamente de acuerdo con usted —dijo el señor Brooke.

CAPÍTULO 13 - CASTILLOS EN EL AIRE

Una calurosa tarde de setiembre Laurie se mecía suavemente en su hamaca, pensando qué estarían haciendo sus vecinas, pero con demasiada pereza para ir a investigarlo. Estaba en uno de sus ratos de mal humor; el día había pasado sin satisfacción ni provecho. El calor lo volvía indolente; había rehuido sus estudios, había probado la paciencia del señor Brooke; había irritado a su abuelo tocando el piano durante la mitad de la tarde; había aterrado a las criadas dando a entender que uno de los perros estaba rabioso, había tenido un altercado con el mozo de cuadra por un descuido imaginario con su caballo; después de todo lo cual, se había tendido en su hamaca enojado con la estupidez general del mundo, hasta que la paz del hermoso día lo calmó a pesar suyo. Con la vista perdida en el abismo verde del frondoso castaño de Indias, que extendía sus ramas sobre su cabeza, imaginaba toda clase de sueños y se imaginaba a sí mismo viajando a través del océano, cuando de repente lo volvió a la tierra un sonido de voces. Mirando a través de las mallas de la hamaca vio salir a las March, como preparadas para una excursión.

"¿Qué irán a hacer esas chicas? ", pensó Laurie, intrigado por la apariencia bastante extraña de sus vecinas. Cada una llevaba un sombrero de alas anchas, una mochila de algodón moreno al hombro y un largo bastón en la mano. Meg llevaba un almohadón; Jo, un libro; Beth, un cucharón, y Amy, un cartapacio. Todas marcharon tranquilamente a través del jardín, salieron por la puertecilla de atrás y comenzaron a subir la colina que separaba la casa del río.

—¡Vaya unas frescas! —se dijo Laurie—. ¡Irse de excursión y no invitarme! No pueden ir en bote, porque ellas no tienen llave. Quizá la han olvidado; yo se las llevaré y veré lo que pasa.

Aunque tenía media docena de sombreros, tardó largo rato en encontrar uno; después tuvo que buscar la llave que al fin descubrió en su bolsillo; con estas demoras, las chicas se habían perdido de vista cuando saltó la barrera y corrió tras ellas. Cortando por el atajo hacia el cobertizo del bote, esperó su llegada, pero viendo que no venían subió la cuesta para buscarlas en el campo vecino. Una parte estaba cubierta por un bosquecillo de pinos y del fondo de aquel verdor venía un sonido más claro que el dulce murmullo de los pinos o el chirrido somnoliento de los grillos.

"¡Vaya un cuadro!", pensó Laurie, mirando entre los arbustos.

Era de veras un cuadro precioso; en un rincón de sombra estaban las hermanas, filtrándose sobre ellas los rayos del sol y agitando el viento sus cabellos, mientras los pequeños habitantes del bosque continuaban con sus trabajos como si las jóvenes no fueran extrañas sino antiguas amigas. Meg estaba sentada sobre su almohadón, cosiendo, y parecía tan fresca como una rosa con su traje del mismo color sobre el fondo verde. Beth escogía piñas de las que estaban esparcidas en gran cantidad. Amy dibujaba unos helechos y Jo hacía calceta a la vez que leía en voz alta.

Estaba el chico vacilando entre si marcharse, por no haber sido invitado, y el atractivo que ejercía sobre su espíritu inquieto aquella tranquila compañía. Tan inmóvil estaba, que una ardilla ocupada en su cosecha bajó de un pino a su lado, lo vio de repente y saltó pino arriba, dando tales chillidos que Beth levantó los ojos, descubrió la cara pensativa detrás de los abedules y le dirigió una sonrisa de bienvenida.

—¿Puedo entrar o voy a molestarlas? —dijo, acercándose lentamente.

Meg arqueó las cejas, pero Jo le echó una mirada de reproche y dijo enseguida:

—Claro que puedes entrar. Podíamos haberte invitado antes, pero pensábamos que no te gustaría un juego de chicas como éste.

—Siempre me gustan sus juegos; pero si Meg quiere que me vaya, me iré enseguida.

—No tengo nada que objetar si haces algo, es contra las reglas estar aquí ocioso —respondió Meg gravemente, aunque con gracia.

— Muchísimas gracias, si me permiten quedarme, haré lo que manden, porque allá abajo está uno tan aburrido como en el desierto de Sahara. ¿Quieren que cosa, lea, recoja piñas, dibuje, que haga todo eso a la vez? Digan lo que quieran, estoy listo.

—Acaba este cuento mientras arreglo mi punto de calceta —dijo Jo, pasándole el libro.

—Con mucho gusto —respondió humildemente, y empezó a leer, haciendo lo que podía para demostrar su gratitud por el favor de su admisión en la sociedad de "La abeja industriosa".

La historia no era larga, y cuando acabó se atrevió a hacer unas preguntas.

—Señora, ¿se me permite preguntar si esta instructiva y encantadora institución es nueva?

—¿Se lo diremos? —preguntó Meg a sus hermanas.

—Se va a reír —dijo Amy como aviso.

—¿Qué importa? —contestó Jo.

—Creo que le gustará —añadió Beth.

—¡Claro que me gustará! Les doy mi palabra de no reírme. Comienza, Jo, y no tengas miedo.

— ¡Cómo que te voy a tener miedo a ti! Pues bien. Es el caso que solíamos jugar a "El peregrino" y hemos seguido con ello todo el invierno y el verano.

—Lo sé —dijo Laurie.

—¿Quién te lo dijo? —preguntó Jo.

—Un pajarito.

—No, que fui yo. Se lo dije para entretenerlo una noche en que todas ustedes estaban ausentes y él estaba algo triste. Le gustó, de modo que no me retes, Jo —respondió humildemente Beth.

—No puedes guardar un secreto. Pero no importa; así nos ahorramos explicaciones.

—Sigue, por favor —dijo Laurie, al ver que Jo se entregaba de nuevo a su trabajo.

—¿Qué? ¿No te dijo nada Beth de nuestro proyecto nuevo? Bueno; hemos procurado no desperdiciar nuestras vacaciones y cada una se ha impuesto una tarea. Las vacaciones están casi concluidas, las tareas todas terminadas y estamos muy contentas de no haber perdido el tiempo.

— Lo comprendo —repuso Laurie, pensando en los días ociosos que había pasado él.

—Como mamá desea que estemos al aire libre el mayor tiempo posible, traemos aquí nuestro trabajo y pasamos muy buenos ratos. Por juego llevamos nuestras cosas en estos sacos, nos ponemos sombreros viejos, usamos bastones para subir la cuesta y jugamos a peregrinos, como solíamos hacer hace muchos años. Llamamos esta colina "Las montañas de delicias", porque desde aquí podemos mirar a lo lejos y ver el país donde esperamos vivir algún día.

Jo señaló con el dedo y Laurie se incorporó para mirar, porque por un claro del bosque se podía ver, al otro lado del río ancho y azul, los prados, más allá de los arrabales de la ciudad grande, y las verdes montañas elevándose hacia el cielo. El sol estaba bajo y los cielos se enrojecían con la gloria de un atardecer de otoño. Nubes áureas y moradas cubrían las cumbres, y elevándose en la luz rosada había picos de un blanco plateado, que brillaban como las agujas de la catedral de una ciudad celestial.

—¡Qué bella es la puesta del sol! —dijo suavemente Laurie.

—A menudo es así y nos gusta observarla, porque siempre es diferente pero siempre magnífica —respondió Amy.

—Jo habla del campo donde esperamos vivir algún día; quiere decir el verdadero campo, con sus cerdos, pollos y la siega del heno. Sería agradable, pero quisiera que ese hermoso lugar allá arriba fuese real y que pudiésemos ir allá —dijo pensativa Beth.

— Hay un lugar aún más bello, donde iremos algún día si somos bastante buenos —respondió Meg con su voz dulce.

—¡Se hace tan largo esperar y tan difícil lograrlo! Quisiera volar enseguida allá como vuelan aquellas golondrinas y entrar por aquella puerta magnífica.

—Tarde o temprano llegarás allá, Beth, no hay duda de eso —dijo Jo—. Yo soy la que tendré que trabajar, sufrir, esperar, y al fin puede ser que no logre entrar.

—Yo te haré compañía si eso te sirve de algún consuelo. Tendré que viajar muchísimo antes de llegar a la vista de nuestra ciudad celestial. Si llego tarde, tú dirás algo en favor mío. ¿Verdad, Beth?

Algo en la cara del chico preocupó a su amiguita; pero dijo alegremente, con sus ojos clavados en las nubes:

—Si uno verdaderamente desea ir allá, y lo procura sinceramente toda su vida, pienso que entrará, porque no creo que aquella puerta tenga cerraduras ni guardianes. Siempre me lo imagino en la ilustración de "El peregrino", donde los seres resplandecientes extienden las manos para recibir al pobre cristiano, según sube del río.

—¿No sería una buena diversión si todos los castillos en el aire que hacemos pudieran realizarse y llegáramos a vivir en ellos? —dijo Jo después de una pausa.

— Yo he hecho tantos, que sería difícil elegir cuál de ellos tomaría —susurró Laurie, echándose en la hierba y tirando piñas a la ardilla que lo había descubierto.

—Tendrás que escoger el preferido; ¿cuál es? —preguntó Meg.

—Si digo el mío, ¿dirás tú el tuyo?

—Lo diré si las demás lo dicen también.

—Lo diremos. Vaya, Laurie.

—Después de ver tanto del mundo como deseo, me gustaría vivir en Alemania y tener toda la música que quisiera. Tengo que ser un músico famoso, que todo el mundo se atropelle por oírme, y no he de preocuparme por el dinero ni por los negocios, sino divertirme y vivir para lo que me gusta. Ese es mi castillo favorito. ¿Cuál es el tuyo, Meg?

Meg parecía encontrar un poco difícil decir el suyo y agitaba una rama delante de su cara para espantar mosquitos imaginarios, mientras decía lentamente:

—Desearía tener una casa magnífica, llena de toda clase de cosas hermosas: comidas finas, trajes bellos, muebles hermosos, gente agradable y mucho dinero. Debo ser la dueña de esa casa y gobernarla a mi gusto, con muchas criadas, de modo que no tenga necesidad de trabajar yo misma. No haraganearía, sino que haría el bien, para que todo el mundo me quisiera mucho.

—¿No tendrías un amo en tu castillo? —preguntó picarescamente Laurie.

—Ya he dicho "gente agradable".

—¿Por qué no dices un marido sabio y bueno y unos niños encantadores? Demasiado sabes que sin ellos no sería perfecto tu castillo —dijo bruscamente Jo.

—Ni el tuyo sin caballos árabes, tinteros y novelas.

—¡Claro que no! Tendría un establo lleno de caballos árabes, salas atestadas de libros y escribiría con un tintero mágico, que hiciera tan famosos mis trabajos como la música de Laurie. Antes de entrar en mi castillo, desearía hacer algo admirable que no se olvidara después de mi muerte. No sé lo que será, pero lo espero y algún día pienso sorprenderlos. Creo que escribiré libros para hacerme célebre y rica.; eso concuerda conmigo, de modo que es mi sueño favorito.

—El mío es quedarme tranquilamente en casa con papá y mamá y ayudar en el cuidado de la familia —dijo Beth.

—¿No deseas ninguna otra cosa? —preguntó Laurie.

—Desde que recibí mi pequeño piano estoy perfectamente satisfecha. Sólo deseo que todos tengamos buena salud y estemos juntos; nada más.

—Tengo muchísimos deseos; pero mi favorito es ser pintora, ir a Roma para pintar cuadros bellos y ser la mejor pintora del mundo —fue el modesto deseo de Amy.

—¡Vaya una partida de ambiciosos! Todos menos Beth queremos ser ricos, famosos y extraordinarios. Me pregunto si alguno de nosotros logrará lo que desea —dijo Laurie, mascando hierba como una ternera pensativa.

—Yo tengo la llave de mi castillo, pero falta ver si podrá abrir la puerta — susurró Jo con misterio.

—Yo tengo la llave del mío, pero no me dejan usarla. ¡A la porra la Universidad! —murmuró Laurie.

—¡He aquí la mía! —dijo Amy levantando su lápiz.

—Yo no tengo ninguna —repuso tristemente Meg.

—Sí, que la tienes —contestó Laurie.

—¿Dónde?

—En tu cara.

—¡Tonterías!, eso no sirve de nada.

—Espera y verás si no te trae algo de valor.

Meg ocultó su rubor detrás de la rama y no preguntó más.

—Si vivimos dentro de diez años, vamos a reunirnos para ver cuántos de nosotros han logrado sus deseos —dijo Jo, siempre lista con un proyecto.

—¡Pobre de mí! ¡Qué vieja seré entonces! ¡Tendré veintisiete años! — exclamó Meg, que se sentía ya persona mayor porque acababa de cumplir los diecisiete.

—Tú y yo tendremos veintiséis años, Laurie; Beth tendrá veinticuatro y Amy veintidós. Vaya una compañía venerable.

—Espero que para entonces habré hecho algo de lo cual estar orgulloso; pero soy tan holgazán que temo quedarme atrás, Jo.

— Tú necesitas hacerte un propósito, según dice mamá; y cuando tú lo tengas, ella está segura de que trabajarás bien.

—¿Eso piensa tu mamá? Claro que trabajaré bien, si me dan ocasión —dijo Laurie, incorporándose con súbita energía—. Debo de estar satisfecho para agradar a mi abuelo, y procuro hacerlo, pero va contra mi carácter, ¿comprendes?, y es algo difícil. Él quiere que yo sea comerciante indiano, como fue él, y yo preferiría que me pegaran cuatro tiros. Detesto el té, la seda, las especias y toda esa basura que traen sus barcos viejos, y no me importará que se vayan todos a pique cuando me pertenezcan. Debería contentarse con que vaya a la Universidad, porque si le concedo cuatro años debe liberarme de los negocios; pero él es terco y tengo que hacer lo que él hizo, a menos que rompa con él por completo y haga mi voluntad, como hizo mi padre. Lo haría mañana mismo si hubiera algún otro que le hiciera compañía.

Laurie hablaba con emoción y parecía dispuesto a cumplir su amenaza a la menor provocación, porque, a pesar de sus modales indolentes, sentía el odio propio de los jóvenes a todo lo que fuera sujeción.

—Te aconsejo que te embarques y no vuelvas hasta que hayas triunfado — dijo Jo, cuya imaginación se animaba con el pensamiento de una acción tan temeraria y que simpatizaba vivamente con "las penas de Laurie".

—Eso no está bien, Jo; no debes hablar así, ni Laurie debe seguir tu mal consejo. Hijo, debes hacer lo que desea tu abuelo —repuso Meg con tono maternal—. Haz cuanto puedas en la Universidad, y cuando él se dé cuenta de que procuras complacerlo, estoy segura de que no será tan exigente contigo. Como tú dices, no hay nadie que pueda quedarse con él para acompañarle, y tú no te perdonarías jamás haberlo dejado sin su permiso. No te desanimes ni te impacientes; cumple tu deber y tendrás tu recompensa, como la tiene el buen señor Brooke, a quien respetan y quieren los que lo conocen.

—¿Qué sabes de él?

—No sé más que lo que tu abuelo dijo a mamá; cómo cuidó a su madre hasta que murió y no quiso ir al extranjero por no abandonarla; y cómo ahora mantiene a una vieja que lo cuidó; no se lo dice a nadie, pero es tan generoso, paciente y bueno como puede.

—Sí que lo es, el buen amigo. Es muy de mi abuelo eso de descubrir toda su historia sin decirle nada y luego contar a otros lo bueno que es para que le tengan cariño. Brooke no podía comprender por qué tu madre era tan amable con él, invitándolo a su casa conmigo y tratándolo tan amistosamente. Él pensó que tu madre era la perfección misma, y hablaba de ella día tras día; y de todas ustedes se hacía lenguas. Si alguna vez logro realizar mis deseos, verás lo que hago por Brooke.

—Empieza por hacer algo ahora, no fastidiándolo tanto —dijo severamente Meg.

—¿Cómo sabe usted que lo fastidio, señorita?

—Siempre lo puedo adivinar por la cara con que sale de su casa. Si te has portado bien, parece satisfecho y camina lentamente, como si deseara volver para corregir tu trabajo.

—¡Vaya! ¡Me gusta! ¿De modo que llevas cuenta de las notas buenas y malas que recibo yo por la cara de Brooke, no es eso? Ya he visto que saluda y sonríe cuando pasa bajo tu ventana, pero no sabía que hubieses montado un telégrafo.

—No lo tenemos; no te enojes y, por favor, no le digas nada de lo que te he dicho. Era solamente para demostrarte que me intereso por tus progresos; lo que se dice aquí se dice en confianza, ya lo sabes.

—No me gusta llevar cuentos. Pero si Brooke es un barómetro, procuraré que señale siempre buen tiempo.

—Hazme el favor de no ofenderte; no quise sermonear, ni contar historias, ni ponerme tonta; sólo pensé que Jo estaba alentándote a algo de lo cual tendrías que arrepentirte luego. Eres tan amable con nosotras, que te miramos como si fueras nuestro propio hermano y decimos lo que pensamos. Perdóname; lo dije con buena intención —y Meg le ofreció la mano con gesto amable aunque tímido.

Avergonzado de su momentáneo enojo, Laurie le estrecho la mano con sinceridad, diciéndole:

—Yo soy quien necesita perdón; he estado de muy mal humor todo el día. Me gusta que me señales mis defectos como una hermana; no hagas caso si a veces estoy gruñón; te doy las gracias de todos modos.

Deseoso de expresar que no estaba ofendido, estuvo lo más agradable que pudo, devanó hilo para Meg, recitó poesías para dar gusto a Jo, sacudió piñas para Beth y ayudó a Amy con sus helechos, acreditándose como persona digna de pertenecer a la sociedad de "La abeja industriosa".

En la mitad de una discusión animada sobre las costumbres domésticas de las tortugas — con motivo de haber venido del río uno de estos amables animalitos—, el lejano sonido de una campanilla les avisó que Hanna había preparado el té y que con dificultad podrían llegar a tiempo para la cena.

—¿Puedo venir otra vez? —preguntó Laurie.

—Claro que sí, si te portas bien y eres aplicado, como dice la cartilla — contestó Meg con una sonrisa.

—Lo procuraré.

—Entonces puedes venir y te enseñaré a hacer calceta, como hacen los escoceses; ahora hay gran demanda de calcetines —añadió Jo, agitando el suyo como una bandera de lana azul, mientras se separaban.

Aquella noche, mientras Beth tocaba el piano para el señor Laurence, Laurie, de pie en la sombra de las cortinas, escuchaba al pequeño David, cuya música sencilla calmaba siempre su espíritu tornadizo y miraba al anciano que con la cabeza apoyada en la mano pensaba con ternura en la niña muerta que había querido tanto.

Acordándose de la conversación de la tarde, el chico se dijo con la resolución de hacer el sacrificio alegremente:

—Renunciaré a mi castillo y permaneceré con mi querido y viejo abuelo mientras me necesite, porque no tiene a nadie más que a mí.

CAPÍTULO 14 - SECRETOS

Jo estaba ocupadísima en la boardilla, porque los días de octubre comenzaban a ponerse fríos y las tardes iban acortándose. Por dos o tres horas, tras la ventana bañada por el sol; podía verse a Jo sentada en el viejo sofá escribiendo diligentemente, con las cuartillas esparcidas sobre un baúl ante ella, mientras su ratón amigo se paseaba por las vigas en compañía de su hijo mayor, un hermoso ratonzuelo, al parecer muy orgulloso de sus bigotes. Completamente absorta en su trabajo, garrapateaba Jo hasta que hubo llenado la última página, después de lo cual estampó su firma y soltó la pluma, exclamando:

—¡Vaya! Lo he hecho lo mejor posible. Si esto, no conviene, tengo que esperar hasta que sepa hacer algo mejor.

Echada en el sofá, leyó cuidadosamente el manuscrito, poniendo comas acá y allá, y signos de admiración que parecían globos pequeños; después lo ató con una cinta roja muy vistosa y se quedó mirándolo con expresión grave y pensativa, que mostraba claramente lo serio que había sido su trabajo.

Aquí arriba, el pupitre de Jo era una vieja cocina de hojalata, que colgaba contra la pared. En ella guardaba sus papeles y algunos libros para resguardarlos de las atenciones de su ratón, que, como todos los de su casta, tenía sus aficiones literarias. De aquel receptáculo de hojalata Jo sacó otro manuscrito, y, poniendo los dos en su bolsillo, bajó furtivamente la escalera, dejando a sus amigos que royesen las plumas y se bebiesen la tinta.

Tan sigilosamente como pudo se puso el abrigo y el sombrero, y por la ventana trasera salió al tejadillo del pórtico bajo, se descolgó sobre el suelo de césped e hizo un rodeo para llegar al camino. Una vez allí se calmó, tomó un ómnibus que pasaba y se fue a la ciudad con mucha alegría y misterio.

