Ivanhoe

Capítulo XXV

XXV

Como nunca lo vi en la vida, me fue presentado

un maldito retazo de indescifrable escritura.

O G:

.

Cuando el templario llegó a la sala, se encontró con De Bracy.

—Supongo que vuestros quehaceres amorosos habrán sido interrumpidos al igual que los míos debido a la intempestiva llamada —dijo De Bracy—. Sin embargo, habéis tardado y no creo equivocarme al decir que habéis acudido de mala gana. Por eso deduzco que vuestra entrevista ha resultado más agradable que la mía.

—¿No alcanzó el éxito vuestro galanteo con la heredera sajona?

—Por los huesos de Tomás Becket —contestó De Bracy—, sospecho que lady Rowena intuyó que no puedo soportar las lágrimas femeninas.

—¡Vamos! —contestó el templario—. ¡Un capitán de mercenarios que se enternece por las lágrimas de una mujer! Unas gotas derramadas sobre la antorcha del amor permiten que la llama brille con más fuerza.

—Bendito seáis vos y vuestras pocas gotas que salpican —replicó De Bracy—. Pero esta damisela ha derramado suficientes lágrimas como para extinguir una hoguera. Nunca se han visto tales retorcimientos de manos ni ojos tan inundados desde los días de santa Niobe, de la cual nos hablaba el prior Aymer. Un verdadero diablo líquido se ha posesionado de la hermosa sajona.

—Una legión de demonios se han posesionado del pecho de la judía —replicó el templario—; porque no creo que uno solo de ellos, aunque se tratara del mismísimo Apollyon, sea capaz de inculcar tal indomable orgullo y resolución.

—Pero ¿dónde está Front-de-Boeuf? El clamor del cuerno va en aumento.

—Está negociando con el judío, según creo —replicó fríamente De Bracy—; seguramente los chillidos de Isaac ahogan el clamor del cuerno de caza. Debéis saber, señor Brian, que un judío que se separa de sus riquezas y en condiciones parecidas a las de nuestro amigo, es capaz de dar gritos más potentes que el estruendo de veinte cuernos y trompetas. Tendremos que mandar a los criados que le llamen.

Muy pronto se les unió Front-de-Boeuf, que había sido interrumpido en su cruel ocupación, aunque se había entretenido en su camino para dar algunas instrucciones.

—Veamos la causa de este maldito clamor —dijo De Bracy—. Aquí hay un mensaje y, si no me equivoco, está en sajón.

Miró el escrito, dándole vueltas, como si alimentara alguna esperanza de descifrarlo invirtiendo la posición del papel. Finalmente lo entregó a De Bracy.

—Puede que se trate de conjuros mágicos, porque no los entiendo —dijo De Bracy, que gozaba de la parte proporcional de la ignorancia de los caballeros de la época—. Nuestro capellán empeñóse en enseñarme a escribir, pero todas las letras que escribía tenían la forma de puntas de lanza y de hojas de espada; por lo tanto el anciano profesor abandonó la tarea.

—Dadme la carta —dijo el templario—; por nuestra condición de frailes poseemos algunos conocimientos que adornan nuestro valor.

—Aprovechemos vuestros reverendos conocimientos —dijo De Bracy—. ¿Qué dice el mensaje?

—Es un desafío en toda regla —contestó el templario—; pero, por nuestra señora de Belén, si no se tratara de una burda chanza, es el cartel más extraordinario que nunca ha cruzado el puente levadizo de un castillo señorial.

—¡Chanza! —dijo Front-de-Boeuf—. Me gustaría saber quién se atreve a chancearse de mí en lo que concierne a tales asuntos. Leed, sir Brian.

El templario leyó lo siguiente:

«Yo, Wamba, hijo de Witless, bufón de un hombre noble y libre, Cedric de Rotherwood, llamado , y yo Gurth, hijo de Beowulph, porquerizo…».

—¡Estáis loco! —dijo Front-de-Boeuf, interrumpiéndole.

—Por san Lucas que de este modo está escrito —contestó el templario, y reemprendió la lectura:

«… Yo, Gurth, hijo de Beowulph, porquerizo del dicho Cedric, con la ayuda de nuestros aliados y confederados, que hacen causa común con nosotros en esta contienda, a saber: el buen caballero llamado hasta el momento el Negro Holgazán y el decidido montero Robert Locksley, llamado Partevaras, a ti, Reginald Front-de-Boeuf y a tus aliados y cómplices, sean quienes sean, por haberte apoderado de la persona de nuestro amo el dicho Cedric por la fuerza y sin motivos conocidos ni pleito declarado, como también de la persona de la dama, libre por nacimiento, lady Rowena Hargottstandstede, y también de la persona del nacido libre Athelstane de Coningsburgh y también de los hombres libres que eran sus acompañantes, así como de algunos siervos suyos por nacimiento; como también de cierto judío llamado Isaac de York junto a su hija, judía, y cierto número de caballos y mulas. Estas nobles personas, con sus acompañantes y esclavos y también con los caballos y las mulas, judío y judía antes nombrados, estaban en paz con Su Majestad y viajaban como súbditos por el camino real. En consecuencia, nosotros te pedimos y requerimos que las susodichas nobles personas, a saber, Cedric de Rotherwood, Rowena de Hargottstandstede, Athelstane de Coningsburgh, con sus sirvientes, acompañantes y seguidores y también los caballos y las mulas, el judío y la judía ya nombrados, con todos los bienes que les pertenecen, sean, en el plazo de una hora a contar desde este momento en que este mensaje te sea entregado, liberados y entregados intactos en cuerpo y pertrechos. Y de no hacerlo así, te anunciamos que os declararemos ladrones y traidores y os encontraremos en el campo de batalla, y os sitiaremos o tomaremos otras medidas y haremos lo posible para perjudicaros y destruiros. Dios os guarde… Firmado por nosotros en la víspera de san Withold, bajo la gran encina del camino de Harthill. Lo que antecede está escrito por un religioso, clérigo de Dios, de nuestra Señora y de san Dunstan en la capilla de Copmanhurst».

Al pie de este documento iba garabateado en primer lugar un tosco dibujo representando la cabeza de un gallo con su cresta, con una leyenda que explicaba que este jeroglífico era la firma de Wamba, hijo de Witless. Bajo este respetable emblema había una cruz como firma de Gurth, el hijo de Beowulph. Seguían, entonces, escritas con grandes y toscos caracteres las palabras: el Negro Holgazán. Y, cerrando el conjunto, una flecha bastante bien dibujada representaba la marca del montero Locksley.

Los caballeros escucharon la lectura del bizarro documento de principio a fin, y después se miraron uno al otro en silenciosa diversión, como si fueran incapaces de descifrar su significado. De Bracy fue el primero en romper el silencio, estallando con una incontrolable explosión de carcajadas. A ellas se unió, aunque con más moderación, el templario. Por el contrario, Front-de-Boeuf parecía molesto por aquellas extemporáneas muestras de jocosidad.

—Os advierto, nobles señores, que sería mejor os pusierais de acuerdo acerca de cómo vamos a enfrentarnos a la situación. A nada conduce que os abandonéis a intempestivas risas.

—Athelstane no ha recobrado la serenidad desde que fue desmontado —dijo De Bracy dirigiéndose al templario—. Está asustado con el solo hecho de pensar en un nuevo desafío, aunque proceda de un loco y de un porquerizo.

—Por san Miguel —contestó Front-de-Boeuf—, quisiera que fuerais vos solo a soportar todo el peso y las consecuencias de este embrollo, De Bracy. Estos individuos no se hubieran atrevido a obrar impunemente de no saberse respaldados por algunas bandas de forajidos. Abundan en estos bosques y no me perdonan que proteja mis venados. Pillé a uno de ellos con las manos en la masa y no se me ocurrió nada más que atarle a las astas de un ciervo, que por cierto dio buena cuenta de él y en cinco minutos lo remató. Desde entonces han disparado tantas flechas contra mi persona, que fueron pocas las que dieron en el blanco del torneo de Ashby. Oye, tú —añadió dirigiéndose a uno de sus criados—, ¿has enviado a alguien para averiguar cuántos hombres respaldan este desafío?

—Por lo menos hay doscientos hombres reunidos en el bosque —contestó el escudero de guardia.

—¡He aquí un bonito asunto! —exclamó Front-de-Boeuf—. Esto me sucede por dejaros mi castillo y no sólo no habéis obrado cautelosamente, sino que habéis atraído a un verdadero enjambre de avispas que hasta me zumban los oídos.

—¿Avispas? —dijo De Bracy—. Mejor dirás zánganos sin aguijón. Una partida de bribones holgazanes que se esconden en el bosque y destruyen la caza, en lugar de trabajar la tierra para ganarse el pan. ¡Sin aguijón, decís! —replicó Front-de-Boeuf—. Son portadores de cabezas de flecha de una yarda de largo y saben dispararlas y darle en el centro de una moneda francesa. ¡Suficiente aguijón!

—¡Vergüenza, señor caballero! —dijo el templario—. Reunamos a nuestra gente y carguemos sobre ellos. Un solo caballero…, qué digo, un simple escudero puede con veinte de los que forman esa chusma.

—¡Y aún les sobrarán fuerzas! —dijo De Bracy—. En lo que a mí se refiere, vergüenza me daría el poner mi lanza en ristre ante ellos.