Si alguien la hubiese observado, hubiera pensado que sus movimientos tenían algo raro, porque tan pronto como bajó del ómnibus echó a andar a buen paso hasta llegar a cierto número de una calle de mucho movimiento. Una vez descubierto el lugar con alguna dificultad, entró en el portal, echó una mirada a la escalera y después de pararse por un minuto salió de repente a la calle, marchándose tan deprisa como había venido. Varias veces repitió la maniobra con gran diversión de cierto joven de ojos negros que la observaba desde la ventana de un edificio de enfrente. Volviendo por tercera vez, Jo se irguió, se caló el sombrero hasta las cejas y subió valientemente escalera arriba, como si fuera a que le sacaran todas las muelas. Había un rótulo de dentista, entre otros, a los lados de la puerta, y después de mirar un momento un par de mandíbulas artificiales, que se abrían y cerraban lentamente para llamar la atención a una dentadura hermosa, el joven se puso su abrigo, tomó su sombrero y bajó a la calle para esperar enfrente de la puerta diciéndose con una sonrisa y un estremecimiento:

— Es muy propio de ella venir sola, pero si pasa un mal rato necesitará que alguien la acompañe a casa.

A los diez minutos Jo bajaba corriendo la escalera, con la cara muy roja y como quien acaba de pasar una dura prueba. Cuando vio al joven no le hizo ni pizca de gracia y pasó de largo, con una inclinación de cabeza; pero él la siguió, preguntándole con simpatía:

—¿Has pasado un mal rato?

—No mucho.

—Has acabado muy pronto.

—Sí, ¡gracias a Dios!

—¿Por qué has venido sola?

—No quería que nadie lo supiera.

—Eres lo más curioso que he visto en mi vida. ¿Cuántas te han sacado?

Jo miró a su amigo como si no lo comprendiera, y entonces se echó a reír, muy divertida por la pregunta.

—Hay dos que quiero que salgan, pero tengo que esperar una semana.

—¿De qué te ríes? Tú escondes alguna picardía —dijo Laurie bastante perplejo.

—Y tú también. ¿Qué hacía usted en esa sala de billar, señor?

—Con su permiso, señora, no es una sala de billar, sino un gimnasio, y tomaba una lección de esgrima.

—Me alegro de oírlo.

—¿Por qué?

—Porque así podrás enseñarme, y cuando representemos Hamlet puedes ser Laertes y tendremos una buena representación de la escena del combate.

Laurie soltó una carcajada que hizo sonreír, a pesar suyo, a varios transeúntes.

—Te enseñaré esgrima, representemos o no Hamlet; es una buena diversión y te hará mantenerte muy derecha. Pero no creo que era ésa tu única razón al decir "me alegro" de modo tan decidido. ¿Verdad que no?

—No, me alegraba de que no estuvieses en una taberna, porque espero que no entres en tales lugares. ¿Lo haces?

—Rara vez.

—Desearía que no lo hicieras nunca.

—No es malo Jo. Tengo mesa de billar en casa, pero no te diviertes si no encuentras buenos jugadores; como yo soy tan aficionado, vengo algunas veces a jugar con Ned Moffat o algunos de los otros jóvenes.

—¡Ay de mí! Lo siento tanto, porque te irás aficionando cada vez más, malgastarás tiempo y dinero y acabarás por parecerte a esos muchachos horribles. Yo esperaba que te mantendrías respetable y que serías el orgullo de tus amigos —dijo Jo, meneando la cabeza.

— ¿No puede un joven divertirse inocentemente de vez en cuando sin perder su respetabilidad? —preguntó Laurie, algo enojado.

—Depende de cómo y dónde se divierte. No me gusta Ned y su compañía, y me complacería que no entraras en ella. Mamá no nos permite invitarlo a nuestra casa, aunque él quiere venir, y si haces como él, tampoco permitirá que juguemos juntos como ahora.

—¿No lo permitirá? —preguntó Laurie con cierta inquietud.

—No; no puede aguantar jóvenes mundanos y preferiría encerrarnos bajo llave antes que permitir amistades con ellos.

—Bueno, no hace falta que saque la llave todavía. No soy mundano ni tengo la intención de serio; pero, de vez en cuando, me gusta alguna travesura inofensiva. ¿No te gustan a ti?

— Sí, si nadie se opone a ello; diviértete, pero no te vuelvas loco, si no quieres que acaben nuestras horas de alegría.

—Seré un santo puro.

—No tolero a los santos; sé un muchacho sencillo, honrado y respetable y nunca te abandonaremos. No sé qué haría yo si te comportaras como el hijo del señor King. Tenía mucho dinero, pero no sabía cómo gastarlo; se hizo borracho y jugador, y acabó por falsificar la firma de su padre, y creo que fue un verdadero escándalo.

—¿Me crees capaz de hacer lo mismo? ¡Muchas gracias!

—No, no lo creo; ¡de ninguna manera! Pero oigo a muchos hablar de las tentaciones del dinero y a veces desearía que fueras pobre. Así no tendría ninguna preocupación.

—¿Te preocupas por mí, Jo?

—Un poquito, cuando pareces malhumorado o descontento, como sucede algunas veces porque te gusta salirte siempre con la tuya. Si un día te echaras por el mal camino, temo que sería muy difícil detenerte.

Por unos minutos Laurie continuó andando sin hablar, y Jo lo observaba, deseando haber refrenado su lengua, porque veía en los ojos del muchacho una expresión de enojo, aunque sus labios seguían sonrientes.

—¿Vas a predicar por todo el camino a casa? —preguntó.

—Claro que no. ¿Por qué lo dices?

—Porque si lo haces, tomaré el ómnibus; si no lo haces, me gustaría caminar contigo y contarte algo muy interesante.

—No predicaré más y me gustaría oír tus noticias.

—Muy bien; ahí van. Es un secreto, y si lo digo, tú tienes que decirme el tuyo.

—Yo no tengo ninguno —comenzó Jo, pero súbitamente detuvo recordando que sí lo tenía.

—Sabes que tienes un secreto; no puedes esconder nada; con que a confesar o no te diré el mío —dijo Laurie.

—¿Es interesante tu secreto?

— ¡Vaya si lo es! ¡Y acerca de personas que conoces, y muy gracioso! Hace tiempo que me desespero por decírtelo. Empieza tú.

—¿No dirás nada en casa?

—Ni una palabra.

—¿Y no me darás la lata con ello cuando estemos solos?

—Nunca doy la lata a nadie.

—Sí que lo haces, y así sacas todo lo que quieres saber. No sé cómo lo haces, pero eres un perfecto adulador.

—Gracias. Venga el secreto.

— Pues bien: le he dejado dos cuentos al director de un periódico, que me dará la respuesta la semana que viene.

—¡Viva la señorita March, la célebre autora! —exclamó Laurie, lanzando su sombrero al aire y recogiéndolo de nuevo, con gran diversión de dos patos, cuatro gatos, cinco gallinas y media docena de niños irlandeses; porque estaban ya en las afueras.

—¡Calla! Quizá no resulte; pero no podía descansar hasta hacer una prueba, y no he dicho nada para que nadie se decepcione.

—¡No habrá decepciones! Tus cuentos son obras de Shakespeare comparadas con la mitad de las tonterías que se publican ahora. ¡Y cómo vamos a gozar al verlas en letras de molde! ¡Qué orgullosos estaremos de nuestra escritora!

Los ojos de Jo brillaron, porque siempre es agradable ver que alguien tiene fe en nosotros.

—¿Y tu secreto? ¡A jugar limpio, Laurie, o no te creeré nunca más!

—Tal vez tenga un disgusto por decírtelo, pero como no he prometido callarme, lo diré, porque nunca estoy satisfecho hasta que no te he contado todas las noticias que tengo, ¡Sé dónde está el guante de Meg!

—¿Y eso es todo?

—Es bastante, como verás cuando te diga dónde está.

—Dímelo entonces.

Laurie se inclinó y susurró tres palabras al oído de Jo que produjeron un gracioso cambio. Se paró y se quedó mirándole de hito en hito por un minuto, sorprendida y contrariada; después continuó andando y dijo bruscamente:

—¿Cómo lo sabes?

—Lo he visto.

—¿Dónde?

—En su bolsillo.

—¿Todo este tiempo?

—Sí; ¿no es romántico?

—No; es horrible.

—¿No te gusta?

—Claro que no me gusta; es ridículo; no se debe permitir. Me subleva; ¿qué dirá Meg?

—No lo dirás a nadie; ya sabes.

—No he prometido nada.

—Eso estaba entendido y confié en ti.

—Bueno; de todos modos, no diré nada por ahora; pero estoy muy disgustada y quisiera no haberme enterado.

—Pensé que te agradaría.

—¿La idea de que alguien viniese para llevarme a Meg? No, gracias.

—Te parecerá mejor cuando alguien venga para llevarte a ti.

—¡Quisiera ver al valiente!

—¡Yo también! —dijo Laurie riéndose.

—No creo que caen bien los secretos; estoy confundidísima desde que me lo dijiste —exclamó Jo.

—Juega una carrera conmigo y se te pasará —propuso él.

Nadie estaba a la vista; el camino liso ondulaba en un declive encantador ante ella, y, no pudiendo resistir la tentación, Jo se lanzó carretera abajo, dejando caer el sombrero y la peineta a medida que corría. Laurie alcanzó primero la meta y estaba satisfecho del éxito de su tratamiento al ver a su doncella jadeante, con el pelo suelto, los ojos brillantes, las mejillas rojas y ningún gesto de enojo en la cara.

—Quisiera ser caballo para poder correr leguas y leguas en este aire magnífico sin perder aliento. Buena ha estado la carrera, pero mira cómo me he puesto. Anda a recoger mis cosas como un buen chico —dijo Jo dejándose caer debajo de un arco que cubría la orilla con un tapete de hojas rojas.

Laurie se fue lentamente a recoger los objetos perdidos mientras Jo se arreglaba las trenzas, esperando que nadie pasaría hasta que estuviese de nuevo arreglada. Pero alguien pasó, ¿Y quién había de ser, sino Meg?, muy seria con su vestido de gala, porque venía de hacer visitas.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó, mirando sorprendida a su desgreñada hermana.

—Recogiendo hojas —respondió Jo humildemente, apartando algunas hojas rosadas que acababa de amontonar.

—Y horquillas —añadió Laurie, echando media docena de ellas en la falda de su amiga—. Crecen en este camino, Meg, y sombreros de paja también.

— Has estado corriendo, Jo. ¿Cuándo vas a dejar tus chiquilladas? —dijo Meg en tono de reprobación.

—Nunca, hasta que no sea vieja y tiesa y tenga que usar una muleta. No trates de hacerme persona mayor antes de tiempo, Meg. Ya tengo bastante con verte cambiar tan de repente; déjame ser niña tanto tiempo como pueda.

Mientras hablaba, Jo se inclinaba sobre su trabajo para esconder el temblor de sus labios, porque ahora se daba cuenta de que Meg se convertía rápidamente en una mujer, y el secreto de Laurie le hizo temer la separación que alguna vez tendría que venir y que ahora parecía más cercana. Laurie notó la angustia en la cara de su amiguita y distrajo la atención de Meg, preguntándole vivamente:

—¿Dónde has estado haciendo visitas tan elegante?

—En casa de los Gardiner, y Sallie me contó la boda de Pelle Moffat. ¡Era magnífico!, y se han ido a pasar el invierno en París. ¡Qué encantador debe ser eso!

—¿La envidias, Meg? —dijo Laurie.

—Temo que sí.

—Me alegro de oírlo —murmuró Jo, atándose el sombrero.

—¿Por qué? —preguntó Meg, sorprendida.

—Porque si te gustan tanto las riquezas, no irás y te casarás con un hombre pobre —dijo Jo, mirando con enojo a Laurie, que le hacía señas que tuviese cuidado con lo que decía.

—Yo nunca iré y me casaré con nadie —observó Meg, echando a andar con mucha dignidad mientras los otros la seguían riéndose, susurrando y saltando encima de las piedras, y comportándose como chiquillos, según Meg decía para sí.

Durante una semana o dos, Jo se condujo de modo tan extraño, que tenía confundidas a sus hermanas. Salía precipitadamente a la puerta cuando llamaba el cartero; trataba descortésmente al señor Brooke siempre que se encontraba con él; se quedaba mirando a Meg largos ratos con cara pensativa, levantándose a veces para sacudirla y después besarla muy misteriosamente. Laurie y ella andaban siempre haciéndose señas y hablando de "águilas reales", hasta hacer creer a las chicas que ambos se habían vuelto locos. Unos quince días después del misterioso viaje de Jo a la ciudad, Meg, cosiendo delante de su ventana, se escandalizó de ver a Laurie corriendo tras de Jo por todo el jardín y alcanzándola, por fin, en la glorieta de Amy. Lo que sucedió allá Meg no lo pudo ver, pero se oyeron carcajadas, seguidas por el murmullo de voces y el sonido de hojas de periódicos en movimiento.

—¿Qué vamos a hacer con esta chica? Nunca quiere portarse como una señorita —suspiró Meg.

—Espero que no se portará como una señorita, porque me gusta como es, tan graciosa y tan amable —dijo Beth, que no había denotado estar algo ofendida de que Jo tuviese secretos con alguien que no fuera ella.

—Es muy molesto, pero jamás lograremos corregirla —añadió Amy.

A los pocos minutos entró Jo precipitadamente, se echó en el sofá y fingió leer.

—¿Tienes ahí algo interesante? —preguntó Meg.

—Un cuento; me figuro que no vale gran cosa —respondió Jo, ocultando cuidadosamente el título del periódico.

—Léelo en voz alta; así nos entretendrás a todas —dijo Amy.

—¿Cómo se titula? —preguntó Beth, extrañada de que Jo mantuviera la cara detrás del pliego.

—"Los pintores rivales".

—Eso suena bien; léelo —dijo Meg.

Después de aclarar la voz y respirar profundamente, Jo comenzó a leer rápidamente la historia. Las chicas escucharon con interés, porque el cuento era romántico y algo patético también; ya que casi todos los personajes morían al final.

—Me gusta lo referente al cuadro magnífico —observó Amy.

—Prefiero la parte amorosa. Viola y Ángelo son dos de nuestros nombres preferidos; es curioso que hayan salido ahí —dijo Meg.

—¿Quiénes el autor? —preguntó Beth.

—Vuestra hermana.

—¿Tuyo? —gritó Meg, dejando caer su costura.

—Está muy bien —dijo críticamente Amy.

—¡Lo sabía! ¡Lo sabía! ¡Oh, Jo mía, qué orgullosa estoy! —exclamó Beth, corriendo a abrazar a su hermana, exaltada por éxito tan magnífico.

¡Qué alegres estaban todas! Meg no podía creerlo hasta que no vio el nombre de "Josephine March" realmente impreso en el periódico; Amy hizo una benévola crítica de los detalles referentes al arte en el cuento; Beth saltaba y cantaba de alegría, Hanna entró para exclamar: "¡Cielo santo, quién lo hubiera creído!", asombrada por la hazaña de "esa Jo"; la señora March estaba justamente orgullosa de su hija. Cómo se reía Jo, con los ojos llenos de lágrimas, al decir que iba a ponerse tan engreída como un pavo real con tantas alabanzas. "El Águila Real" agitaba triunfalmente las alas encima de la casa de los March, mientras circulaba de mano en mano el periódico.

—Cuéntanos todo... ¿Cuándo llegó?... ¿Cuánto te han pagado por él?...

¿Qué dirá papá? ¿No se reirá Laurie? —decía toda la familia a un mismo tiempo, reunida alrededor de Jo.

—Calma, niñas, y se los contaré todo —dijo Jo.

Después de contar cómo había colocado sus cuentos Jo añadió:

— Cuando fui a recibir mi respuesta, el director me dijo que le gustaban ambas, pero que no pagaba a los principiantes; no hacía más que publicar las obras en su periódico para que se dieran a conocer. Era buena práctica, dijo, y cuando los principiantes progresaran, no faltarían editores que les pagaran sus trabajos. Le dejé, pues, las dos historias, y hoy por la mañana me ha enviado esto; Laurie me sorprendió con ello e insistió en verlo; lo dejé hacerlo, y dijo que era muy buena, de manera que escribiré más y él va a conseguir que me paguen la próxima; y... estoy tan contenta, porque con el tiempo podré mantenerme y ayudar a las chicas.

Aquí le faltó el aliento y escondiendo la cabeza en el periódico, derramó algunas lágrimas ingenuas, porque ser independiente y ganar las alabanzas de las personas que amaba eran los deseos más ardientes de su corazón, y aquello parecía el primer paso hacia tan feliz meta.

CAPÍTULO 15 - UN TELEGRAMA

—De todos los meses del año, noviembre es el más desagradable —dijo Meg, de pie ante la ventana, una tarde nublada, mirando al jardín quemado por el hielo.

—Por eso nací yo en él — observó Jo sin darse cuenta del borrón de tinta que se había echado en la nariz.

—Si algo muy agradable sucediese ahora, pensaríamos que es un mes encantador —dijo Beth, que solía verlo todo color de rosa, aun el mes de noviembre.

—Naturalmente; pero en esta familia no sucede nunca nada desagradable —repuso Meg, que estaba desanimada—. Trabajamos todos los días sin ningún cambio y con poca distracción. Es como dar vueltas a una noria.

—¡Ay de mí! ¡Qué tristonas estamos! —exclamó Jo—. No me extraña, pobrecita, porque ves otras muchachas que lo pasan espléndidamente, mientras tú, trabaja que trabaja todo el año. ¡Si fuera tan fácil planearte la vida como lo hago con las heroínas de mis cuentos! Nada tendría que darte en cuanto a belleza y bondad, porque ya tienes bastante; pero arreglaría que un pariente rico te dejara heredera de una fortuna, con la cual podrías despreciar a todos los que te hayan ofendido; ir al extranjero y volver hecha una Señora de Fulano, rodeada de esplendor y elegancia.

—Ya no se dejan fortunas de esa manera; ahora, para tener dinero los hombres tienen que trabajar y las mujeres tienen que casarse. Es un mundo muy injusto —repuso con amargura Meg.

—Jo y yo haremos fortuna para todas ustedes; esperen otros diez años y verán si no lo hacemos — dijo Amy que estaba sentada en un rincón, haciendo pastelillos de barro, como Hanna solía llamar a los modelos de pájaros, frutos y cabezas que hacía con arcilla.

— No puedo esperar, y temo que no tengo mucha fe en la tinta y el barro, aunque agradezco tus buenas intenciones. —Meg suspiró y se volvió de nuevo hacia el jardín helado; Jo, sentada a la mesa, dejó escapar un quejido y abatida se apoyó sobre los codos, pero Amy siguió trabajando con energía, y Beth, sentada a la otra ventana, dijo sonriendo:

—Dos cosas agradables van a suceder enseguida. Mamá viene por la calle y Laurie está cruzando el jardín como si tuviera algo interesante que decirnos.

Ambos entraron; la señora March, haciendo su pregunta acostumbrada: "¿Hay carta de papá, niñas? ", y Laurie, diciendo con tono persuasivo:

—¿No quiere alguien pasear en coche conmigo? He trabajado con las matemáticas hasta marearme y voy a refrescarme con un buen paseo. Es un día gris, pero el aire no es malo y voy a llevar a Brooke a casa. Ven, Jo, tú y Beth me acompañarán; ¿no es verdad? que sí.

—Lo agradezco mucho, pero estoy ocupadísima —dijo Meg, sacando rápidamente su canastilla de costura.

—Nosotras tres estaremos listas en un minuto —agregó Amy, dándose prisa para lavarse las manos.

—¿Puedo serle útil en algo, señora madre? —preguntó Laurie, apoyándose cariñosamente en el respaldo de la silla de la señora March, y hablándole con el tono afectuoso que solía usar con ella.

—No, gracias, sino hacerme el favor de ir al correo, querido. Es día de recibir carta, y no ha venido el cartero. Papá suele ser tan exacto como el sol, pero quizás ha habido algún contratiempo en el camino.

La campana sonó vivamente, interrumpiéndole; un minuto después, Hanna entró con un papel en la mano.

—Uno de esos telegramas, señora —dijo, dándolo como si temiera que estallase o hiciera algún daño.

La señora March lo tomó rápidamente, leyó las dos líneas que contenía y cayó de espaldas en su silla, tan blanca como si el papel le hubiese dado un balazo en el corazón. Laurie corrió escalera abajo, en busca de agua, mientras Meg y Hanna la sostenían, y Jo leyó:

"Señora March: Su esposo está enfermo de gravedad. Venga enseguida. S. Hale Hospital Blanco. Washington."

¡Qué inmovilidad cayó sobre todas cuando escuchaban sin respirar siquiera! ¡Cómo parecía oscurecerse el día y cambiar el mundo entero al reunirse las muchachas alrededor de su madre, con la sensación de que iban a perder toda la felicidad y el apoyo de su vida! La señora March reaccionó pronto, leyó de nuevo el telegrama y abrazando a sus hijas, dijo con voz que no olvidaron nunca: "Tengo que ir inmediatamente: tal vez sea demasiado tarde. ¡Oh, hijas mías, ayúdenme a soportarlo!"

—Durante algunos minutos no se oyeron en el cuarto más que los sollozos; palabras entrecortadas de consuelo, tiernas promesas de ayuda y murmullos de esperanza que acababan en lágrimas. La pobre Hanna fue la primera en reponerse, y, con inconsciente sabiduría, dio el buen ejemplo a todos, pues para ella el trabajo era la panacea de casi todos los males.

—¡Que Dios salve al pobre! No hay que perder el tiempo llorando; voy a arreglar enseguida sus cosas, señora —dijo con cariño, y secándose las lágrimas con el delantal, estrechó respetuosamente la mano de su señora y se fue a trabajar como tres mujeres en una.

—Tiene razón; no hay tiempo para llorar ahora. Hay que calmarse, hijas mías; déjenme pensar.

Trataron de serenarse, mientras su madre se incorporaba, pálida pero más tranquila, y dominando su dolor para pensar y hacer planes para ellas.

—¿Dónde está Laurie? —preguntó luego.

—Aquí, señora; ¡permítame servirle en algo! —gritó el chico, viniendo del otro cuarto, donde se había retirado discretamente para dejarlas solas.

—Telegrafía diciendo que voy enseguida. El primer tren sale temprano por la mañana; lo tornaré.

—¿Qué más? Los caballos están listos; iré a cualquier parte; haré cualquier cosa que usted desee —contestó Laurie dispuesto a volar al fin del mundo.

—Deja una carta en casa de la tía March. Jo, dame esa pluma y ese papel. Jo puso la mesa enfrente de su madre, sabiendo que sería preciso pedir

prestado el dinero para el viaje largo y triste y pensando qué podría hacer ella para aumentar un poco la cantidad necesaria.

—Ahora vete, hijo mío; pero no te mates corriendo a rienda suelta; no es indispensable.

El consejo fue inútil, porque cinco minutos después Laurie, montando en su caballo ligero, pasó por delante de la ventana como si su vida estuviera en peligro.

—Jo, corre al salón y di a la señora King que no puedo ir. En el camino compras estas cosas. Las llevaré conmigo; serán necesarias, y debo ir preparada para hacer de enfermera. Las provisiones del hospital no son siempre buenas. Beth, vete y pide al señor Laurence dos botellas de vino añejo. No soy demasiado orgullosa para pedir limosna por el bien de papá; debe tener lo mejor de todo. Amy, di a Hanna que baje la maleta negra; Meg, ayúdame a encontrar mis cosas porque estoy trastornada.

Escribir, pensar y dirigirlo todo al mismo tiempo era bastante para trastornar a la pobre señora, y Meg le rogó que se sentase tranquilamente en su dormitorio por un rato y que las dejara a ellas hacer el trabajo. Todas se esparcieron, como hojas sacudidas por el viento; y la familia, poco antes tan tranquila y feliz, se vio repentinamente desbandada, como si el papel hubiera contenido un mal sortilegio.

El señor Laurence llegó con Beth, trayendo toda clase de cosas útiles que el buen señor podía pensar y las promesas más amistosas de protección para las chicas durante la ausencia de su madre, lo cual le dio mucho ánimo. Se ofreció a todo, incluso a acompañarla él mismo en el viaje. La señora March no quiso aceptar que el señor anciano hiciera un viaje tan largo, pero no pudo evitar una expresión de alivio cuando él habló del asunto, porque la ansiedad no es buena preparación para un viaje. El notó la expresión, frunció las cejas, se frotó las manos y se marchó de repente, diciendo que volvería pronto. No habían tenido tiempo para acordarse de él otra vez, hasta que Meg, atravesando el vestíbulo con un par de zapatillas en una mano y una taza de té en la otra, se encontró de repente con el señor Brooke.

—Siento mucho la novedad, señorita March —dijo con tono amable, muy grato a su espíritu turbado—. Vengo para ofrecerme a acompañar a su madre. El señor Laurence me ha dado algunos encargos que hacer en Washington y estaré muy contento de poder serle útil a su señora madre allá.

Meg dejó caer las zapatillas, y por poco deja caer también la taza al tender la mano, con tal expresión de gratitud, que el señor Brooke se hubiera sentido más que compensado por un sacrificio mayor que el que iba a hacer.

—¡Qué amables son todos ustedes! Mamá aceptará, estoy segura; y para nosotras será un alivio saber que tiene alguien que cuide de ella. Muchísimas gracias. — Meg hablaba con sentimiento y se olvidó enteramente de sí misma, hasta que una mirada de su amigo hizo que recordase el té, que se estaba enfriando, y lo condujo a la sala, diciendo que llamaría a su madre.

Todo estaba arreglado cuando Laurie volvió con una carta de la tía March, que enviaba el dinero deseado, y unas líneas, repitiendo lo que dijera muchas veces: que era ridículo que March se fuese al ejército, que siempre había profetizado que nada bueno podía resultar de ello, y que esperaba que tomarían su consejo para la próxima vez.

La señora March echó la carta al fuego; puso el dinero en su portamonedas y continuó sus preparativos, con los labios apretados de tal modo que Jo hubiera comprendido.

La tarde corta fue pasando; todos los encargos estaban hechos; Meg y su madre estaban cosiendo algunas cosas necesarias, mientras Beth y Amy preparaban la cena; Hanna acabó su planchado "a golpes", como ella decía y Jo no había llegado aún. Comenzaron a inquietarse, y Laurie se fue a buscarla, porque nadie sabía qué idea loca se le había metido en la cabeza. No la encontró, sin embargo, y a poco Jo volvió con una expresión extraña en la cara, mezcla de broma y de miedo, de satisfacción y de sentimiento, que dejó perpleja a la familia, tanto como el manojo de billetes de Banco que puso delante de su madre diciendo con voz algo entrecortada:

—Esta es mi contribución para ayudar a papá a traerlo a casa.

—Hija mía, ¿dónde has obtenido esto? ¡Veinticinco pesos! Jo, espero que no hayas hecho nada imprudente.

—No; lo obtuve honradamente; no lo he mendigado, ni pedido prestado, ni robado. Lo he ganado; y no creo que me reñirás, porque no hice más que vender lo que me pertenecía.

Al decir esto, Jo se quitó el sombrero y vieron con asombro que su abundante cabellera había sido cortada.

—¡Tu cabello! ¡Tu hermoso cabello! Jo, ¿cómo has podido hacerlo? ¡Tu única belleza! Hija mía, no era necesario... No pareces mi Jo, pero te quiero muchísimo por ello.

Mientras todas expresaban su admiración y Beth abrazaba tiernamente la cabeza esquilada, Jo adoptó un aire indiferente, que no engañó a nadie, y dijo, pasándose la mano por los mechones castaños y tratando de parecer contenta:

—Eso no afecta la suerte de la nación; conque no te lamentes, Beth. Será bueno para mi vanidad; me estaba poniendo demasiado orgullosa de mi peluca. Mi cerebro ganará con quitarse ese peso de encima; siento la cabeza ligera y fresca, que da gusto, y el peluquero dijo que pronto tendría unos bucles como los de un muchacho que me sentarían muy bien y serán fáciles de peinar; estoy contenta; toma por favor el dinero y cenemos.

—Dímelo todo, Jo; no estoy completamente satisfecha, pero no puedo culparte, porque sé con qué buena voluntad has sacrificado tu vanidad, como la llamas, a tu amor. Pero, querida mía, no era necesario y temo que muy pronto te arrepientas —dijo la señora March.

—¡No me arrepentiré! —respondió Jo con firmeza.

—¿Cómo se te ocurrió hacerlo? —preguntó Amy, que antes se hubiera cortado la cabeza que su cabello.

—Bueno, deseaba hacer algo por papá —respondió Jo, mientras se sentaban a la mesa—. Aborrezco pedir prestado tanto como mamá, y sabía que la tía March gruñiría: siempre lo hace cuando se le pide un peso. Meg había dado todo su sueldo trimestral para el alquiler y yo no hice más que comprarme ropa con el mío; así que me sentía egoísta y tenía que obtener dinero aunque tuviese que vender la nariz para ganarlo.

—No debías sentirte egoísta, hija mía; no tenías ropa de invierno y compraste las cosas más sencillas que podías con lo que habías ganado —dijo la señora March.

—Al principio no tenía la menor idea de vender mi cabello; pero andando y pensando qué podía hacer, pasé por una peluquería y vi en el escaparate trenzas con su precio marcado una trenza negra, más larga pero no tan espesa como la mía: costaba cuarenta pesos. De repente se me ocurrió que tenía una cosa de la cual podría sacar dinero, y sin detenerme a pensar entré; pregunté si compraban cabello y cuánto darían por el mío.

—No comprendo cómo te atreviste —respondió Beth, asombrada.

—¡Bah!; era un hombre pequeño, que parecía no vivir más que para aceitarse el cabello. Al principio se me quedó mirando desconcertado, como si no estuviera acostumbrado a ver chicas entrar en su tienda para decirle que les comprase el cabello. Dijo que no le gustaba el mío, que no era del color de moda, y que de todos modos nunca solía dar mucho por ello; que el trabajo de arreglarlo costaba mucho y todo lo demás. Como era tarde, yo temía que si no se hacía enseguida no se haría nunca, y ya saben cuánto me disgusta abandonar una cosa que he empezado; así, le rogué que lo tomara y le expliqué la razón de mi prisa. Tal vez fue una tontería, pero cambió de opinión, porque me excité algo y conté la historia en forma muy desordenada; su esposa estaba oyendo y dijo muy amablemente "Tómaselo, Thomas, para dar gusto a la señorita; lo mismo haría cualquier día para nuestro Jimmy si tuviera una trenza que mereciera venderse."

—¿Quién era Jimmy? —preguntó Amy.

—Su hijo; dijo ella que estaba en el ejército. Qué amistosas se hacen las personas desconocidas con estas cosas. Estuvo charlando todo el tiempo mientras su esposo cortaba mi cabellera y me distrajo muy bien.

—¿No te dio pena cuando comenzó a cortar? —preguntó Meg.

—No; eché una última mirada a mi cabello mientras el hombre preparaba sus cosas, y eso fue todo. Nunca me aflijo por pequeñeces; pero debo confesar que tuve una sensación extraña cuando vi al cabello querido extendido en la mesa y me toqué las puntas cortas y ásperas que me quedaban. Me pareció haber perdido un brazo o una pierna. La mujer me vio mirando mi cabello, y tomando un mechón largo me lo dio para guardarlo. Te lo daré a ti, mamá, como recuerdo de las glorias pasadas; porque se está tan cómoda con el cabello cortado, que no quiero volver a tener una guedeja.

La señora March tomó el mechón ondulado color castaño y lo puso en su escritorio con otro gris. No dijo más que "gracias, querida mía", pero viendo algo en su cara las chicas cambiaron de tema y hablaron lo más alegremente posible de la bondad del señor Brooke, del tiempo que iba a hacer al día siguiente y lo felices que serían cuando su padre volviese a casa para reponerse.

Nadie quería acostarse cuando, a las diez, la señora March dejó la costura y dijo:

—Vengan, hijas mías.

Beth se fue al piano y tocó el himno favorito de su padre; todas comenzaron a cantar valientemente, pero una tras otra se echaron a llorar, hasta que Beth quedó sola, cantando con todo su corazón, porque la música era siempre el mayor de sus consuelos.

—Vayan a dormir y no hablen, porque tenemos que levantarnos temprano y necesitamos todo el descanso posible. Buenas noches, queridas —dijo la señora March.

La besaron silenciosamente y se fueron a la cama, como si el enfermo querido estuviera en el dormitorio próximo.

Beth y Amy se durmieron pronto, a pesar de la pena que sentían, pero a Meg la mantenían despierta los pensamientos más serios que había tenido en su corta vida. Jo estaba tan quieta que su hermana la creía dormida, hasta que un sollozo sofocado la hizo exclamar, al tocar una mejilla húmeda:

—Jo, ¿qué te pasa? ¿Estas llorando por papá?

—No; ahora no es por él.

—¿Por qué, entonces?

— ¡Mi cabello!... ¡Mi cabello!! —sollozó la pobre Jo, tratando en vano de ahogar su emoción en la almohada.

Meg besó y abrazó a la afligida heroína muy tiernamente.

—No es que lo lamente —protestó Jo con voz entrecortada—. Lo haría otra vez mañana si pudiera. Es la parte egoísta de mi ser que se pone a llorar de esta manera tan tonta. No se lo digas a nadie; ya pasó todo. Pensé que dormías; por eso gemí por mi única belleza. ¿Por qué estás despierta?

—¡No puedo dormirme; tan ansiosa estoy! —dijo Meg.

—Piensa en algo hermoso y pronto te dormirás.

—Ya lo he tratado, pero me siento más despierta que antes.

—¿En qué pensaste?

—En caras hermosas; especialmente en ojos —respondió Meg, son— riéndose en la oscuridad.

—¿Qué color te gusta más?

—Castaños..., es decir, a veces... los azules también son hermosos.

Jo se rio; Meg le dijo que no hablase; prometió, amablemente, rizarle el cabello y se durmió, soñando con su castillo en el aire.

Los relojes daban las doce y los dormitorios estaban muy tranquilos, cuando una figura se deslizó de cama en cama, arreglando las mantas aquí, enderezando una almohada allá y deteniéndose a mirar larga y tiernamente cada cara inocente, para besarlas y para elevar las oraciones férvidas que sólo las madres saben pronunciar. Cuando levantó la cortina para ver cómo estaba la noche, apareció detrás de las nubes la luna y brilló sobre ella como un rostro benévolo que parecía susurrar:

—¡Animo, corazón mío! Siempre hay luz detrás de las nubes.

CAPÍTULO 16 - CARTAS

A la fría y débil claridad del amanecer, las hermanas encendieron su lámpara y leyeron sus Nuevos Testamentos con una seriedad jamás experimentada antes. Los libritos estaban llenos de ayuda y consuelo. Mientras se vestían, decidieron decir "adiós" alegremente, de manera que su madre comenzara su viaje sin estar entristecida por lágrimas o quejas.

Todo parecía muy extraño; tanta oscuridad y silencio fuera, tanta luz y movimiento dentro. Parecía raro desayunarse tan temprano, y hasta la cara bien conocida de Hanna era cosa insólita con su gorro de dormir. El baúl grande estaba listo en el vestíbulo; el abrigo y el sombrero de la madre sobre el sofá, y ella misma estaba sentada, tratando de comer, pero tan pálida y quebrantada por el insomnio y la preocupación, que a las chicas les fue muy difícil mantener su resolución. Meg no podía evitar que los ojos se le llenasen de lágrimas. Jo tuvo que esconder la cara en la toalla de la cocina más de una vez, y los rostros de las muchachitas tenían una expresión grave y perturbada, como si la tristeza fuera una nueva experiencia para ellas. Nadie habló mucho, pero al acercarse la hora, y mientras esperaban el coche, la señora March dijo a las chicas, que estaban ocupadas a su alrededor, una, plegando el mantón; la otra, arreglando las cintas del sombrero; la tercera, poniéndole los chanclos; la cuarta, cerrando su saco de viaje:

—Hijas mías, las dejo al cuidado de Hanna y bajo la protección del señor Laurence; Hanna es la fidelidad misma y nuestro buen vecino las cuidará como si fueran sus propias hijas. No temo por ustedes, pero deseo que soporten bien esta pena. No se lamenten ni se quejen mientras estoy ausente, ni piensen que podrán consolarse siendo perezosas y tratando de olvidar. Sigan con su trabajo, porque el trabajo es un consuelo bendito. Tengan esperanza y manténganse ocupadas; y si cualquier cosa sucede, recuerden que nunca podrán quedar sin padre.

—Sí, mamá.

—Querida Meg, sé prudente, cuida de tus hermanas, consulta con Hanna, y en cualquier duda pide consejo al señor Laurence. Ten paciencia, Jo; no te desanimes ni hagas cosas temerarias; escríbanme con frecuencia; sé mi hija valiente, siempre lista para ayudar y animar a las demás. Beth, consuélate con tu música y sé fiel a los deberes domésticos; y tú, Amy, haz cuanto puedas para ayudar; sé obediente y no te pongas triste.

—Sí, mamá, lo haremos, lo haremos.

El ruido del coche que se acercaba las sobresaltó y escucharon. Aquél fue el momento más duro, pero las chicas lo soportaron bien; nadie lloró, nadie se escapó ni lanzó un lamento, aunque estaban tristes al enviar amantes recuerdos a su papá, acordándose de que podría ser demasiado tarde para darlos. Abrazaron en silencio a su madre, estrechándola con ternura, y procuraron agitar alegremente las manos cuando se marchaba.

Laurie y su abuelo llegaron para despedirla, y el señor Brooke parecía tan fuerte, sensato y amable, que las chicas lo apodaron, allí mismo "Gran corazón".

—¡Adiós, queridas mías!; que Dios bendiga y nos guarde a todos — murmuró la señora March, al besar a todas las caras queridas, una tras otra, y apresurarse a subir al carruaje.

Cuando el coche partía salió el sol y ella, mirando atrás, lo vio brillar como una buena señal sobre el grupo reunido en la puerta. Ellas lo vieron también, sonrieron y agitaron las manos; la última cosa que se vio, al doblar la esquina, fue las cuatro caras alegres y detrás de ellas, como su guardián, el viejo señor Laurence, la buena Hanna y el fiel amigo Laurie.

—¡Qué amables son todos con nosotras! —exclamó la señora March.

—No sé cómo podría ser de otro modo —respondió el señor Brooke, riéndose de forma tan contagiosa que la señora March no pudo evitar el sonreírse. Así, con el buen presagio de sol, sonrisas y palabras alegres, comenzó el viaje.

— Estoy como si hubiera ocurrido un terremoto —dijo Jo, sus vecinos volvían a su casa para el desayuno.

—Parece como si se hubiera ido la mitad de la familia dijo tristemente Meg.

Beth abrió los labios para decir algo, pero no pudo hacer más que señalar el montón de medias bien zurcidas que estaban en la mesa de su madre, demostrando que aun durante los últimos momentos tan agitados había pensado en ellas y trabajado para ellas. Era un pequeño detalle, pero las conmovió muchísimo y, a pesar de sus valientes resoluciones, todas se echaron a llorar.

Hanna tuvo el acierto de dejarlas que se desahogaran; y cuando el mal rato dio señales de aclarar, vino para darles ánimo, armada con una cafetera.

—Ahora, señoritas, recuerden lo que ha dicho su madre, y no se acongojen; vengan y tomen todas una taza de café, y después al trabajo, para honrar a la familia.

El café era bueno, y Hanna demostró su tacto al hacerlo aquella mañana. Ninguna pudo resistir sus persuasivos movimientos de cabeza ni la aromática invitación que brotaba por el pico de la cafetera; se sentaron a la mesa, cambiaron sus pañuelos por servilletas y en diez minutos se habían calmado.

—"Esperar y mantenerse ocupado", esa es nuestra divisa; veremos quién la recuerda mejor. Iré a casa de la tía March, como de costumbre. ¡Vaya sermón que me espera! —dijo Jo, mientras bebía su café.

—Yo iré a lo de miss King, aunque preferiría quedarme en casa a cuidar de las cosas —contestó Meg.

—No hace falta; Beth yo podemos arreglar la casa muy bien —agregó Amy, dándose importancia.

—Hanna nos dirá lo que debemos hacer y para cuando vuelvan tendremos todo en orden —añadió Beth.

— Creo que la ansiedad es muy interesante —observó Amy, comiendo azúcar, pensativa.

Las chicas no pudieron menos de reírse, aunque Meg hizo un grave movimiento de cabeza a la señorita que encontraba consuelo en el azucarero.

La vista de los pastelillos calmó a Jo, y cuando las dos salieron a sus tareas diarias se volvieron para mirar hacia la ventana donde solían ver la cara de su madre. No estaba allá; pero Beth se había acordado de la ceremonia doméstica y les enviaba saludos con la cabeza.

—¡Muy propio de Beth! —dijo Jo, agitando el sombrero con cara agradecida—. Adiós, Meg; espero que los King no te fastidiarán hoy. No te acongojes por papá, querida —añadió, mientras se separaban.

—Espero que la tía March no gruñirá. Tu cabello te queda muy bien y pareces un muchacho guapo —repuso Meg.

—Ese es mi único consuelo y levantando su sombrero al estilo de Laurie se separó de su hermana.

Las noticias de su padre consolaron mucho a las chicas; porque, aunque muy grave, la presencia de la enfermera más tierna que podía haber le había hecho bien. El señor Brooke enviaba noticias todos los días, y como cabeza de familia, Meg insistía en leer las cartas, que iban siendo más alegres a medida que pasaba la semana. Al principio, todas estaban deseosas de escribir; los sobres que echaban en el buzón abultaban considerablemente. Como uno de ellos contenía cartas características de toda la compañía, lo hemos robado para leerlas.

Queridísima mamá:

Es imposible decirte la alegría que nos dio tu última carta; las noticias eran tan buenas, que no podíamos menos de llorar y reír al leerlas. ¡Qué amable es el señor Brooke y qué suerte que los negocios del señor Laurence lo detengan cerca de ti tanto tiempo, ya que es tan útil para ti y para papá! Las chicas son ángeles. Jo me ayuda con la costura, e insiste en hacer todos los trabajos duros. Temería que hiciese demasiado si no supiera que "esta disposición moral" no durará mucho; Beth trabaja con la regularidad de un reloj y nunca olvida lo que nos dijiste. Está ansiosa por papá y parece triste, menos cuando está tocando el piano. Amy me obedece y yo la cuido bien. Se arregla el cabello ella misma, y le estoy enseñando a hacer ojales y a zurcir sus medias. Hace cuanto puede y estoy segura de que te sorprenderás de sus progresos cuando vengas. El señor Laurence nos cuida como una gallina a sus polluelos, como dice Jo, y Laurie es muy amable y buen vecino. Él y Jo nos dan ánimo, porque, a veces, nos entristecemos y nos sentimos huérfanas estando tú tan lejos. Hanna es una verdadera santa; no protesta nunca y siempre me llama "señorita Margaret", lo cual está muy bien, y me trata con respeto. Todas estamos bien y ocupadas, pero deseando día y noche que vuelvan ustedes.

Mi amor más tierno a papá, y créeme tu hija que te quiere mucho.

Meg.