—Lo que decís sería cierto —contestó Front-de-Boeuf—, si se tratara de negros, turcos o moros, señor templario. O si se tratara de los campesinos muertos de hambre de Francia, valeroso De Bracy. Pero se trata de monteros ingleses sobre los cuales no tenemos ninguna ventaja, puesto que nuestras armas y caballos apenas nos serán de utilidad en las espesuras de los bosques. ¿Cargar contra ellos, decís? ¡Pero si escasamente contamos con hombres suficientes para defender el castillo! Los mejores hombres se encuentran en York, al igual que vuestra compañía, De Bracy. A duras penas contamos con veinte hombres, además de los pocos que han intervenido en este loco negocio.

—¿No supondréis —preguntó el templario—, que son capaces de reunir fuerzas suficientes para asaltar el castillo?

—Hasta este punto no creo, sir Brian —replicó Front-de-Boeuf—. Estos forajidos tienen un valiente capitán; pero sin máquinas, escaleras ni jefes experimentados, mi castillo les resulta inexpugnable.

—Avisad a vuestros vecinos —dijo el templario—. Que reúnan a su gente y acudan a rescatar a tres caballeros sitiados por un bufón y un porquerizo en el castillo feudal de Front-de-Boeuf.

—¿Bromeáis, señor caballero? —contestó el barón—. ¿Qué vecinos podría avisar? Malvoisin se encuentra en York con su tropa, al igual que mis otros aliados, y allí también estaría yo de no haber sido por esta infernal y descabellada aventura.

—Mandad recado a York y llamad a nuestra gente —dijo De Bracy—. Si miran sin pestañear mi estandarte movido por el viento, declararé que son los más rudos bandoleros que han tensado el arco en los verdes bosques.

—¿Y quién ha de llevar el mensaje? —dijo Front-de-Bceuf—. Estarán vigilando cada vereda y agarrarán a cualquiera que por ella pase… ¡He dado con la solución! —añadió después de una corta pausa—. Señor templario, vos sabéis escribir, puesto que sabéis leer; y si ahora pudiera dar con el recado de escribir que perteneció a mi capellán fallecido hará un año entre las brumas de sus borracheras navideñas…

—Si me lo permitís —dijo el escudero que todavía se hallaba a la espera—, creo que la vieja Urfried lo guardó por amor al confesor. Fue el último hombre, según creo haber oído de sus labios, que la trató con la cortesía que se le debe a una doncella o a una matrona.

—Ve y procura dar con ello —dijo Front-de-Boeuf—. Entonces, señor templario, daréis la adecuada respuesta a este descarado desafío.

—Preferiría contestar a punta de espada y no con la flaqueza de la pluma —dijo Bois-Guilbert—. Pero sea como queráis…

De acuerdo con esta resolución, acabó por sentarse y, en francés, escribió la siguiente epístola:

Sir Reginald Front-de-Boeuf, con sus nobles y caballerosos aliados y confederados, no hace caso de las bravatas procedentes de esclavos, pastores y fugitivos de la ley. Si en verdad la persona que se hace llamar el Caballero Negro puede reclamar para sí los honores de la caballería, debería saber que le degrada aliarse con tales esbirros y por ello no tiene derecho alguno y no es tenido en cuenta por los buenos hombres de sangre noble. En lo referente a los prisioneros, os pedimos en nombre de la caridad cristiana que mandéis a un religioso para que les oiga en confesión y les reconcilie con Dios, ya que es nuestro inamovible propósito ejecutarlos mañana al amanecer. Expondremos sus cabezas en las almenas para demostrar a todo el mundo en cuán poca estima tenemos a aquellos que se han comprometido a rescatarlos. Por lo tanto, os requerimos para que mandéis a un clérigo para reconciliarles con Dios, con lo que les prestaréis el último servicio sobre la tierra.

La carta fue entregada al escudero para que a su vez la diera al mensajero que esperaba la respuesta al mensaje que había traído. El montero regresó al cuartel general de sus aliados, establecido a la sombra de una venerable encina, distante unos tres tiros de flecha del castillo. Allí, Wamba y Gurth, con sus aliados el Caballero Negro, Locksley y el jovial ermitaño, esperaban con impaciencia la contestación a su reto. A su alrededor había numerosos y rudos monteros, vestidos con trajes campestres, y las facciones curtidas por la intemperie. Se habían reunido más de doscientos y otros muchos iban llegando a toda prisa. Los jefes tan sólo se distinguían de los demás por una pluma que llevaban en el gorro, siendo sus armas y equipos idénticos a los de los demás.