Esta carta, esmeradamente redactada en papel perfumado, hacía contraste con la carta siguiente, escrita con garabatos en una hoja grande de papel comercial, adornada con borrones y toda clase de rabos en las letras:

Mi preciosa mamá:

¡Tres vivas por el querido papá! Brooke fue un "hacha" telegrafiando enseguida para que lo supiésemos tan pronto como empezó a mejorar. Cuando vino la carta corrí escalera arriba a la boardilla y traté de dar gracias a Dios por haber sido tan bueno con nosotras, pero no podía hacer más qué llorar y decir: "¡qué contenta estoy!, ¡qué contenta estoy!" ¿No era eso tan bueno como una verdadera oración? Porque repetía muchísimas en mi corazón. Nos pasan cosas muy graciosas; y ahora puedo divertirme con ellas, porque todo el mundo es tan bueno, que es como si viviésemos en un nido de tórtolas. ¡Cuánto te reirías si vieras a Meg sentada a la cabecera de la mesa, tratando de ser maternal! Cada día está más guapa y a veces estoy enamorada de ella. Las niñas son verdaderos arcángeles y yo..., pues soy Jo, y nunca seré otra cosa. Tengo que decirte que por poco riño con Laurie. Le dije con franqueza lo que pensaba de una tontería suya, y se ofendió. Yo tenía razón, pero no debí hablar como hablé y él se fue a su casa diciendo que no volvería hasta que no le pidiese perdón. Yo declaré que no lo haría y me puse muy rabiosa. Esto duró todo el día; me sentía pesarosa y te echaba mucho de menos. Laurie y yo somos ambos tan orgullosos, que nos cuesta mucho pedir perdón, pero yo pensé que él vendría porque yo tenía razón. No vino, y al anochecer me acordé de lo que dijiste cuando Amy se cayó en el río. Leí mi librito, me sentí mejor, decidí no dejar que pasara la noche enojada y corrí para decir a Laurie que me arrepentía. En la puerta del jardín me encontré con él, que venía a lo mismo. Ambos nos echamos a reír, nos pedimos perdón y nos sentimos buenos y contentos de nuevo. Ayer, mientras ayudaba a Hanna a lavar la ropa, compuse un poema; y lo pongo en el sobre para divertir a papá. Abrázalo por mí, y soporta mil besos de parte de tu atolondrada.

Jo.

CANCIÓN DEL LAVADERO

Alegre reina soy del lavadero

y al ver de blanca espuma lleno el balde, canto feliz al tiempo que restriego,

que abono y aclaro y tiendo al aire. El sol sobre la ropa alto pregona que soy una excelente y fiel fregona.

Manchas que afean corazones y almas limpiar del todo con afán quisiera

y que el milagro de las ropas blancas en nosotros también se repitiera. ¡Qué glorioso sería aquel lavado que el corazón dejara inmaculado!

Por el sendero de la vida activa acrecen de paz y de quietud las flores; la mente en el servicio entretenida, lugar no deja a penas ni temores.

De negros pensamientos nos libramos si con ardor la escoba manejamos.

Contenta estoy de verme atareada y al trabajo sujeta cada día; esperanza me da, salud preciada, fortaleza invencible y alegría. ¡Corazón, a sentir! ¡Mente, a pensar! Manos, nunca dejen de trabajar.

Mi querida mamá:

No me queda más espacio que para enviarte mi amor y unos pensamientos desecados de la planta que he guardado en casa para que papá la viese. Cada mañana leo, trato de ser buena todo el día y me duermo cantando el himno de papá. Ahora no puedo cantar "País de los leales"; me hace llorar. Todos son muy amables y somos tan felices como es posible serlo sin ti. Amy quiere el resto de la página, así que debo parar. Doy cuerda al reloj todos los días y ventilo las habitaciones. Besos a mi querido papá en la mejilla que él llama mía. ¡Oh, vuelve pronto! Tu cariñosa hija.

Beth.

Ma cherie mamá:

Estamos todas bien; siempre estudio mis lecciones y nunca corroboro a las chicas. Meg dice que quiero decir contradecir, así que dejo las dos palabras, y tú escogerás la más correcta. Meg me sirve de mucho consuelo y me permite tomar jalea todas las noches con el té; Jo dice que me hace mucho bien, porque me mantiene de buen humor. Laurie no me trata tan respetuosamente como debería, ahora que voy a cumplir trece años; me llama pollita y me ofende hablándome francés muy deprisa cuando digo "Merci" o "Bonjour", como hace Hattie King. Las mangas de mi vestido azul estaban todas gastadas y Meg le puso mangas nuevas, pero no me van bien y son más azules que el vestido. Esto me disgustó, pero no me quejé, porque soporto bien mis penas, pero me gustaría que Hanna pusiera más almidón a mis delantales y que hiciera pastelillos todos los días. ¿No puede hacerlo? ¿No te parece que he escrito muy bien ese signo de interrogación? Meg dice que mi puntuación y ortografía son vergonzosas, y estoy humillada, pero, ¡pobre de mí!, tengo tanto que hacer, que no puedo detenerme a pensar. Adiós. Montones de amor a papá.

Tu hija cariñosa. Amy Curtis March.

Muy señora mía:

Nada más que unas líneas para decirle que lo pasamos de primera. Las chicas son listas y hacen las cosas volando. La señorita Meg va a salir una verdadera ama de casa; tiene gusto para ello y se pone al corriente de las cosas con una rapidez que asombra; Jo les gana a todas en echar a trabajar, pero no se detiene a calcular primero, y usted no sabe lo que va a salir. El lunes lavó un balde lleno de ropa, pero la almidonó antes de retorcerla, y dio añil a un vestido color de rosa, hasta que pensé morirme de risa. Beth es una criatura buenísima y me ayuda muchísimo, tan previsora y prudente. Trata de aprender todo; va al mercado como una persona mayor y, con mi ayuda, lleva las cuentas muy bien. Hasta el presente hemos estado muy económicas; no permito que las chicas tomen el café más que una vez por semana, como usted quiere, y les doy comestibles simples y buenos. Amy no se queja; se pone sus mejores vestidos y come dulces. El señor Laurie es tan travieso como siempre, y a menudo nos revuelve la casa de arriba abajo, pero anima a las chicas; así que no tiro de la cuerda. El señor anciano nos envía muchísimas cosas y es algo pesado, pero lo hace con buena intención y no debo criticarlo. La masa está subiendo y tengo que acabar. Envío mis respetos al señor March, y espero que se haya repuesto.

Su servidora. Hanna Mullet."

Señora enfermera principal de la sala II:

Todo está sereno sobre Rappahannock; los soldados, en perfecto estado; la intendencia, bien conducida; la guardia doméstica, bajo el coronel Teddy, siempre en servicio; el ejército es inspeccionado todos los días por el comandante en jefe, general Laurence. En el campamento, el sargento Mullet mantiene el orden, y el comandante León está de guardia por la noche. Al recibirse las buenas noticias de Washington, se hizo una salva de veinticuatro cañonazos y hubo gran desfile en el cuartel general.

El capitán general envía sus mejores deseos, a los cuales se unen los del coronel Teddy.

Muy señora mía:

Las muchachitos gozan de buena salud; Beth y mi nieto me dan noticias todos los días; Hanna es una criada perfecta: guarda a Meg como un dragón. Me alegro de que continúe el buen tiempo; no vacile en utilizar los servicios de Brooke, y si sus gastos exceden lo calculado, gire sobre mí por la cantidad necesaria. No permita que le falte nada a su esposo. Gracias a Dios que va mejorando.

Su servidor y amigo sincero. James Laurence.

CAPÍTULO 17 - LA PEQUEÑA INFIEL

Durante una semana la cantidad de virtud desplegada en la vieja casa hubiera podido surtir a toda la vecindad. Era sorprendente. Todas parecían poseer una disposición de ánimo celestial, y la abnegación estaba a la orden del día. Pasada la primera ansiedad sobre su padre, las chicas fueron aflojando insensiblemente sus meritorios esfuerzos, volviendo a su conducta acostumbrada. No olvidaron su divisa, pero esperar y mantenerse ocupado fue haciéndose más fácil. Después de esfuerzos tan grandes, sintieron que merecían un descanso y se lo dieron.

Jo pescó un resfriado por no resguardar bastante su cabeza trasquilada y tuvo que quedarse en casa hasta mejorarse porque a la tía March no le gustaba oír leer a las personas resfriadas y roncas. A Jo le vino muy bien, y después de revolver la casa desde la bodega hasta la boardilla, se echó sobre el sofá para cuidar su catarro con arsénico y libros. Amy descubrió que el trabajo de la casa y el arte no hacían buena mezcla, y volvió a sus modelos de arcilla. Meg iba todos los días a casa de los King, y en su casa ella cosía o pensaba hacerlo, pero pasaba mucho tiempo escribiendo largas cartas a su madre o leyendo una y otra vez noticias de Washington.

Beth perseveraba, cayendo rara vez en la ociosidad o en las lamentaciones. Cada día cumplía fielmente todos sus pequeños deberes y muchos de los de sus hermanas también, porque ellas se descuidaban y la casa parecía un reloj que ha perdido el péndulo. Cuando la nostalgia de su madre o los temores por su padre la afligían, se iba a cierto armario, escondía la cabeza entre los pliegues de cierto vestido viejo y derramaba su llantito y hacía su oracioncita tranquilamente y sola. Nadie sabía lo que le daba ánimo después de estar triste, pero todas se daban cuenta de lo dulce y servicial que era Beth, y tomaron la costumbre de pedirle consuelo y consejo en sus asuntos.

—Meg, quisiera que fueras a ver a los Hummel; ya sabes que mamá nos dijo que no los olvidáramos —dijo Beth, diez días después de la partida de la señora March.

—Esta tarde estoy demasiado cansada para ir —respondió Meg, meciéndose cómodamente mientras cosía.

—¿No puedes ir tú, Jo?

—El tiempo está malo para mi catarro.

—Pensaba que ya estabas bien.

—Lo bastante para salir con Laurie, pero no lo suficiente para ir a casa de los Hummel —dijo Jo, riéndose, aunque algo avergonzada de su inconstancia.

—¿Por qué no vas tú misma? —preguntó Meg.

—He ido todos los días; pero el niño está enfermo y no sé qué hacer por él. La madre va a su trabajo y Lotchen lo cuida; pero se pone cada vez peor y creo que tú o Hanna deben ir.

Beth hablaba muy en serio, y Meg prometió ir a la mañana siguiente.

—Pídele a Hanna que te dé algo de comer para llevárselo, Beth. El aire te hará bien —dijo Jo, añadiendo para disculparse—: Yo iría, pero deseo acabar un cuento.

—Me duele la cabeza y estoy tan cansada, que pensé que quizás alguna de ustedes iría —susurró Beth.

—Amy volverá pronto y ella puede ir por nosotras —sugirió Meg.

—Bueno descansaré un poco y la esperaré.

Beth se echó en el sofá; las otras volvieron a su trabajo, y los Hummel quedaron olvidados. Pasó una hora; Amy no vino; Meg se fue a su dormitorio a probarse un vestido nuevo; Jo estaba absorta en su cuento y Hanna dormía a pierna suelta frente al fogón de la cocina. Beth se puso tranquilamente su capucha, llenó su cestillo con varias cosas para los niños pobres y salió al aire frío con la cabeza pesada y una expresión triste en sus ojos pacientes. Era tarde cuando volvió y nadie la vio subir furtivamente la escalera y encerrarse en el dormitorio de su madre. Media hora más tarde, Jo fue al armario de su madre para buscar algo y allí encontró a Beth sentada sobre el botiquín con un aspecto muy solemne, los ojos enrojecidos y un frasco de alcanfor en la mano.

—¡Por Cristóbal Colón! ¿Qué te pasa? —gritó Jo, Mientras Beth extendía la mano, como si deseara mantenerla a distancia, y preguntaba brevemente:

—Has tenido la fiebre escarlatina, ¿no es verdad? Entonces te lo diré. ¡Oh, Jo, el niño se ha muerto!

—¿Qué niño?

—El de la señora Hummel. Se murió en mi falda, antes de que ella volviese a casa —respondió Beth, llorando.

—¡Pobrecita mía, qué terrible para ti! Debía haber ido yo —exclamó Jo, abrazando a su hermana y tomándola en brazos, mientras se sentaba en la butaca de su madre con cara de remordimiento.

—No era terrible, Jo; solo muy triste. Enseguida noté que estaba peor, pero Lotchen dijo que su madre había ido a buscar un médico; así que tomé el niño para que Lotchen descansara. El parecía dormir, pero de repente dio un grito, tembló y se quedó muy quieto. Traté de calentarle los pies y Lotchen le quiso dar leche, pero no se movió, y comprendí que estaba muerto.

—No llores, querida mía. ¿Qué hiciste?

—Me quedé sentada y lo tuve dulcemente hasta que llegó la señora Hummel con el médico. Dijo que había muerto, y miró a Heinrich y a Minna, que tienen dolor de garganta. "La fiebre escarlatina, señora; debía haberme llamado antes", dijo enojado. La señora Hummel le dijo que era pobre y que había tratado de curar al niño; pero ahora era demasiado tarde y no podía hacer más que decirle que cuidara a los otros y esperara de la caridad ayuda. El entonces se sonrió y habló con más amabilidad; pero era muy triste, y yo lloré con ellos hasta que de pronto se dio vuelta y me dijo que volviera a casa y tomara enseguida belladona, o yo contraería la fiebre.

—¡No, no la contraerás! —gritó Jo, estrechándola con expresión de terror—

. ¡Oh, Beth, si enfermaras, no me lo perdonaría jamás! ¿Qué haremos?

—No te asustes; espero que no será grave. Miré en el libro de mamá y noté que comienza con dolor de cabeza y de garganta, y sensaciones extrañas como las mías; tomé belladona y me siento mejor —dijo Beth, poniendo sus manos frías sobre su frente caliente, y tratando de aparentar que estaba bien.

—¡Si mamá estuviera en casa! —exclamó Jo, tomando el libro, con la impresión de que Washington estaba muy lejos. Leyó una página, miró a Beth, le tocó la frente, le miré la garganta y dijo gravemente—: Has estado todos los días con el niño por más de una semana, y entre los otros que están contagiados; temo que la tendrás, Beth. Llamaré a Hanna; ella entiende de todas las enfermedades.

—No permitas que venga Amy, no la ha tenido jamás, y sentiría contagiarla. ¿No podrías tú y Meg tenerla otra vez? —preguntó ansiosamente Beth.

—Creo que no, ni me importa si la tengo; bien empleado me estaría por egoísta, que te dejé ir allá para quedarme escribiendo tonterías —murmuró Jo, mientras iba a pedir consejo a Hanna.

La buena mujer se despertó al instante y se hizo cargo de la situación, diciendo a Jo que no había por qué preocuparse; que todo el mundo tenía fiebre escarlatina y que, con buen cuidado, nadie se moría; Jo lo creyó, y se sintió muy aliviada, mientras iban en busca de Meg.

—Ahora les diré lo que vamos a hacer — dijo Hanna, cuando hubo examinado y hecho preguntas a Beth—. El doctor Bangs vendrá para verte, querida mía, así nos aseguraremos de cuidarte bien desde el principio; luego enviaremos a Amy a casa de la tía March por unos días, para ponerla fuera de peligro; una de ustedes se puede quedar en casa para entretener a Beth.

—Naturalmente, quedaré yo que soy la mayor —comenzó a decir Meg.

—No, seré yo, porque tengo la culpa de que esté enferma. Dije a mamá que yo cumpliría con los encargos y no los hice —contestó Jo con decisión.

— ¿A cuál de las dos quieres, Beth? No hace falta más que una —dijo Hanna.

—Jo, si quieren —repuso Beth, apoyando la cabeza contra su hermana.

—Yo iré a decírselo a Amy —dijo Meg, sintiéndose algo ofendida, pero aliviada al mismo tiempo, porque no le gustaba cuidar enfermos como a Jo.

Amy se opuso con firmeza y declaró apasionadamente que preferiría tener la fiebre antes que irse a casa de la tía March. Meg razonó, rogó y mandó..., sin resultado alguno. Amy declaro que no iría, y Meg la dejó, desesperada, para preguntar a Hanna qué hacer.

Antes de que volviera, Laurie entró en la sala para encontrar a Amy, llorando a lágrima viva, con la cabeza escondida en los almohadones del sofá. Le contó lo que sucedía, con la esperanza de ser consolada; pero Laurie se metió las manos en los bolsillos y se puso a pasear por el cuarto, silbando suavemente, con las cejas fruncidas.

—Vamos... sé una mujercita razonable y haz lo que te dicen. No, no llores; escucha el proyecto que tengo. Irás a casa de la tía March; yo iré todos los días a sacarte para dar un paseo en coche o a pie, y nos divertiremos muchísimo. ¿No será eso mejor que quedarte aquí aburrida?

—No me gusta que me envíen allá como si estorbara —dijo Amy ofendida.

—¡Dios te bendiga, niña! Si lo hacen por tu bien; ¿quieres caer enferma?

—Claro que no; pero quizá lo estaré, porque he estado con Beth todo el tiempo.

—Por eso mismo tienes que irte. Quizás un cambio de aire y algo de cuidado te mantendrán sana, o, por lo menos, contraerás la fiebre más aliviada. Te aconsejo que te marches cuanto antes, porque la fiebre escarlatina no es una cosa de broma, señorita.

—¡Pero es tan triste la casa de la tía March, y tan difícil tratar con ella!... — dijo Amy con aire de espanto.

— No será triste si yo voy todos los días a decirte cómo está Beth y sacarte a pasear. La anciana señora me quiere y yo procuraré hacerme agradable a ella, para que no nos riña por nada que hagamos.

—¿Me sacarás de paseo en el cabriolé tirado por "El Duende"?

—Bajo mi palabra de honor.

—¿Y vendrás todos los días?

—Sin dejar uno.

—¿Y me traerás a casa tan pronto como Beth se ponga buena?

—Al minuto mismo.

—¿E iremos al teatro de verdad?

—A una docena de teatros, si se puede.

—Bueno..., creo que lo haré —susurró lentamente Amy.

—¡Buena niña! Llama a Meg y dile que aceptas —dijo Laurie, dándole palmaditas en el hombro, lo cual contrarió a Amy más que ceder.

Meg y Jo entraron corriendo para ver el milagro que acababa de realizarse, y Amy, sintiéndose muy importante y abnegada, prometió irse si el médico decía que Beth iba a estar enferma.

—¿Cómo está la pequeña? —preguntó Laurie, porque Beth era su favorita, y estaba más preocupado por ella de lo que aparentaba.

—Está acostada en la cama de mamá y se siente mejor. La muerte del niño la perturbó, pero tal vez no tiene más que un catarro. Hanna dice que eso es lo que ella cree, pero parece ansiosa, y eso me inquieta —respondió Meg.

—¡Qué difícil es este mundo! —dijo Jo—. Apenas salimos de un disgusto, entramos en otro. Parece que no tenemos apoyo alguno cuando está ausente mamá; yo estoy perdida.

— Bueno; no te pongas como un erizo; no está bien. Arréglate la peluca, Jo, y dime si debo telegrafiar a tu madre o ayudarlas en algo —preguntó Laurie.

— Eso es lo que me preocupa —dijo Meg—. Creo que debemos decírselo a mamá, si Beth está realmente enferma; pero Hanna dice que no, porque mamá no puede dejar a papá y no haría más que alarmarla... Beth no estará enferma por mucho tiempo y Hanna sabe exactamente qué hacer; además, mamá nos dijo que la obedeciéramos; de modo que debemos hacerlo, pero no estoy muy segura.

—Bueno, no sé. Supongamos que pides un consejo a mi abuelo después que haya venido el médico.

—Lo haremos. Jo, vete a buscar al médico inmediatamente —pidió Meg—. No podemos decidir nada hasta que haya venido.

—Quédate donde estás, Jo; yo soy el recadero de esta casa —dijo Laurie, recogiendo su gorra.

—Temo que estés ocupado —comenzó a decir Meg.

—No; he terminado mis lecciones por hoy.

—¿Estudias durante las vacaciones? —preguntó Jo.

—Sigo el buen ejemplo de mis vecinas —respondió Laurie mientras salía precipitadamente.

—Tengo grandes esperanzas en mi muchacho —observó Jo viéndole saltar la valla.

—Sí; se porta muy bien para ser chico —fue la respuesta poco amable de Meg.

El médico vino; dijo que Beth tenía síntomas de la fiebre; pero pensó que no la tendría muy fuerte, aunque pareció preocuparle lo que le dijeron de las visitas de la niña a casa de los Hummel. Ordenó que alejaran a Amy, y recetó una medicina para resguardarla del peligro. Amy partió acompañada por Jo y Laurie, La tía March los recibió con su hospitalidad acostumbrada.

—¿Qué desean ahora? —preguntó, mirando por encima de sus anteojos, mientras el papagayo, sentado en el respaldo de su silla, gritaba:

—¡Márchate! ¡No queremos chicos!

Laurie se retiró a la ventana y Jo contó lo ocurrido.

—No me sorprende en lo más mínimo, si les permiten visitar a los pobres. Amy puede quedarse aquí y hacerse útil, si no está enferma que no dudo lo estará porque ya lo parece. No llores, niña; me fastidia oír gimotear a la gente.

Amy estaba a punto de llorar, pero Laurie tiró a escondidas de la cola al papagayo, lo cual le hizo gritar: "¡Vaya botas!" de manera tan cómica, que se echó a reír en vez de llorar.

—¿Qué noticias tienes de tu mamá? —preguntó bruscamente la señora anciana.

—Papá está mucho mejor —respondió Jo.

—¿De veras? No durará mucho; March no tuvo nunca mucha correa.

— ¡Ja! ¡Ja! ¡No te apures! ¡Toma rapé! —gritó el pájaro, saltando sobre su percha y agarrando el gorro de la señora, porque Laurie lo hostigaba por detrás.

—¡Cállate, pajarraco sinvergüenza! Jo, deberías marcharte enseguida; no está bien salir tan tarde con un chico atolondrado como...

—¡Cállate, pajarraco sinvergüenza! —chilló el loro, tirándose de la silla y corriendo a picotear al chico, que casi explotaba de risa.

"No creo que podré soportarlo, pero trataré", pensó Amy cuando se quedó sola con la tía March.

—¡Márchate, espantajo! —chilló el loro, y al oír esta grosera agresión, Amy no pudo reprimir un gemido.

CAPÍTULO 18 - DÍAS OSCUROS

Beth tuvo la fiebre y estuvo mucho más grave de lo que todos, excepto Hanna y el médico, sospechaban. Las chicas no entendían de enfermedades y al señor Laurence no se le permitió ver a la enferma, de modo que Hanna asumió el mando y el doctor Bangs, ocupadísimo, hizo cuanto pudo, pero dejó mucho que hacer a tan excelente enfermera.

Meg se quedó en casa, por miedo de llevar el contagio a los King, encargándose del trabajo doméstico y sintiéndose algo culpable cuando escribía a su madre sin decir una palabra de la enfermedad de Beth. No le parecía justo engañarla así, pero le habían dicho que obedeciera a Hanna y ésta no consentía que la señora March se enterase y estuviera acongojada por tal pequeñez. Jo se consagró a Beth día y noche, tarea no difícil, porque Beth era muy paciente y soportaba el dolor sin quejarse mientras podía dominarse. Pero llegó un momento en que, durante los ataques de fiebre, comenzó a hablar con voz ronca y entrecortada, a tocar sobre la colcha con los dedos, como si fuese su querido piano, y trató de cantar con la garganta tan inflamada que no podía dar una nota. No conocía las caras familiares que la rodeaban, y llamaba suplicante a su padre. Entonces Jo se alarmó, Meg pidió permiso para escribir la verdad y aun Hanna dijo que lo "pensaría, aunque todavía no había ningún peligro". Una carta de Washington aumentó sus penas, porque el señor March había sufrido una recaída y no podía pensar en volver por mucho tiempo.

¡Qué oscuros parecían ahora los días, qué triste y solitaria la casa y qué afligidos los corazones de las hermanas, mientras trabajaban y esperaban, con la sombra de la muerte cerniéndose sobre el hogar antes tan feliz!

Fue entonces cuando Meg, dejando caer con frecuencia las lágrimas en su costura, comprendió lo rica que había sido en cosas de más valor que todos los lujos que pudiese comprar el dinero: en amor, protección, paz, salud, las verdaderas bendiciones de la vida. Fue entonces que, Jo, viviendo en el dormitorio oscurecido con la paciente hermanita siempre a la vista y con aquella voz triste sonando en sus oídos, aprendió a ver la belleza y la dulzura del carácter de Beth, y a darse cuenta del lugar profundo y tierno que tenía en todos sus corazones y a reconocer el valor de la abnegación y desinterés de su hermanita. Y Amy, en su destierro, anhelaba estar en su casa para poder trabajar con Beth, recordando con tristeza, llena de arrepentimiento, cuántas tareas descuidadas habían hecho aquellas manos complacientes por ella, de buena voluntad. Laurie frecuentaba la casa como un espíritu inquieto, y el señor Laurence cerró con llave el piano de cola, que le recordaba a la vecina joven, que tan gratas solía hacerle las horas del crepúsculo. El lechero, el panadero, el tendero y el carnicero preguntaban por ella; la pobre señora Hummel vino para pedir perdón por su descuido y para obtener una mortaja para Minna; los vecinos enviaron toda clase de cosas útiles con sus buenos deseos, de modo que hasta los que mejor la conocían se sorprendieron al descubrir cuántos amigos tenía la tímida Beth.

Entretanto, ella estaba en la cama con la vieja muñeca Joanna a su lado, porque aun en su inconsciencia no se olvidó de su favorita abandonada. Deseaba mucho ver a sus gatos, pero no permitió que se los trajeran por miedo a que cayesen enfermos, y en las horas tranquilas se preocupaba mucho por Jo, Enviaba recados cariñosos a Amy, les encargaba dijesen a su madre que pronto le escribiría, y a menudo pedía un lápiz y papel y quería escribir algunas líneas para su padre, para que no creyese que lo olvidaba. Pero pronto terminaron incluso aquellos intervalos de conocimiento, y estaba hora tras hora a agitada por la fiebre, pronunciando palabras incoherentes, o caía en un profundo sopor, que no le permitía descansar. El médico venía dos veces al día. Hanna velaba toda la noche; Meg tenía un telegrama en su escritorio, listo para ser despachado en cualquier momento, y Jo no se separaba del lado de Beth.

El primero de diciembre fue un verdadero día de invierno para ellas, porque soplaba un viento penetrante, nevaba copiosamente, y el año parecía prepararse para morir. Aquella mañana, cuando vino el médico, examinó cuidadosamente a Beth por mucho tiempo, tuvo la mano afiebrada entre las suyas por un minuto, y la soltó tranquilamente, diciendo en voz baja a Hanna:

—Si la señora March puede dejar a su esposo, sería mejor telegrafiarle. Hanna asintió con la cabeza sin decir nada, porque los labios le temblaban nerviosamente; Meg cayó en una silla, porque al oír aquellas palabras las fuerzas la abandonaron; Jo, después de quedarse inmóvil un minuto, muy pálida, corrió a la sala, tomó el telegrama, y echándose encima un abrigo de cualquier manera, salió precipitadamente a la calle. Pronto estuvo de vuelta, y mientras se quitaba el abrigo sin hacer ruido, llegó Laurie con una carta que decía que el señor March mejoraba de nuevo. Jo la leyó con gratitud, pero su corazón seguía tan oprimido y su rostro revelaba tanta tristeza, que Laurie preguntó vivamente:

—¿Qué pasa? ¿Está peor Beth?

—He telegrafiado a mamá —dijo Jo.

—¡Bien hecho, Jo! ¿Lo has hecho por propia decisión?

—No; el médico lo encargó.

—¡Oh, Jo!; ¿tan mal está? —exclamó Laurie alarmado.

—Sí, lo está; no nos conoce, ni habla del rebaño de tórtolas verdes, como suele llamar a las hojas del viñedo en la pared; no parece mi Beth, y no hay nadie para ayudamos a soportarlo; mamá y papá están ausentes, y Dios parece tan lejano que no puedo encontrarlo.

Mientras las lágrimas corrían por sus mejillas, la pobre Jo extendía la mano en un gesto de desamparo, como si buscara ayuda ciegamente en la oscuridad, y Laurie la tomó en la suya, murmurando lo mejor que su emoción le permitió hacerlo:

—Aquí estoy yo; apóyate en mí, querida Jo.

Ella no pudo contestar, pero "se apoyó en él", y el calor de su mano amiga consoló su corazón doliente, pareciendo guiarla al brazo divino, el único que podía sostenerla en su aflicción. Laurie quería decirle algo tierno y consolador, pero al no encontrar palabras adecuadas, permaneció callado, acariciándole suavemente la cabeza como solía hacer su madre. No podría haber hecho nada mejor, porque Jo se sintió más calmada por aquella simpatía mutua, que por palabras suaves.

— Gracias, Teddy; ahora estoy mejor; no me siento tan abandonada, y trataré de soportar lo que venga.

—No pierdas la esperanza; eso te ayudará mucho, Jo. Pronto estará aquí tu madre y entonces todo irá bien.

—¡Me alegro mucho de que papá esté mejor!, ahora no le costará tanto a mamá dejarlo. ¡Ay de mí!, parece como si las penas vinieran todas de una vez, y como si yo llevara la parte más pesada.

—¿No lleva Meg su parte?

—Sí, trata de llevarla, pero ella no quiere tanto a Beth como yo; no la echará de menos. Beth es mi conciencia, ¡y no puedo perderla, no puedo, no puedo!

Jo escondió su cara en el pañuelo mojado y lloró desesperadamente, porque hasta entonces se había mantenido fuerte, sin derramar una lágrima. Laurie le secó los ojos con la mano, pero no pudo hablar hasta que dominó la sensación de un nudo en la garganta. Podrá parecer poco viril pero no podía impedirlo, de lo cual me alegro. Luego, a medida que se calmaban los sollozos de Jo, dijo con tono esperanzado:

—No creo que se muera; es tan buena y todos la queremos tanto, que Dios no se la llevará todavía.

—La gente buena y amada siempre se muere —gimió Jo.

—¡Pobrecita!: ¡estás rendida de cansancio! No es propio de tu carácter desesperarte. ¡Ánimo, que todo se arreglará!

—¡Qué buen médico y amigo eres, Teddy! ¿Cómo podré pagarte?

—Ya te enviaré la cuenta. Esta noche, por lo pronto, te daré algo que te calentará el corazón.

—¿Qué es?

—Ayer telegrafié a tu madre, y Brooke ha contestado que vendrá enseguida; esta noche estará aquí y todo irá bien. ¿No te alegras de que lo haya hecho?

Jo se puso blanca, se levantó precipitadamente, y tan pronto como acabó de hablar le echó los brazos al cuello, y exclamó riendo y llorando a la vez:

—¡Oh, Lauriel! ¡Oh, mamá! ¡Qué contenta estoy! —y se reía histéricamente, temblando y abrazando a su amigo, como si las noticias la hubieran desconcertado.

Laurie, aunque muy sorprendido, se condujo con calma; la acarició tiernamente, y descubriendo que se reponía, completó el tratamiento con unos besos tímidos, que al instante volvieron a Jo a su estado normal. Apoyándose en el pasamano, lo rechazó suavemente, diciendo sin aliento:

—¡No!, ¡No quise hacer eso! ¡Qué atrocidad! Pero fuiste tan bueno telegrafiando a pesar de las órdenes de Hanna, que no pude menos de abrazarte. Dímelo todo, y no me des vino otra vez; me hace portar como una tonta.

—No me importa —dijo Laurie, riéndose—. Pues, verás: Yo estaba inquieto y mi abuelo también. Pensábamos que Hanna abusaba de su autoridad, y que tu mamá debía saber lo que pasaba. No nos perdonaríamos jamás si Beth..., bueno, si sucediera algo. Así convencí a mi abuelo de que era hora de intervenir, y salí disparando a Telégrafos, porque el médico me pareció preocupado y Hanna casi no comió cuando propuse telegrafiar. No soporto que me reten; eso me decidió y lo hice. Tu mamá vendrá, estoy seguro, el último tren llega a las dos de la mañana. Iré a esperarla; lo único que tienes que hacer es contener tu alegría y procurar que Beth esté tranquila hasta que tu madre llegue.

—¡Laurie, eres un ángel! ¿Cómo podré agradecértelo?

—Abrázame otra vez —dijo Laurie, con picardía.

—No, gracias. Cuando venga tu abuelo lo haré por su conducto. No te burles de mí; vete a casa y descansa, porque tendrás que velar la mitad de la noche. ¡Que Dios te bendiga, Teddy!

Jo se había retirado a un rincón mientras hablaba, y al terminar desapareció precipitadamente en la cocina, donde se sentó y les dijo a los gatos reunidos allí lo contenta que estaba.

—Es el muchacho más entrometido que he visto en mi vida, pero lo perdono, y espero que la señora March llegará cuanto antes —dijo Hanna, con alivio, cuando Jo le dio la noticia.

Meg se alegró en silencio, y se sumergió después en la carta, mientras Jo arreglaba el dormitorio e la enferma y Hanna preparaba dos pasteles por si había compañía inesperada. Una corriente de aire fresco parecía soplar por toda la casa, y algo mejor que la luz del sol alegraba los cuartos tranquilos; todo parecía experimentar un cambio lleno de esperanza; el pájaro de Beth se puso a cantar de nuevo, y una rosa medio soplada por el viento fue descubierta en el rosal de Amy, que crecía al lado de la ventana; los fuegos parecieron arder con viveza inusitada, y cada vez que las chicas se encontraban, sus caras se iluminaban con sonrisas, mientras se abrazaban susurrando:

—¡Viene mamá! ¡Viene mamá!

Todas se alegraban menos Beth, sumida en un estupor profundo, sin idea de esperanza o de alegría, de duda o de peligro. Daba pena verla, la cara rosada en otro tiempo, tan cambiada y pálida; las manos, débiles y flacas; los labios, antes sonrientes, mudos, y el cabello, siempre tan bien arreglado, esparcido en la almohada, desordenado y enredado. Todo el día estuvo así, despertándose sólo de vez en cuando para murmurar "agua", con labios tan secos que apenas podían pronunciar la palabra; todo el día Jo y Meg la cuidaron, observando, esperando y poniendo su fe en su madre y en Dios; y todo el día sopló un viento furioso y las horas pasaron lentamente. Por fin anocheció; cada vez que el reloj daba una hora, las hermanas, sentadas a uno y otro lado de la cama, se miraban con ojos más alegres, porque con cada hora se acercaba más el auxilio. El médico había venido para decir que probablemente antes de medianoche habría un cambio para mejor o peor, y que a esa hora volvería.

Hanna, completamente rendida, se acostó en el sofá a los pies de la cama, quedándose profundamente dormida; en la sala, el señor Laurence iba y venía, con la sensación de que era preferible afrontar una batería de cañones rebeldes que la cara de la señora March cuando entrara; Laurie estaba echado en la alfombra, fingiendo descansar, pero mirando fijamente el fuego con expresión pensativa, que hacía tan hermosos sus ojos negros.

Las chicas no olvidaron jamás aquella noche, durante la cual no pudieron cerrar los ojos, con esa sensación terrible de impotencia que se apodera de nosotros en tales ocasiones.

—Si Dios nos deja a Beth, jamás volveré a quejarme —susurró Meg con sinceridad.

—Si Dios nos deja a Beth, trataré de amarle y servirle toda mi vida — respondió Jo con igual fervor.

—Quisiera no tener corazón, tanto me duele —suspiró Meg después de una pausa.

—Si la vida es a menudo tan dura como esto, no veo cómo podremos resistirla —añadió su hermana con desesperación.

En esto el reloj dio las doce y ambas se olvidaron de sí mismas para observar fijamente a Beth, porque imaginaron ver un cambio en la cara pálida. La casa estaba tan tranquila como la muerte, y sólo el soplar del viento rompía el silencio profundo. Hanna seguía durmiendo, y nadie más que las hermanas notaron la sombra pálida que pareció caer sobre la cara pequeña. Pasó una hora y nada sucedió, más que la silenciosa salida de Laurie a la estación. Pasó otra y todavía no venía nadie; las pobres chicas empezaron a temer que la tormenta hubiera causado retrasos o accidentes en el camino, o, lo que era peor, que hubiera sucedido algo malo en Washington.

Eran más de las dos cuando Jo, que estaba en la ventana pensando qué triste parecía el mundo en su mortaja de nieve, oyó un movimiento en la cama, y, volviéndose con rapidez, vio a Meg, de rodillas delante de la butaca de su madre, con la cara escondida. Un miedo terrible la acometió con el pensamiento: Beth ha muerto y Meg no se atreve a decírmelo.

Volvió al punto a su puesto y observó un cambio extraordinario. El rubor de la fiebre Y la expresión de dolor habían desaparecido, y tan tranquila y pálida estaba la pequeña cara querida en ese descanso completo, que Jo no sintió deseos de llorar o quejarse. Inclinándose sobre aquella hermana queridísima, besó su frente húmeda con mucha emoción y murmuró suavemente: ¡Adiós, Beth mía, adiós!

Como si el movimiento la hubiera despertado, Hanna se levantó sobresaltada, se acercó a la cama, miró a Beth, le tocó las manos, escuchó su respiración y después echándose el delantal por encima de la cabeza, se sentó en la mecedora, exclamando en voz baja: "La fiebre ha pasado; el sueño es natural; tiene la piel húmeda y respira con facilidad. ¡Gracias a Dios! ¡Bendito sea el cielo!"

—Sí queridas mías, creo que la muchachita se repondrá esta vez. No hagan ruido; déjenla dormir, y cuando se despierte denle...

Lo que habían de darle, ninguna de las dos hermanas lo oyó, porque ambas se deslizaron hacia el rellano oscuro, y sentándose en la escalera, se abrazaron, demasiado conmovidas para expresar de otro modo su alegría. Cuando volvieron, encontraron a Beth, acostada como solía estar, con la mejilla apoyada en la mano, sin la terrible palidez anterior y respirando naturalmente como si acabara de dormirse.

—¡Si viniera mamá ahora! —dijo Jo, cuando comenzaba a clarear.

—Mira —susurró Meg, entrando con una rosa blanca medio abierta en la mano—, era para Beth si nos dejaba; durante la noche se ha abierto. Voy a ponerla aquí en mi florero, para que cuando se despierte lo primero que vea sea la rosita y la cara de mamá.

Nunca había salido el sol con tanta belleza ni había parecido tan encantador como surgió a los ojos de Meg y Jo, cuando observaban el amanecer al terminarse la triste y larga velada.

—Parece una tierra de hadas —dijo Meg.

—¡Escucha! —gritó Jo, levantándose precipitadamente.

Abajo se oía sonido de cascabeles, una exclamación de Hanna y después la voz de Laurie que susurraba alegremente:

—¡Niñas, ha llegado; ha llegado!

CAPÍTULO 19 - EL TESTAMENTO DE AMY

Mientras sucedían estas cosas, Amy pasaba malos ratos en casa de la tía March. Se le hacía muy duro el destierro, y por primera vez en su vida apreció lo mimada que la tenían en su casa. La tía March no mimaba a nadie (no lo creía bueno), pero quería ser amable, porque le gustaba mucho la bien educada niña, y la tía March conservaba alguna ternura en su corazón anciano para las niñas de su sobrino, aunque no creyese conveniente demostrarlo. En realidad, hacía cuanto podía para hacer feliz a Amy; pero, ¡qué equivocaciones cometía! Hay ancianos que se mantienen jóvenes de corazón a pesar de sus arrugas y canas; pueden comprender los pequeños cuidados y alegrías de los niños; hacerlos sentirse a gusto y esconder lecciones sabias bajo juegos agradables, haciéndose amigos de la manera más dulce. La tía March no tenía este don. Fastidiaba a Amy con sus reglas y mandatos, sus modales rígidos y sus discursos largos y pesados. Al descubrir que la niña era más dócil y complaciente que su hermana, la anciana se sintió en el deber de contrarrestar en lo posible los malos efectos de la libertad e indulgencia del hogar. Tomó a su cargo a Amy y la educó como la habían educado a ella hacía sesenta años; procedimiento que desanimó a Amy, dándole la sensación de una mosca prendida en una tela de araña muy severa.

Todas las mañanas tenía que fregar tazas y frotar las cucharillas, la tetera gruesa de plata y los vasos, hasta sacarles brillo. Después, limpiar la tierra del cuarto. Ni una mota escapaba a los ojos de la tía March, y todos los muebles tenían patas torneadas y talladas que nunca se habían limpiado a la perfección.

Después había que dar de comer al loro, peinar al perro y subir y bajar las escaleras doce veces para buscar cosas o recados, porque la anciana señora era muy coja y rara vez dejaba su butaca. Terminadas estas aburridas tareas, debía estudiar. Entonces le permitía tomar una hora para hacer ejercicio o jugar, y ¡cómo se divertía!

Laurie venía todos los días, y con mucha habilidad lograba que la tía March dejara salir a Amy con él, y entonces paseaban, iban a caballo y se divertían mucho. Después de la comida tenía que leer en voz alta y sentarse inmóvil mientras dormía su tía, lo cual solía hacer por una hora, porque se quedaba dormida con la primera página. Entonces aparecía la costura de retacitos o de toallas, y Amy cosía con humildad exterior y rebeldía interior hasta el crepúsculo, cuando tenía permiso para divertirse hasta la hora del té. Las noches eran lo peor de todo, porque la tía March se ponía a contar cuentos de su juventud, tan pesados que Amy deseaba acostarse, con la intención de llorar su suerte cruel, aunque generalmente se dormía sin haber derramado más que una o dos lágrimas.

Sin la ayuda de Laurie y de la vieja Ester, la doncella, no hubiera podido aguantar aquel tiempo terrible. El loro bastaba para volverla loca, porque pronto descubrió que no agradaba a la niña y se vengó con toda clase de travesuras. Cada vez que se acercaba a él le tiraba del cabello; volcaba el pan con leche para enojarla cuando acababa de limpiar su jaula; hacía ladrar al perro, picoteándolo, mientras dormitaba la señora; le daba nombres poco gratos delante de los demás, y se portaba, en fin, como un pajarraco insoportable. Tampoco podía ella aguantar al perro, animal regordete e irritable, que le gruñía mientras lo cepillaba, y solía echarse al suelo patas arriba cuando quería algo de comer, lo que ocurría una docena de veces al día. La cocinera tenía mal genio, el viejo cochero era sordo y Ester era la única persona que hacía algún caso de la señorita.

Ester era francesa, había vivido con "Madame" — como solía llamar a su señora— por muchos años, y dominaba a la anciana, que no podía prescindir de ella. Simpatizó con la señorita y la divertía mucho con cuentos curiosos de la vida en Francia, cuando Amy estaba sentada a su lado, mientras ella planchaba los encajes de la señora. Ella le permitió vagar por la casa grande para examinar las cosas bonitas y raras colocadas en armarios espaciosos y cofres antiguos, porque la tía March almacenaba artículos como una urraca.

Lo que más le gustaba a Amy era un bargueño lleno de cajoncitos y lugares secretos, en los cuales había toda clase de algunas de gran valor, otras nada más que curiosas, todas joyas más o menos antiguas. Examinar y poner en orden aquellas cosas agradaba mucho a Amy, sobre todo los estuches de joyas en los cuales, sobre almohadillas de terciopelo, estaban éstas, que habían adornado a una dama hermosa hacía cuarenta años. Allí se encontraba el juego de granates que la tía March había llevado cuando se puso de largo; las perlas, regalo de boda de su padre; los diamantes de su novio; las sortijas y prendedores de luto de azabache; los medallones con fotografías de amigas ya difuntas y mechones de cabello dentro de ellos; las pulseras pequeñas, que habían pertenecido a su única hija; el gran reloj de bolsillo del tío March con el dije rojo, y en un cofrecito, solo el anillo de boda, ahora demasiado pequeño para su dedo gordo, pero puesto cuidadosamente allí como la joya más preciosa de todas.

—¡Cuál escogería la señorita si le dieran a elegir? —preguntó Ester, que siempre se sentaba cerca para cuidar y cerrar con llave las cosas preciosas.

—Prefiero los diamantes, pero no hay un collar entre ellos y me gustan mucho los collares. Elegiría esto si pudiera —respondió Amy, mirando una sarta de cuentas de oro y ébano, de la cual colgaba una cruz pesada.

— Yo también lo desearía, pero no como collar. ¡Ah, no! Para mí es un rosario que usaría como buena católica que soy —dijo Ester.

—Parece obtener usted mucho consuelo de sus rezos, Ester. Me gustaría hacer lo mismo.

—Si la señorita fuera católica lograría verdadero consuelo; pero como no puede ser, sería bueno que se retirase cada día para meditar y rezar, como hacía la buena señora a quien yo serví antes de venir a casa de madame. Aquella señora tenía una capillita, donde encontraba consuelo para muchas penas.

—¿Convendría que yo lo hiciese también? —preguntó Amy, que en su soledad sentía la necesidad de alguna clase de ayuda y había observado que olvidaba fácilmente su librito ahora que no estaba Beth a su lado para recordárselo.

—Sería excelente y encantador, y yo le arreglaré con mucho gusto el tocador pequeño, si lo desea. No diga nada a madame, pero mientras ella duerme siéntese allí sola por un ratito para tener pensamientos buenos y pedir al buen Dios que sane a su hermana.

Ester era verdaderamente piadosa y enteramente sincera en su consejo, porque tenía un corazón tierno y simpatizaba con las hermanas en su aflicción. Amy encontró atractivo el plan y le permitió arreglar el tocador junto a su dormitorio, con la esperanza de que le haría algún bien.

—Desearía saber dónde irán todas estas cosas hermosas cuando muera la tía March —dijo, mientras guardaba lentamente el rosario y cerraba los estuches de joyas, uno tras otro.

—A usted y sus hermanas. Lo sé; madame confía en mí; firmé como testigo de su testamento y debe ser así —susurró Ester, sonriendo.

—¡Qué gusto! Pero quisiera que me los dejara tener ahora. No son agradables las demoras —observó Amy, echando una última mirada a los diamantes.

—Es demasiado pronto para que las señoritas lleven estas cosas. La primera que se case recibirá las perlas; madame lo ha dicho, y me imagino que el pequeño anillo de la turquesa le será regalado a usted cuando se marche, porque madame está complacida por su buena conducta y sus modales encantadores.

—¿Lo cree usted? Seré dócil como un cordero si puedo tener ese hermoso anillo. Después de todo, me gusta la tía March —y Amy se lo probó con la firme resolución de merecerlo.

Desde aquel día fue un modelo de obediencia, y la anciana señora admiró satisfecha el éxito de sus instrucciones. Ester arregló el cuarto con una mesita, puso un taburete en frente de ella y encima un cuadro que sacó de uno de los cuartos cerrados. Pensó que no era de gran valor, pero lo eligió por creerlo adecuado, sabiendo muy bien que madame no lo sabría ni haría caso aunque lo supiera. Sin embargo, era una copia valiosa de un famoso cuadro, y los ojos de Amy, ávidos de belleza, no se cansaban de contemplar el dulce rostro de la Virgen Madre, mientras su corazón permanecía ocupado con sus propios pensamientos tiernos. En la mesita tenía su pequeño Testamento, su libro de himnos y un florero, lleno de las mejores flores que le traía Laurie. Cada día entraba para "sentirse sola", entregada a pensamientos buenos y pidiendo al buen Dios que sanara a su hermana.

En todo esto la muchachita era muy sincera, porque sola, fuera del nido doméstico, sintió tan vivamente la necesidad de una mano cariñosa a la cual agarrarse que instintivamente se volvió al Amigo, fuerte y tierno, cuyo amor paternal rodea a sus hijos pequeños. Extrañaba la ayuda de su madre para comprender y manejarse, pero como le habían enseñado dónde buscar, hizo cuanto pudo para hallar el camino y marchar por él confiadamente. Pero Amy era una peregrina joven, con una carga que se le hacía muy pesada. Trató de olvidarse de sí misma, de mantenerse alegre y sentirse satisfecha con hacer bien, aunque nadie la viese ni la alabase. Durante sus primeros esfuerzos, para ser muy buena, decidió hacer su testamento, como había hecho la tía March; de modo que si cayera enferma y muriese, sus bienes pudieran ser justa y generosamente repartidos. Mucho le costó el solo pensamiento de renunciar a sus pequeños tesoros, tan preciosos a sus ojos como las joyas de la anciana señora.

Durante una de sus horas de recreo redactó lo mejor posible el importante documento, con alguna ayuda de Ester para ciertas frases legales; cuando la buena francesa hubo firmado, Amy se sintió aliviada y lo puso a un lado para mostrárselo a Laurie, a quien necesitaba por segundo testigo. Como era un día lluvioso subió a uno de los dormitorios grandes para divertirse, y llevó al loro como compañero. En aquel cuarto había un armario lleno de vestidos antiguos, con los cuales Ester le permitía jugar. Su diversión favorita era vestirse con los brocados descoloridos y pasear delante del espejo grande, haciendo reverencias ceremoniosas, y ondulando la cola de su traje con un crujido que la encantaba. Aquel día estaba tan ocupada que no oyó a Laurie tocar la campana ni lo vio observándola a escondidas, según iba y venía, haciendo coqueterías con su abanico y sacudiendo la cabeza, que lucía un turbante color de rosa, en raro contraste con el traje de brocado azul y la falda amarilla. Tenía que andar con cuidado, porque se había puesto zapatos de tacones altos. Era gracioso verla andar tan afectadamente, con su traje brillante, y el loro pavoneándose a sus espaldas, imitándola tan bien como podía y parándose de vez en cuando para exclamar: "¡Qué guapos estamos! ¡Vete, espantajo! ¡Bésame, querida! ¡Ah! ¡Ah!"

Reprimiendo con dificultad una explosión de risa, por temor de ofender a su majestad, golpeó Laurie la puerta y fue recibido graciosamente.

— Siéntate y descansa, mientras me quito estas cosas; después quiero pedirte consejo sobre algo muy grave —dijo Amy, una vez que terminó de mostrar sus esplendores y empujado al loro a un rincón—. Este pájaro es la prueba de mi vida —continuó, quitándose el turbante rosa, mientras Laurie se sentaba a caballo en una silla—. Ayer mientras dormía la tía March y yo trataba de estar quieta como un ratoncito, el loro se puso a gritar y a sacudir las alas en su jaula, fui para sacarlo y descubrí una araña grande. La eché fuera y corrió el loro, diciendo cómicamente "Sal a paseo, querida." No pude menos de reírme, lo cual hizo jurar al loro, despertando a la tía, que nos retó a los dos.

—¿Aceptó la araña la invitación de salir? —preguntó Laurie.

—Sí, salió, y el loro se escapó espantado y se refugió en la butaca de la tía, gritando: " ¡Tómala, tómala, tómala!" mientras yo perseguía a la araña.

— ¡Mentira! ¡Mentira! ¡Oh! ¡Oh! —gritó el loro picoteando los pies de Laurie.

—Te torcería el pescuezo si fueras mío, pajarraco —agregó Laurie, amenazándolo con el puño; el pájaro ladeó la cabeza y dijo gravemente: "¡Aleluya! ¡Bendita sea tu cara!"

—Ya estoy lista —dijo Amy, cerrando el armario y sacando un papel de su bolsillo—. Deseo que me hagas el favor de leer esto y de decirme si es legal y correcto. Creo que debo hacerlo, porque la vida no es segura y no deseo que haya discusión alguna sobre mi sepultura.

Laurie se mordió los labios y leyó el documento siguiente con gravedad digna de alabanza, si se considera su contenido:

MI ÚLTIMO TESTAMENTO

Yo, Amy Curtis March, estando en mi sano juicio, doy y lego toda mi propiedad personal, que es a saber, pongo por caso:

A mi padre, mis mejores cuadros, dibujos, mapas y obras de arte, con inclusión de los marcos. También mis cien dólares, para que haga con ellos lo que guste.

A mi madre, todos mis vestidos, excepto el delantal azul con bolsillos; también mi retrato y mi medalla, con muchísimo amor.

A mi querida hermana Meg, doy mi anillo de turquesa (si lo recibo); también mi cajita verde con la estampa de tórtolas; también mí pedazo de encaje verdadero para su cuello, y mi dibujo de ella, como un recuerdo de "su niñita".

A Jo, mi prendedor de pecho, el reparado con lacre; también mi tintero de bronce (ella perdió la tapa) y mi precioso conejo de yeso, porque me arrepiento de haber quemado su manuscrito.

A Beth. (si me sobrevive), doy mis muñecas y el pequeño escritorio, mi abanico, mis cuellos de hilo y mis zapatillas nuevas, si puede ponérselas, pues probablemente estará delgada después de su enfermedad. Y con esto le dejo también mi arrepentimiento de que me burlé de su vieja muñeca Joanna.

A mi buen amigo y vecino Theodore Laurence, lego mi cartera de papier maché; mi modelo en yeso de un caballo, aunque él dijo que no tenía cuello. También en recompensa a su mucha benevolencia en horas de aflicción, cualquiera de mis obras artísticas que prefiera; Nuestra Señora es la mejor.

A nuestro venerable bienhechor el señor Laurence, lego mi cajita púrpura, con un espejo en la tapa, que será buena para sus plumas y le recordará a la niña fallecida, que le da las gracias por los favores hechos a su familia, en especial a Beth.

Deseo que mi amiga Kitty Bryant reciba el delantal de seda azul y mi anillo de cuentas doradas, con un beso.

A Hanna doy la cajita de cartón que deseaba y toda la obra de retacitos, con la esperanza que "se acordará de mí cuando los mire".

Y ahora, habiendo dispuesto de mi propiedad de más valor, espero que todos quedarán contentos y no se quejarán de la muerta. Perdono a todos y tengo la confianza de que nos encontraremos cuando suene la trompeta. Amén.

A este testamento pongo mi firma y sello en este día vigésimo de noviembre.

Anno Domini 1861.

Amy Curtis March (Testigos): Estelle Valnor, Theodore Laurence.

Este último nombre estaba escrito con lápiz y Amy explicó que él debía escribirlo con tinta y sellar el documento formalmente.

—¿Cómo se te ocurrió hacer esto? ¿Te ha dicho alguien que Beth ha dado sus cosas a los demás? —preguntó gravemente Laurie, mientras Amy ponía delante de él un pedazo de cinta roja, con lacre, una bujía y un tintero.

Ella se explicó, y después preguntó ansiosamente:

—¿Qué has dicho de Beth?

—Siento mucho haber hablado; pero ya que he empezado, te lo diré; un día se sintió tan enferma que dijo a Jo que deseaba dar su piano a Meg, su pájaro a ti y la pobre muñeca vieja a Jo, que la querría por amor a ella. Sentía no tener más para dar y dejaba bucles de su pelo a los demás y sus mejores cariños a mi abuelo. Ella no pensó nunca en un testamento.

Laurie firmaba y sellaba según hablaba y no levantó los ojos hasta que una lágrima grande cayó en el papel. La cara de Amy estaba llena de pena; pero no dijo más que:

—¿No se acostumbra a poner alguna clase de posdata a los testamentos algunas veces?

—Sí, codicilos los llaman.

—Entonces pon uno en el mío: que deseo que todos mis bucles sean cortados y dados a mis amigos. Lo olvidé; pero quiero que se haga, aunque estropee mi aspecto.

Laurie lo añadió, sonriéndose del último y mayor sacrificio de Amy. Después la entretuvo por una hora, interesándose mucho en todas sus aflicciones. Pero cuando ya se iba, Amy lo detuvo para susurrar con labios temblorosos:

—¿Está Beth verdaderamente en peligro?

—Temo que sí; pero debemos tener esperanzas de que todo acabe bien; así que no llores, querida mía —y Laurie la abrazó fraternalmente, lo cual la consoló mucho.

Cuando su amigo salió se fue a su capillita y oró por Beth, con los ojos llenos de lágrimas y el corazón dolorido, sintiendo que millones de sortijas de turquesas no podrían consolarla por la pérdida de su dulce hermanita.

CAPÍTULO 20 - EN CONFIANZA

No hay palabras para describir el encuentro de la madre con sus hijas; es bello vivir tales horas, pero muy difícil detallarlas. Lo dejaré a la imaginación de los lectores, limitándome a decir que la casa rebosaba verdadera felicidad y que la tierna esperanza de Meg se realizó, porque cuando Beth se despertó de aquel sueño largo y saludable, los primeros objetos que sus ojos vieron fueron la rosita y la cara de su madre. Demasiado débil para extrañarse por nada, no hizo más que sonreír y acurrucarse en los brazos cariñosos, sintiendo al fin satisfecho su deseo. Después volvió a dormirse y las chicas sirvieron a su madre, que no quería soltar la mano delgada que se asía firmemente a la suya, aun durante el sueño. Hanna había preparado para la viajera un desayuno sorprendente, que Meg y Jo le alcanzaron como cigüeñas sumisas, mientras escuchaban su relato del estado de su padre, de cómo el señor Brooke había prometido quedarse a cuidarlo, cómo la tormenta había retrasado el viaje a casa y cuánto la había animado Laurie en la estación, cuando llegó completamente rendida por el cansancio, la ansiedad y el frío.

¡Qué día tan extraño, aunque agradable fue aquél! Afuera tan brillante y alegre, porque todo el mundo había salido para contemplar la primera nevada; en casa, tan tranquilo y reposado, porque todas dormían, fatigadas por la velada. Reinaba una tranquilidad de domingo, mientras Hanna, cabeceando, guardaba la puerta. Con la feliz sensación de verse libres de una carga, Meg y Jo cerraron sus ojos fatigados y descansaron, como barcos arribados a puerto seguro tras dura tempestad. La señora March no quiso dejar a Beth, pero durmió en la butaca, despertándose con frecuencia para mirar y tocar a su niña, cual avaro que acaba de recobrar un tesoro perdido.

Entretanto, Laurie salió disparado para consolar a Amy y contó tan bien su historia que casi hizo llorar a la tía March, que ni una sola vez dijo: "Ya lo decía yo". En esta ocasión Amy se portó tan bien que imagino que los buenos pensamientos de la capillita comenzaban a producir fruto. Pronto se secó las lágrimas, dominó su impaciencia por ver a su madre y ni se acordó de la sortija de turquesa.

Hasta el loro parecía impresionado, porque la llamó "buena niña" y le dijo: "¡Bendita sea tu alma!" y "sal de paseo, querida", con su voz más agradable. Con gusto hubiese salido a disfrutar del tiempo despejado de invierno; pero descubriendo que Laurie se caía de sueño, a pesar de sus valerosos esfuerzos por disimularlo, lo persuadió a que descansara en el sofá, mientras ella escribía una carta a su madre. Empleó largo rato en hacerla, y cuando volvió, su amigo estaba acostado, con ambas manos debajo de su cabeza, profundamente dormido. La tía March había bajado las cortinas y estaba sentada, sin hacer nada, con desusada benevolencia.

Después de un rato empezaron a pensar que no despertaría hasta la noche, y probablemente así hubiera sido si una exclamación de alegría dada por Amy a la vista de su madre no lo hubiera sacudido. Muchas niñas felices habría en la ciudad aquel día, pero de seguro que ninguna lo era tanto como Amy cuando, sentada sobre las rodillas de su madre, le contó sus experiencias abundantemente compensadas por caricias tiernas y sonrisas consoladoras. Estaban solas en la capillita, a la cual su madre no puso reparos cuando supo su objeto.

—Al contrario; me gusta mucho, querida mía —dijo, mirando el librito bien usado y el bello cuadro con su guirnalda de verde —. Es una idea excelente tener algún sitio donde poder refugiarse en busca de tranquilidad, cuando estamos entristecidos o inquietos. Hay muchas horas difíciles en nuestra vida, pero siempre podemos soportarlas si pedimos auxilio como es debido. Pienso que mi muchachita está aprendiendo.

—Sí, mamá, y cuando vuelva a casa voy a poner mis libros y una copia de este cuadro, que he tratado de hacer, en una esquina del cuartito. La cara de la madre no me ha salido bien; es demasiado bella para que yo pueda dibujarla; pero he logrado dibujar mejor al niño, y me gusta muchísimo. Me agrada pensar que él fue una vez niño, porque no me siento tan lejos de él y eso me ayuda.

Mientras Amy señalaba al niño Jesús en las rodillas de su madre, la señora March vio algo en la mano alzada que la hizo sonreírse. No dijo nada, pero Amy comprendió la mirada, y después de un minuto de silencio, añadió gravemente:

—Deseaba hablarte de esto, pero lo olvidé. Hoy la tía March me regaló el anillo; me llamó, me dio un beso y me lo puso en el dedo, diciendo que estaba orgullosa de mí y que desearía tenerme con ella para siempre. Al mismo tiempo me dio este otro anillo para sujetarlo, porque es demasiado grande para mi dedo. Me gustaría tenerlos puestos ¿Me lo permites?

—Son hermosísimos, Amy, pero creo que eres demasiado joven para tales adornos —contestó la señora March.

— Trataré de no ser vanidosa —dijo Amy—; no creo que me gusta sólo por ser tan bello; me gustaría usarlo, como la muchachita del cuento cuando llevaba su pulsera, para recordar algo.

—¿Quieres decir la tía March? —preguntó su madre, riéndose.

—No; para acordarme de no ser egoísta.

Tan seria y sincera parecía Amy, que su madre dejó de reírse y escuchó respetuosamente su pequeño proyecto.

—Estos días he pensado mucho en "mi montón de defectos" y el más grave es el egoísmo; voy a tratar empeñosamente curarlo, si puedo. Beth no es egoísta, y ésa es la razón por la que todos la quieren y les da tanta pena pensar que pueden perderla. No lo sentirían tanto si yo estuviese enferma, porque no lo merezco; pero me gustaría que todos me quisieran y me extrañaran. Voy a tratar de parecerme a Beth tanto como pueda. Soy propensa a olvidar mis resoluciones, pero si tuviera siempre algo que me las recordara, creo que me portaría mejor. ¿Puedo probar este medio?

—Sí; pero tengo más confianza en el rinconcito de la meditación. Usa el anillo, querida mía, y haz lo que puedas; creo que conseguirás algo, porque desear ser buena con sinceridad es tener ganada media batalla. Ahora tengo que volver a Beth. Animo, hija mía, pronto te llevaremos a casa.

Aquella tarde, mientras Meg escribía a su padre para informarlo de la llegada de la viajera, Jo subió la escalera a hurtadillas, entró en el dormitorio de Beth y, encontrando a su madre en el lugar acostumbrado, se detuvo por un minuto retorciendo su cabello con los dedos con gesto de indecisión y perplejidad.

—Qué te pasa, querida? —preguntó la señora March.

—Quiero decirte algo, mamá.

—¿Acerca de Meg?

—¡Qué pronto lo adivinaste! Sí, se trata de ella, y aunque es una pequeñez, me molesta.

—Beth duerme: habla en voz baja y dímelo todo. Espero que ese joven Moffat no haya estado aquí.

—No; le hubiera dado con la puerta en las narices si hubiera venido —dijo Jo, sentándose en el suelo a los pies de su madre —. El verano pasado Meg dejó un par de guantes en casa de los Laurence y no devolvieron más que uno. Lo habíamos olvidado por completo hasta que Teddy me dijo que el señor Brooke lo tenía. Lo guardaba en el bolsillo de su chaleco, y una vez que se le cayó y Teddy bromeó por ello, el señor Brooke confesó que le gustaba Meg, y que no se atrevía a decírselo por ser ella tan joven y él tan pobre. ¿No es una situación terrible?

—¿Crees que Meg lo quiere? —preguntó la señora March, con mirada ansiosa.

—¡Pobre de mí! No entiendo nada de amor ni de tales tonterías —gritó Jo, con una mezcla cómica de interés y desprecio—. En las novelas, las muchachas lo exteriorizan ruborizándose, desmayándose, enflaqueciendo y haciendo necedades. Meg no hace nada de eso; come, bebe y duerme como una persona sana; me mira frente a frente cuando hablo de ese hombre, y sólo se ruboriza algo cuando Teddy se burla de los novios. Le prohibí que lo hiciera, pero no me hace caso.

—Entonces, ¿crees que Meg no está interesada en John?

—¿En quién? —gritó Jo, extrañada.

—En el señor Brooke; ahora lo llamo "John"; en el hospital adquirimos esa costumbre y le gusta.

— ¡Pobre de mí! Ya veo que vas a ponerte de su parte; ha sido bueno con papá y tú no lo mandarás a paseo, sino que permitirás que se case con él si quiere. ¡Qué astuto! ¡Mimar a papá y hacerse el servicial contigo para ganarse la simpatía de los dos! —y Jo, enojada, se tiró de los cabellos.

—Querida mía, no te enojes; te diré lo que ha pasado. John me acompañó, por pedido del señor Laurence, y se interesó tanto en tu pobre papá que no pudimos menos que tomarle cariño. Fue perfectamente sincero y honrado en cuanto a Meg, porque nos dijo que la quería, pero que trabajaría para crear un hogar confortable antes de pedir su mano. No deseaba más que nuestro consentimiento para amarla, trabajar por ella y tratar de ganarse su amor, si podía. Realmente es un joven excelente, y no podíamos negarnos a escucharlo; pero no consentiré que Meg se comprometa tan joven.

—Claro que no; sería una idiotez. Ya sabía yo que se estaba tramando algo; me lo decía el corazón; ahora es peor de lo que yo imaginaba. Desearía poder casarme con Meg yo misma, para guardarla segura dentro de la familia.

Esta extraña solución hizo sonreír a la señora March, pero después dijo seriamente:

— Jo, confío en ti y no quiero que digas nada a Meg todavía. Cuando vuelva John y los vea juntos podré juzgar mejor los sentimientos de ella para con él.

—Ella verá los suyos en esos hermosos ojos de los cuales habla, y entonces estará perdida. Tiene un corazón tan tierno que se derretirá como manteca de Flandes, si alguien la mira amorosamente. Leía las noticias cortas enviadas por él más que tus cartas, y me daba pellizcos cuando yo hablaba de ello; le gustan los ojos color castaño; no cree que el nombre de John es feo; pronto se enamorará de él y ¡adiós paz, alegría y felicidad entre nosotras! Lo veo todo; se harán la corte por toda la casa y tendremos que quitarnos de en medio; Meg estará en la gloria y no me necesitará más; Brooke amontonará una fortuna de una manera u otra, se la llevará, dejará un vacío en la familia, me romperá el corazón y todo se hará desagradable. ¡Pobre de mí! ¿Por qué no habremos sido todos ricos? Entonces no habría ninguna dificultad.

La señora March suspiró, y Jo levantó los ojos con una expresión de alivio.

—¿No te gusta tampoco a ti, mamá? Me alegro; lo despacharemos con viento fresco, sin decir una palabra a Meg, y seguiremos felices juntas como siempre.

—Hice mal en suspirar, Jo. Es natural y justo que con el tiempo todas se vayan a sus propios hogares; pero deseo conservar a mis hijas todo el tiempo posible, y siento que esto haya sucedido tan pronto, porque Meg no tiene más que diecisiete años, y John no podrá formar un hogar para ella por algunos años. Tu padre y yo estamos de acuerdo en que no se comprometa de ninguna manera ni se case antes de cumplir veinte años. Si ella y John se quieren, pueden esperar, y así dar pruebas de su amor. Ella es responsable y no temo que lo trate con dureza. ¡Mi hija tan hermosa y tierna! Espero que todo marchará felizmente para ella.

—¿No preferirías que se casara con un hombre rico?

—El dinero es cosa buena y útil, Jo; quisiera que mis hijas no sintieran nunca demasiado su escasez ni estén tentadas por tener demasiado. Desearía ver a John bien establecido en algún negocio bueno que le proporcionara ingresos suficientes para mantenerse libre de deudas, y dar una vida confortable a Meg. No ambiciono una fortuna espléndida, ni una posición mundana, ni un nombre famoso para mis hijas. Si el rango y el dinero vienen acompañados del amor y la virtud, los aceptaría agradecida y gozaría con vuestra buena fortuna; pero sé por experiencia cuánta felicidad real se encuentra en una casa pequeña, donde se gana el pan diario y algunas privaciones dan mayor dulzura a los pocos placeres. Estoy contenta de que Meg comience con una posición humilde, porque si no me engaño, será rica en la posesión del corazón de un hombre bueno, y eso tiene más valor que una fortuna.

—Comprendo, mamá, y estoy de acuerdo; pero Meg me decepciona, porque yo tenía el proyecto de casarla con Teddy algún día, y pensaba que viviría en la opulencia toda su vida. ¿No sería hermoso? —preguntó Jo, mirándola con expresión más alegre.

— Él es más joven que ella, ya sabes —comenzó a decir la señora March; pero Jo la interrumpió.

—Eso no importa; está muy maduro para su edad, y es muy alto y tiene modales de hombre hecho y derecho cuando quiere. Además, es rico, generoso y bueno, y nos quiere a todas. Es una lástima que mi proyecto se malogre.

—Temo que Laurie no sea bastante mayor para Meg, y es tan veleta que no puede contarse con él. No hagas proyectos, Jo; deja que el tiempo y sus propios corazones emparejen a tus amigos. En estas cosas no podemos entrometernos con seguridad, y es mejor que no se nos metan tonterías románticas en la cabeza, como tú dices, no sea que destruyan nuestras amistades.

— Bueno, no lo haré; pero detesto ver que las cosas se tuercen y atraviesan, cuando algunos arreglitos lo solucionarían todo. ¡Ojalá pudiésemos parar de crecer, poniéndonos planchas en la cabeza! Pero los capullos tienen que hacerse rosas, y los gatitos gatos, aunque no queramos.

—¿Qué es eso de planchas y gatos? —preguntó Meg, entrando a hurtadillas en el dormitorio, con la carta que había escrito en la mano.

— Nada más que una de mis estúpidas charlas. Voy a dormir; ven, Meg — dijo Jo, desplegándose como un rompecabezas vivo.

—Muy correcta y bien escrita. Hazme el favor de añadir que envío mis afectuosos recuerdos a John —dijo la señora March, devolviendo la carta.

—¿Tú lo llamas John? — preguntó Meg, sonriéndose, con sus inocentes ojos mirando a los de su madre.

—Sí, se ha portado como un hijo con nosotros, y lo queremos mucho — respondió la señora March, dirigiendo a su hija una mirada penetrante.

—Me alegro, ya que está tan solo. Buenas noches, mamá querida. ¡Qué tranquilidad tan grande tenerte aquí con nosotras! —respondió Meg.

CAPÍTULO 21 - LAURIE DA GUERRA Y JO PONE PAZ

Era de ver la cara de Jo al día siguiente. El secreto la oprimía y hallaba difícil no parecer misteriosa e interesante. Meg lo notó, pero no se molestó en preguntar, porque había aprendido que el mejor modo de manejar a Jo era por la ley de los contrarios; estaba segura de oírlo todo si no preguntaba. Por eso se sorprendió bastante cuando el silencio continuó y Jo asumió cierto aire protector, que agravió a Meg, que respondió adoptando un aire de grave reserva y entregándose al servicio de su madre. Esto dejó a Jo libre para hacer su gusto, porque la señora March había tomado su puesto de enfermera diciéndole que se paseara y se distrajera después de tan largo encierro en casa. No estando Amy de vuelta, Laurie era su único refugio; pero aunque gozaba mucho en su compañía, lo tenía por el momento porque era un perseguidor incorregible, que no la dejaría en paz hasta sacarle su secreto.

Tenía razón, porque tan pronto el pícaro sospechó algo misterioso, se propuso descubrirlo, e hizo pasar muy malos ratos a Jo. Rogó, prometió, se burló, amenazó y riñó; fingió indiferencia para sacar la verdad por sorpresa; afirmó que lo sabía, para decir después que no le importaba saberlo, y por fin, a fuerza de perseverancia, logró asegurarse de que se trataba de Meg y del señor Brooke. Indignado porque su tutor no le hubiera hecho ninguna confidencia, se puso a imaginar alguna venganza digna de la ofensa.

Entretanto, Meg parecía haber olvidado el asunto y estaba absorta con los preparativos para la vuelta de su padre; pero, de repente, un cambio pareció apoderarse de ella; había días en que parecía otra, sobresaltándose cuando alguien le hablaba, ruborizándose si alguien la miraba, callaba mientras cosía, con expresión tímida y preocupada en la cara. A las preguntas de su madre respondía que estaba muy bien, y las de Jo las despachó pidiéndole que la dejase en paz.

—Lo siento en el aire; el amor, quiero decir, y se está enamorando rápidamente. Tiene casi todos los síntomas; está nerviosa y de mal humor; no come, no puede dormir y se sienta pensativa en los rincones. La sorprendí cantando la canción del "arroyo de voz argentina", y una vez dijo: "John", como lo haces tú, y se puso roja como una amapola. ¿Qué haremos? —dijo Jo, dispuesta, al parecer, a toda clase de medidas, aun violentas.

— Nada más que esperar. Déjala sola: sé amable y paciente; la vuelta de papá lo arreglará todo —respondió su madre.

—Aquí hay una carta para ti, Meg, con sello puesto. ¡Qué curioso! Teddy no pone sello a las mías —dijo Jo al día siguiente, al distribuir el contenido del pequeño correo.

La señora March y Jo estaban entretenidas en sus asuntos, cuando una exclamación de Meg les hizo levantar los ojos para verla mirando fijamente su carta, con cara asustada.

— ¿Hija mía, qué te pasa? —gritó la madre, corriendo hacia ella mientras Jo trataba de agarrar el pliego malhechor.

—Es todo un error... No la envió... ¡Oh, Jo! ¿Cómo pudiste hacerlo? —y Meg escondió la cara entre las manos, llorando a lágrima viva.

—¿Yo? ¡No he hecho nada! ¿De qué habla? —preguntó Jo confundida.

Los ojos humildes de Meg se encendieron de enojo, mientras sacaba de su bolsillo una carta estrujada y se la arrojaba a Jo diciendo:

—Tú la escribiste y ese muchacho malicioso te ayudó. ¿Cómo pudiste ser tan grosera, tan vil y cruel con nosotros?

Jo apenas la oyó, porque ella y su madre estaban leyendo la carta, escrita con una escritura curiosa.

"Queridísima Margaret: No puedo contener por más tiempo mi pasión, y necesito saber mi suerte antes de volver. No me atrevo a decírselo todavía a tus padres, pero creo que darían su consentimiento si supieran que nos adoramos. El señor Laurence me ayudará a encontrar una buena colocación, y entonces, mi querida muchachita, me harás feliz. Te ruego que no digas nada todavía a tu familia, pero envía una palabra de esperanza por medio de Laurie a tu fiel John."

—¡El miserable! Así quiere pagarme por cumplir la palabra que di a mamá. Le echaré un buen reto y lo traeré a pedir perdón —gritó Jo.

Pero su madre la detuvo, diciendo con expresión desacostumbrada en ella:

—Un momento, Jo; primero tienes que justificarte. Has hecho tantas travesuras que sospecho que tengas parte en esto.

—Doy mi palabra, mamá, de que no la tengo. Nunca antes he visto esa carta ni sé nada de ella; tan verdad como que estoy viva —dijo Jo tan sinceramente que la creyeron—. Si yo hubiera participado en esto, lo hubiera hecho mejor y habría escrito una carta sensata. Yo creía que habían comprendido que el señor Brooke es incapaz de escribir tonterías como éstas — añadió, arrojando con desprecio el papel al suelo.

—La letra es como la suya —balbuceó Meg.

—¡Oh, Meg! No la habrás contestado —exclamó la señora March.

—¡Sí que lo hice! —y Meg escondió ruborosa la cara.

—¡En buena nos hemos metido! Déjame traer a ese muchacho malicioso para que dé una explicación y reciba un buen reto. No descansaré hasta que lo agarre —dijo Jo, encaminándose hacia la puerta.

—¡Espera! Déjame arreglar esto, porque es peor de lo que pensaba. Meg, dímelo todo —ordenó la señora March, sentándose junto a Meg, pero sin soltar a Jo, por miedo de que se escapase.

—Recibí la primera carta por conducto de Laurie, que fingió no saber nada del asunto —comenzó Meg, sin levantar los ojos—. Al principio me preocupó mucho y tenía la intención de decírtelo; pero me acordé de tu simpatía hacia el señor Brooke; así que pensé que no te importaría que yo guardara mi pequeño secreto por algunos días. Soy tan tonta que me gustaba pensar que nadie lo sospechaba, y mientras pensaba en lo que contestaría, me parecía ser una de esas chicas de las novelas que tienen que hacer cosas parecidas. Perdóname, mamá; ahora he pagado cara mi estupidez; nunca podré volver a mirarlo a la cara.

—¿Qué le dijiste? —preguntó la señora March.

—Solo le dije que era todavía demasiado joven para decidir nada; que no quería tener ningún secreto para ti, y que tendría que hablar a papá. Que estaba muy agradecida por su bondad y que sería sólo su amiga por largo tiempo.

La señora March se sonrió tranquilizada y Jo aplaudió calurosamente, exclamando:

—Eres una Doña María de Molina en cuanto a prudencia. Sigue, Meg. ¿Qué te contestó?

—Me escribe de una manera completamente diferente, diciéndome que jamás envió una carta amorosa, y lamentando que mi pícara hermana Jo se haya tomado tales libertades con nuestros nombres. La carta es muy amable y seria, ¡pero imaginen qué terrible para mí!

Meg se apoyó en su madre completamente desesperada, y Jo iba de un lado para otro del cuarto, poniendo verde a Laurie. De repente se paró, tomó las dos cartas, y después de mirarlas fijamente, dijo con decisión:

—No creo que el señor Brooke haya visto jamás ni una ni otra carta. Teddy ha escrito las dos y guarda la tuya para fastidiarme, porque no quise contarle mi secreto.

—No tengas ningún secreto, Jo; díselo a mamá y no te metas en líos, como yo debía haber hecho —le respondió Meg.

—¡Dios te bendiga, niña! ¡Si fue mamá la que me lo dijo!

—Basta, Jo. Yo consolaré a Meg, mientras tú vas en busca de Laurie. Tengo que analizar esta cuestión a fondo y poner fin a semejantes travesuras.

Jo se fue corriendo, y la señora March explicó con delicadeza a Meg los verdaderos sentimientos del señor Brooke.

—Ahora, querida mía, ¿cuáles son los tuyos? ¿Lo amas lo bastante para esperar hasta que pueda mantener un hogar para ti, o prefieres estar libre por el presente?

—He estado tan asustada y mortificada, que prefiero no pensar en noviazgos por mucho tiempo; tal vez nunca. Si John no sabe nada de estas tonterías, no le digas nada, y obliga a Jo y Laurie a callarse. No quiero que me engañe y se ría de mí; es una vergüenza.

Meg, generalmente amable, había perdido la paciencia con estas burlas maliciosas; la señora March la calmó con la promesa de guardar completo silencio y la mayor discreción en el futuro. Tan pronto como se oyeron los pasos de Laurie en el vestíbulo, Meg se escapó al estudio y su madre recibió a solas al culpable. Jo no le había dicho para qué lo querían en casa, temiendo que no viniese; pero lo advirtió tan pronto como vio la cara de la señora March, y permaneció de pie, dando vueltas a su sombrero, con tal aspecto de culpable, que lo delataba. Jo fue despedida, pero decidió andar de un lado a otro del vestíbulo, como si estuviese de guardia, por temor a que el preso intentara escaparse. Por una hora subió y bajó el sonido de voces en la sala, pero lo que sucedió durante aquella entrevista las chicas no lo supieron jamás.

Cuando las llamaron, Laurie seguía de pie al lado de la madre de ellas, con una cara tan arrepentida, que Jo lo perdonó en el acto, aunque no creyó prudente demostrarlo. Meg recibió sus humildes excusas y se consoló mucho al asegurarse de que Brooke no tenía conocimiento alguno de la fechoría.

—No diré nada de esto hasta mi último día de vida; no me lo sacarán ni con pinzas; perdóname, Meg, y haré lo que quieras para demostrar lo mucho que lo siento —añadió, muy avergonzado de sí mismo.

—Lo procuraré, pero te portaste de modo muy poco caballeresco. No creía que pudieras ser tan pícaro y malicioso, Laurie —respondió Meg.

—Fue abominable y merezco que no me hables en un mes; pero no lo harás, ¿verdad, Meg? —y Laurie cruzó las manos con gesto tan suplicante, bajó los ojos con expresión de tan profundo arrepentimiento y habló con tono tan patético, que era imposible enojarse a pesar de su conducta escandalosa. Meg lo perdonó y la señora March suavizó su semblante, a pesar de los grandes esfuerzos que hizo por mantenerse seria, cuando lo oyó declarar que expiaría sus culpas con toda clase de penitencias, y se humillaría como un gusano ante la doncella ofendida.

Entretanto, Jo se mantenía a distancia, tratando de endurecer su corazón contra él pero no logró más que asumir una expresión desaprobatoria. Laurie la miró una vez o dos, pero viendo que no daba señales de ceder se sintió ofendido, le volvió la espalda hasta que la madre y Meg acabasen lo que tenían que decirle, y entonces le hizo un saludo profundo y se marchó sin decir nada.

Tan pronto como se fue, ella sintió no haber sido más indulgente; y cuando Meg y su madre subieron las escaleras, se sintió solitaria y ansiosa de la compañía de Teddy. Tras breve lucha consigo misma, cedió al impulso y, armada de un libro que debía devolver, se fue a la casa grande.

—¿Está en casa el señor Laurence? —preguntó a una doncella que bajaba las escaleras.

Sí, señorita; pero creo que no puede verlo ahora.

—¿Por qué?; ¿está enfermo?

—No, señorita; pero acaba de discutir con el señorito Laurie, y no me atrevo a acercarme a él.

—¿Dónde está el señorito?

—Encerrado en su cuarto, y no quiere responder aunque he llamado. No sé qué hacer con la comida, porque está lista y no hay nadie que quiera comer.

Jo subió al estudio de Laurie y golpeó la puerta.

—Basta de llamadas, o abro la puerta y te hago callar.

Jo golpeó de nuevo la puerta, entró antes de que Laurie pudiera reponerse de su asombro. Al notar que estaba realmente de mal humor, Jo, que sabía cómo manejarlo, fingió una expresión penitente, y, poniéndose de rodillas, dijo con humildad:

—Hazme el favor de perdonarme por haber estado tan enojada. He venido a zanjar el asunto y no puedo marcharme hasta que lo haya hecho.

—No importa; levántate y no te hagas el ganso, Jo.

—Gracias, no lo haré. ¿Puedo preguntar qué te pasa? No pareces estar en tu juicio.

—¡Me han sacudido y no lo consiento!

—¿Quién ha sido?

—Mi abuelo; de haber sido cualquier otra persona, le hubiera... —y el joven ofendido acabó su frase con un gesto enérgico del brazo derecho.

—Eso no es nada; yo discuto contigo muchas veces y no haces caso.

— ¡Bah! Tú eres una muchacha y es una broma, pero no permitiré que ningún hombre me grite.

—Creo que nadie se atrevería viéndote tan encolerizado como ahora. ¿Por qué te trató de esa manera?

—Sólo porque no quise decirle para qué me había llamado tu madre. Prometí no decir nada a nadie, y, naturalmente, no iba a faltar a mi palabra.

—¿No podías satisfacer a tu abuelo de algún modo?

—No; insistió en saber la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad. Hubiera contado mi parte del enredo de haber podido hacerlo sin envolver a Meg. Como no podía, me callé y aguanté el regaño hasta que el anciano me agarró por la nuca. Entonces me puse furioso y escapé de un salto, por miedo a no poder contenerme.

—No fue agradable; pero él lo siente, estoy segura; baja y haz las paces. Yo te ayudaré.

—¡Que me ahorquen si lo hago! No voy a aguantar sermones y golpes de todo el mundo, sólo por una pequeña picardía. Lo sentí por Meg, y le pedí perdón como un hombre, pero no lo pediré a nadie, no siendo culpable.

—Él no sabía eso.

—Debería tener confianza en mí y no tratarme como a un niño. Es inútil, Jo; tiene que aprender que puedo cuidarme por mí mismo, y que no necesito que me aten a las faldas de nadie.

—¡Qué cascarrabias eres! ¿Cómo piensas que se arreglará este asunto?

—Él tiene que pedirme perdón y creerme cuando te aseguro que no puedo decirle el porqué de la querella.

—¡Santo cielo! Eso no lo hará.

—Pues no bajaré hasta que lo haga.

— Vamos, Teddy, entra en razón; déjalo pasar y yo explicaré lo que pueda. No vas a quedarte aquí; ¿de qué sirve ponerse melodramático?

—De todas maneras no pienso permanecer aquí mucho tiempo. Me escaparé para hacer un viaje a alguna parte, y cuando me eche de menos mi abuelo, no tardará en volver a razonar.

—Quizá; pero no debes darle ese disgusto.

—No me aconsejes. Me iré a Washington para ver a Brooke; allí hay alegría y me divertiré después de las penas.

—¡Qué suerte tienes! ¡Ojalá pudiera yo escaparme también! —dijo Jo, olvidando su papel de mentor ante las visiones de la vida marcial de la capital.

—¡Vámonos los dos! ¿Por qué no? Tú puedes ir para dar una sorpresa a tu padre, y yo para animar a Brooke. Sería un gran juego; anímate, Jo. Dejaremos una carta para decir que todo está bien y nos marcharemos enseguida. Tengo bastante dinero, te hará bien y no habrá nada malo en ello, pues vas para ver a tu padre.

Por un momento pareció que Jo iba a consentir, porque, con toda su locura, el proyecto la atraía. Estaba cansada de ansiedades y encierro, anhelaba un cambio y el pensamiento de su padre se mezclaba de manera tentadora con el encanto de los campamentos y hospitales, libertad y diversión. Sus ojos brillaron al dirigirse hacia la ventana, pero se clavaron en la vieja casa opuesta y movió la cabeza con triste decisión.

—Si fuera un chico nos escaparíamos juntos y correríamos una aventura deliciosa; pero siendo una infeliz chica, debo ser prudente, portarme bien y permanecer en casa. No me tientes, Teddy; es un plan descabellado.

—¡Ahí está la gracia! —repuso Laurie, que estaba con ganas de romper trabas de una manera u otra.

—¡Cállate! —gritó Jo tapándose los oídos —. La prudencia es mi destino y tengo que conformarme. He venido aquí para moralizar, no para oír cosas que me den ganas de brincar.

—Sabía que Meg hubiera aguado tal proyecto, pero pensé que tú tendrías más arrojo... —comenzó a decir Laurie insinuante.

—¡Cállate! —gritó Jo—, no hagas que tus deseos hagan aumentar los míos. Si logro que tu abuelo diga que siente haberte sacudido, ¿abandonarás la idea de escaparte? —preguntó Jo gravemente.

—Sí, pero no lo lograrás —respondió Laurie, que deseaba hacer las paces, pero necesitaba antes una reparación a su dignidad ofendida.

—Si puedo manejar al joven, puedo manejar al viejo —murmuró Jo saliendo del cuarto donde quedaba Laurie con una guía de ferrocarril en la mano.

—¡Adelante! —se oyó decir al señor Laurence, con voz aún más ronca que de costumbre, cuando Jo llamó a la puerta.

— Soy yo, Jo, he venido para devolverle un libro —dijo suavemente al entrar.

—¿Quieres otros? —preguntó el anciano, tratando de ocultar su preocupación y enojo.

—Sí, con permiso de usted; tanto me gusta el viejo Sam, que deseo leer el segundo tomo —respondió Jo, con la esperanza de congraciarse con él al pedirle un libro que le había recomendado.

El señor Laurence desarrugó un poco el entrecejo mientras acercaba la escalerilla hacia el estante de los libros donde estaban los tomos de Johnson. Jo subió ligeramente y, sentándose en el peldaño más alto, fingió buscar su libro, pero en realidad estaba pensando cómo comenzar el peligroso asunto de su visita.

El señor Laurence pareció sospechar que tramaba algo, porque, después de ir y venir varias veces con pasos rápidos de un lado a otro del cuarto, se volvió, la miró cara a cara y preguntó bruscamente:

—¿Qué acaba de hacer ese muchacho? No trates de excusarlo. Sé que ha hecho alguna de las suyas, por su manera de portarse cuando volvió a casa. No pude sacarle ni una palabra y cuando lo amenacé con sacudirle para hacerle confesar la verdad, escapó y se encerró con llave en su dormitorio.

—Se portó mal, pero lo perdonamos y todos prometimos no decir nada a nadie.

—Eso no basta; no debe protegerse tras una promesa hecha por unas chicas cariñosas como ustedes. Si se ha portado mal, tiene que pedir perdón y recibir su castigo. Dímelo, Jo. No quiero que me tengan ignorando lo que pasa.

—De veras señor, no puedo decírselo; mamá lo prohibió. Laurie ha confesado, ha pedido perdón y ha tenido su castigo. No nos callamos para protegerlo a él, sino a otra persona, y si usted se mezcla en el asunto, se aumentarán las dificultades. Hágame el favor de no hacerlo; fue mi culpa en parte, pero ahora todo está arreglado; así que olvidémoslo y hablemos de El vagabundo o de algún otro libro interesante.

—¡Al diablo con El vagabundo! Baja y dame tu palabra que este atolondrado muchacho mío no ha hecho algo impertinente o ingrato. Si lo ha hecho, después de vuestra bondad con él, lo apalearé con mis propias manos.

La amenaza sonaba terrible, pero no espantó a Jo, porque sabía que el irascible anciano no levantaría un dedo contra su nieto por mucho que lo dijera. Bajó obedientemente y quitó toda la importancia que pudo a la travesura del chico, sin exponer a Meg ni faltar a la verdad.

—¡Hum! ¡Ah! Bueno, si el chico se calló porque había prometido hacerlo y no por obstinación, lo perdonaré. Es un joven terco y difícil de manejar —dijo el señor Laurence, pasándose la mano por la cabeza hasta encrespar todo el cabello.

—Lo mismo me pasa a mí; pero una palabra amable me apacigua, cuando un regimiento de caballería sería incapaz de dominarme.

—¿Crees que no soy amable con él?

—¡Cielo santo; no señor! A veces es usted demasiado cariñoso y después un poquito violento, cuando pone a prueba su paciencia. ¿No le parece?

Jo había decidido solucionar este asunto y trataba de aparentar calma, aunque temblaba algo después de frase tan audaz. Con gran sorpresa suya, el anciano señor no hizo más que echar ruidosamente sus anteojos sobre la mesa y exclamar sinceramente:

—Hija, tienes razón; soy algo violento. Quiero al chico, pero pone a prueba mi paciencia hasta que apenas puedo aguantarlo, y no sé adónde vamos a parar de seguir así.

—Yo se lo diré: se escapará.

Apenas dijo esto, Jo se arrepintió de haber hablado así. El señor Laurence cambió de color, se sentó y echó una mirada ansiosa al retrato del hombre esbelto que estaba colocado encima de la mesa. Era el padre de Laurie que en su juventud se había escapado y se había casado contra los deseos del dominante anciano.

—No lo hará, a no ser que esté muy molesto; solo amenaza hacerlo a veces, cuando se cansa de estudiar. A menudo pienso que a mí me gustaría hacer otro tanto, sobre todo desde que me corté el cabello; de modo que si alguna vez nos extraña, puede poner un anuncio preguntando por dos chicos y mandar a buscarnos entre los barcos que zarpen con rumbo a la India.

Se rio al decir esto, y el señor Laurence pareció aliviado, evidentemente tomándolo como una broma de chicos.

—¡Pícara! ¿Cómo te atreves a hablarme de esta manera? ¿Dónde está tu respeto y tu buena educación? ¡Benditos chicos y chicas! ¡Qué tormento nos dan! Y sin embargo, no podemos pasarnos sin ellos —dijo, pellizcándole las mejillas con buen humor, y agregando:

—Vete y trae a ese muchacho a comer; dile que todo está arreglado y aconséjale que no dramatice con su abuelo; no lo aguantaré.

—No vendrá, señor; se siente ofendido, porque usted no le creyó cuando le dijo que no podía decírselo. Creo que tomó muy en serio la discusión.

El señor Laurence se echó a reír y Jo comprendió que la batalla estaba ganada.

—Lo siento muchísimo; supongo que debo estar agradecido porque él no me ha sacudido a mí. ¡Santo cielo! ¿Qué querrá este joven?

—Si yo fuera usted, le escribiría una excusa, señor. Él dice que no bajará hasta que la reciba, y habla de Washington y no sé qué locuras. Una excusa formal le mostrará lo estúpido que es y lo hará bajar de agradable humor. Pruébelo; le gusta la broma, y eso es mejor que arreglarlo de palabra. Yo se la llevaré y le daré una lección.

El señor Laurence le echó una mirada aguda y se caló los anteojos, diciendo lentamente:

—¡Qué pícara eres! Pero no me importa ser engatusado por ti o Beth. ¡Vamos!, dame una hoja de papel y acabemos de una vez con estas tonterías.

La carta se escribió con las frases usuales entre caballeros después de graves insultos. Jo besó la calva del señor Laurence y corrió escaleras arriba para meter el pliego por debajo de la puerta de Laurie, aconsejándole por el agujero de la cerradura que fuera sumiso, cortés y otras cosas gratas. Al encontrar la puerta cerrada con llave de nuevo, dejó que la carta hiciese su obra y se iba tranquilamente, cuando el joven bajó, resbalando por el pasamanos de la escalera, y la esperó abajo, diciendo con su expresión más virtuosa:

—¡Qué buen camarada eres, Jo! ¿Has sufrido una explosión? —añadió, riendo—. No he estado muy amable en general. ¡Ah! ¡Bueno me han puesto todos! Hasta tú me abandonaste allá, y eso me hizo sentirme desesperado — comenzó a decir, tratando de excusarse.

—No hables así; cambia de tema y comienza de nuevo.

—Siempre estoy haciéndolo y estropeándolo, como solía estropear mis cuadernos de escritura; y empiezo de nuevo tantas veces, que nunca voy a salir de los comienzos —le contestó tristemente.

— Vete a comer; después te sentirás mejor. Los hombres sólo gruñen cuando tienen hambre —dijo Jo al irse.

—Un cumplido para mi sexo —respondió Laurie, imitando a Amy, mientras iba a hacer penitencia con su abuelo, que estuvo de un humor de santo y abrumadoramente respetuoso en su conducta todo el resto del día.

CAPÍTULO 22 - PRADOS HERMOSOS

Las serenas semanas siguientes fueron como el sol después de la tormenta. Los enfermos mejoraron rápidamente y el señor March comenzó a hablar de volver a comienzos del Año Nuevo. Pronto pudo Beth pasar todo el día reclinada en el sofá, entreteniéndole al principio con sus queridos gatos, y después con la costura de las muñecas, que estaba muy atrasada. Sus miembros, tan activos en otro tiempo, se habían quedado tan tiesos y débiles que Jo la paseaba, en sus brazos fuertes, por la casa. Meg se tiznaba y quemaba las manos, guisando delicadezas para "la querida", mientras Amy celebraba su vuelta a casa dando cuantos tesoros suyos lograba que aceptaran sus hermanas.

A medida que se acercaba Navidad, los acostumbrados misterios comenzaron a dejarse sentir en la casa, y la familia se desternilló de risa más de una vez con las imposibles y absurdas ceremonias propuestas por Jo para celebrar tan extraordinaria Navidad. Lo que Laurie proponía era no menos disparatado; por su gusto se hubieran hecho hogueras, fuegos artificiales y arcos de triunfo. Tras muchas discusiones y escaramuzas, la ambiciosa pareja pareció quedar bastante apaciguada y ambos aparentaban una indiferencia desmentida por explosiones de risa cada vez que se reunían.

Varios días inesperadamente templados precedieron a un hermoso día de Navidad. Hanna estaba segura de que iba a ser un día "estupendo", y resultó buena profetisa, porque todo y todos parecieron conspirar para lograr un éxito completo. Para empezar: se recibió carta del señor March, en que decía que pronto estaría con ellas. Luego Beth se sintió muy bien aquella mañana, y vestida con el regalo de su madre (una bata suave y roja, de paño merino), fue llevada triunfalmente a la ventana para ver la ofrenda de Jo y Laurie. Los indomables habían hecho cuanto podían para merecer su nombre, porque, como duendes, habían trabajado de noche y habían preparado una graciosa sorpresa. En medio del jardín se alzaba una doncella majestuosa hecha de nieve, coronada con una corona de acebo, con un cestillo de frutas y flores en una mano, un rollo grande de música nueva en la otra, una manta de vivos colores sobre sus hombros desnudos y una canción de Navidad, escrita en papel color de rosa, que le salía de los labios y decía así:

LA VIRGEN DE NIEVE A BETH

A nuestra querida Beth bendiga Dios estas Pascuas, dándole felicidad, paz, salud en abundancia.

Para la abeja industriosa dulce fruta y flores traigo, mantita para sus pies, música para su piano.

Traigo un retrato de Juana por Rafael el Segundo, que lo pintó con esmero

para hacerlo fiel y pulcro.

Acepta una cinta roja para la cola del gato,

y helados de Margarita, que imitan al Monte Blanco.

Los que me hicieron han puesto su amor en mi níveo seno; acéptalo, con mi estatua,

de Jo y de Laurie.

¡Cuánto se rio Beth al verla, cómo fue y vino Laurie para traer los regalos y qué preciosos discursos hizo Jo al entregarlos!

—Tan rebosante de felicidad estoy, que si estuviese aquí papá no podría contener una gota más — dijo Beth suspirando con satisfacción, mientras Jo la trasladaba al estudio para descansar después de la emoción y para refrescarse con algunas uvas regaladas por la Junfrau.

—Lo mismo estoy yo —añadió Jo, tocando el bolsillo donde estaba su deseado libro Undine y Sintran.

—Y yo también —replicó Amy, con los ojos clavados en un grabado de la Virgen y el Niño, en precioso marco, regalo de su madre.

—Pues yo, no se diga —exclamó Meg, alisando los pliegues de su primer vestido de seda que el señor Laurence había insistido en regalarle.

—¿Cómo podría no estar contenta? —dijo la señora March agradecida, mientras sus ojos iban de la carta de su esposo a la cara sonriente de Beth, y acariciaba el broche, hecho de cabellos grises, rubios y castaños, que las chicas acababan de ponerle en el pecho.

¡De vez en cuando en este mundo difícil suceden cosas que parecen cuento, y qué consuelo tan grande es! Media hora después de haber dicho todas que eran tan felices que apenas podrían contener una gota más de felicidad, la gota apareció. Laurie abrió la puerta de la sala, asomó la cabeza con mucha calma y con voz rarísima, que no lograba ocultar la alegría y la emoción, dijo:

—¡Otro regalo de Navidad para la familia March! No había acabado de pronunciar estas palabras cuando fue hecho a un lado, apareciendo en su lugar un hombre alto, embozado hasta los ojos, que se apoyaba en el brazo de otro hombre alto, que trató de decir algo sin lograrlo. Hubo una exclamación general, y el señor March se vio abrazado por cuatro pares de brazos cariñosos; Jo cayó en la vergüenza de casi desmayarse, teniendo Laurie que asistirla; el señor Brooke besó a Meg por pura equivocación, como explicó algo incoherentemente; y Amy, la majestuosa, tropezó con un taburete, y sin esperar a levantarse, abrazó las botas de su padre, llorando de la manera más conmovedora. La señora March fue la primera en reponerse y levantó la mano para decir:

—¡Chist! ¡Recuerden a Beth!

Pero era demasiado tarde; la puerta del estudio se abrió de golpe, la batita roja apareció en el quicio, y con la fuerza que la alegría infundió en sus débiles miembros, Beth corrió derecha a los brazos de su padre. Dejemos aparte lo que sucedió después; los corazones se desbordaron, olvidando toda la amargura pasada y gozando sólo la dulzura del presente.

No todo fue romántico; una risa cordial los llamó a la realidad, porque Hanna apareció detrás de la puerta derramando lágrimas por el pavo engordado que había olvidado atar al subir precipitadamente de la cocina. Cuando las risas se calmaron, la señora March comenzó a dar las gracias al señor Brooke por el cuidado fiel que dispensara a su esposo, con lo que recordó de repente que el señor March necesitaba descansar, y, apoderándose de Laurie, se retiró precipitadamente. Entonces se ordenó a los dos enfermos que descansaran, lo cual hicieron, sentándose juntos en una butaca y hablando mucho.

El señor March dijo cuánto había deseado sorprenderlas, y al hacer buen tiempo el médico le había permitido aprovecharse de ello; cuán fiel había sido Brooke, y qué joven tan estimable y honrado era.

Por qué el señor March se detuvo un minuto al llegar aquí y después de echar un vistazo a Meg, que atizaba vigorosamente el fuego, miró a su esposa, arqueando las cejas inquisidoramente, dejo a mis lectores que lo imaginen, como también por qué la señora March hizo señas mudas con la cabeza y preguntó, abruptamente, si no deseaba tomar algo. Jo vio y comprendió la mirada, y se marchó con aire grave a buscar una taza de caldo y un poco de vino, murmurando para sí, al par que cerraba de golpe la puerta: ¡Detesto a los jóvenes estimables, con ojos castaños!

Jamás hubo una comida de Navidad como la que tuvieron aquel día. El pavo engordado era una maravilla cuando Hanna lo trajo relleno, dorado y guarnecido. Y lo mismo el budín inglés, que se deshacía en la boca; y las jaleas, con las cuales Amy gozaba como una mosca en un tarro de miel.

Todo salió bien, lo cual era providencial, como dijo Hanna, porque "tan perturbada estaba, señora, que es un verdadero milagro si no asé el budín y rellené el pavo con las pasas, o lo envolví en el lienzo del budín".

El señor Laurence y su nieto comieron con ellos; también el señor Brooke, al que Jo arrojaba miradas furibundas con infinita diversión de Laurie.

Dos butacas estaban juntas a la cabecera de la mesa; en ellas se sentaron Beth y su padre, regalándose modestamente con pollo y algo de fruta. Brindaron, contaron cuentos, cantaron canciones, recordaron cosas antiguas, como suelen decir los viejos, y pasaron unas horas gratísimas. Habían propuesto un paseo en trineo, pero las chicas no quisieron dejar a su padre; así que los invitados se despidieron temprano, y al caer el crepúsculo la familia feliz, estaba reunida alrededor del hogar.

—Hace un año exactamente que nos quejábamos de la triste Navidad que esperábamos pasar. ¿Se acuerdan? —preguntó Jo, interrumpiendo la breve pausa que había seguido a una larga conversación sobre varias cosas.

—Todo considerado, ha sido un año bastante agradable —dijo Meg sonriendo y felicitándose interiormente por haber tratado al señor Brooke con dignidad.

—Creo que ha sido un año duro —observó Amy, mirando la luz brillar sobre su anillo con ojos pensativos.

—Me alegro que haya pasado, porque tú estás de vuelta —susurró Beth, sentada en las rodillas de su padre.

—Han andado por un camino algo duro, pequeñas peregrinas mías. Sobre todo estos últimos días. Pero se han portado valientemente, y pienso que están en buen camino de verse pronto libres de sus cargas —dijo el señor March con satisfacción paternal, contemplando las cuatro caras jóvenes que lo rodeaban.

—¿Cómo lo sabes? ¿Te lo dijo mamá? —preguntó Jo.

—No me contó mucho; una paja indica la dirección del viento, y hoy he descubierto muchas cosas.

—¡Dinos cuáles son! —dijo Meg, que estaba a su lado.

—¡Aquí hay una! —y tomando la mano apoyada en el brazo de la butaca, señaló el índice endurecido, una quemadura en el dorso y uno o dos puntos duros en la palma—. Recuerdo un tiempo en que esta mano era blanca y lisa, en que ponías el mayor cuidado en conservarla así. Era entonces muy preciosa, pero ahora me parece mucho más, porque en estas señales aparentes leo una pequeña historia. Se ha sacrificado la vanidad; esta palma endurecida ha merecido algo mejor que ampollas; y estoy seguro de que la costura hecha por estos dedos picados durará mucho tiempo, por la buena voluntad que se puso en los puntos. Meg, querida mía, aprecio la habilidad femenina que mantiene feliz el hogar más que las manos blancas o los talentos mundanos. Estoy orgulloso de estrechar esta manecita buena y laboriosa y espero que no me la pidan demasiado pronto.

Si Meg había deseado una recompensa por sus horas de paciente labor la recibió en la presión sincera de la mano paternal y en la sonrisa aprobadora que le otorgó su padre.

—¿Y qué de Jo? Haz el favor de decirle algo bonito, porque se ha esforzado mucho y ha sido tan buena conmigo —dijo Beth al oído de su padre.

Él se rio, y echó una mirada a la muchacha alta, sentada al lado opuesto, cuyo rostro moreno ofrecía una expresión más dulce que de costumbre.

—A pesar de la melena cortada, no veo al "hijo John", que dejé hace un año —dijo el señor March—. Veo una señorita, que se ajusta bien los cuellos, ata con cuidado los cordones de las botas, y ni silba, ni habla en jerga, ni se echa sobre la alfombra, como solía hacerlo. Su cara está ahora algo delgada por las ansiedades y vigilias; pero me gusta mirarla, porque se ha hecho más dulce y su voz es más tranquila; no salta, pero se mueve sin hacer ruido y cuida de cierta pequeña persona de una manera maternal, que me encanta. Casi extraño a mi chica salvaje, pero si tengo una mujer fuerte, provechosa, útil y tierna en su lugar, me sentiré completamente satisfecho. No sé si la esquila domesticó a nuestra oveja negra, pero sé que en toda la ciudad de Washington no hubo cosa alguna que mereciera ser comprada con los veinticinco pesos que mi buena hija me envió.

Los ojos luminosos y alertas de Jo se empañaron algo y su cara delgada se ruborizó a la luz del fuego mientras recibía las alabanzas paternales, con la sensación de que no eran del todo inmerecidas.

—Ahora a Beth —dijo Amy, muy deseosa de que le llegase el turno a ella, pero dispuesta a esperar.

—Se ha quedado en tan poca cosa, que temo que se me escape del todo si hablo mucho de ella, aunque no es tan tímida como solía —comenzó a decir su padre alegremente; pero, recordando cuán cerca había estado de perderla, la abrazó, agregando tiernamente, con la mejilla contra la suya—: Te tengo segura, Beth mía, y si Dios lo permite, te guardaré así.

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