También se habían presentado otras fuerzas más heterogéneas y peor esquivadas, formadas por los habitantes sajones de las aldeas vecinas, así como también por criados y sirvientes de las extensas posesiones de Cedric. Sólo unos pocos poseían armas adecuadas, pues habían tomado aquellos objetos que la necesidad algunas veces convierte en instrumentos militares. Rejones para la caza del jabalí, picas, hoces y diversas herramientas constituían su principal armamento, ya que los normandos, usando la política común a todos los conquistadores, no dejaban que los vencidos sajones usaran la espada y la lanza. Por eso el gran número de sajones no impresionaba a los sitiados ni por la fuerza de los hombres, ni por el superior número, ni por el ardor que inspiraba una causa justa. A este ambiguo y completo ejército iba dirigida la carta del templario.

El mensajero se la entregó al fraile que en voz alta leyera su contenido.

—Por el cayado de san Dunstan —dijo el buen eclesiástico—, que condujo al rebaño más ovejas que cualquier otro santo del paraíso, os juro que no soy capaz de descifraros esta jerga, la cual, ya sea francesa o arábiga, está fuera de mis alcances.

Pasó la carta a Gurth, que meneó la cabeza pesaroso y se la entregó a Wamba. El bufón miró el papel por los cuatro costados con muecas de afectada inteligencia, parecidas a las que haría un mono; después hizo una cabriola y dio la carta a Locksley.

—Si las mayúsculas fueran arcos y las minúsculas flechas, algo sacaría en limpio —dijo el bravo montero—; pero tal como están las cosas, el significado de la carta tiene tanto que temer de mí como un ciervo a doce millas de distancia.

—Entonces, yo intentaré descifrar su contenido —dijo el Caballero Negro y, arrebatándole la carta a Locksley, la leyó primero para sí y después la explicó en sajón a sus confederados.

—¡Ejecutar al noble Cedric! —exclamó Wamba—. Por el santo madero: os debéis haber equivocado, señor caballero.

—Yo no, mi buen amigo —replicó el caballero—. Os he traducido exactamente lo que dice el escrito.

—Entonces, por santo Tomás de Canterbury —dijo Gurth—, debemos tomar el castillo aunque sea con nuestras propias manos.

—De nada más disponemos —replicó Wamba—; pero las mías apenas pueden amasar yeso.

—Se tratará de una treta para ganar tiempo —dijo Locksley—; no se atreverán a cometer un acto por el cual yo mismo les castigaría con todo rigor.

—Si alguien —dijo el Caballero Negro—, lograra ser admitido en el castillo y averiguara cuál es la situación real, mucho habríamos ganado. Creo que, puesto que piden un confesor, este santo ermitaño podría al momento ejercitar su piadosa vocación y procurarnos la información que deseamos.

—¡Llévese el diablo a ti y a tu consejo! —dijo el piadoso ermitaño—. Te digo, Caballero Haragán, que cuando visto mis hábitos de monje, el estado clerical, la santidad y los mismísimos latines van conmigo; pero cuando visto el verde gabán, mejor puedo dar muerte a veinte ciervos que confesar a un solo cristiano.

—Me temo —dijo el Caballero Negro—, mucho me temo que nadie entre nosotros esté dispuesto ni capacitado para adoptar el papel de padre confesor.

Se miraron entre sí y guardaron silencio. Dijo Wamba al cabo de un rato:

—Veo que el loco tiene que hacer otra vez el loco y arriesgar el cuello en una aventura de la cual nada quieren saber los hombres cuerdos. Debéis saber, mis queridos primos y paisanos, que vestí el sayo antes que el gorro con cascabeles, y que fui educado para fraile hasta que me alcanzaron unas fiebres cerebrales que me dejaron el seso suficiente para ser un loco. Confío que con la ayuda de los hábitos del ermitaño, además de la santidad, clericalidad, y saberes que en su caperuza se almacenan, confío digo que estaré capacitado para administrar consuelo espiritual a nuestro buen amo Cedric y a sus compañeros de infortunio.

—¿Crees que tiene seso suficiente para hacerlo? —le preguntó a Gurth el Caballero Negro.

—No lo sé —dijo Gurth—; pero si no lo tiene, ésta será la primera vez que le falte para sacar provecho de su locura.

—Pues, ¡adelante con los hábitos! —dijo el Caballero Negro—. Que tu amo nos informe de la situación en el castillo. Pocos deben ser en número y si son cinco a uno podemos vencerles con un ataque súbito y decidido. El tiempo pasa. Anda, marcha.

—Y al mismo tiempo —dijo Locksley—, sitiaremos la plaza tan estrechamente que ni una mosca podrá salir con noticias de él. Así que, mi buen amigo —continuó dirigiéndose a Wamba—, puedes asegurar a estos tiranos que cualquier acto de violencia que cometan contra las personas de sus prisioneros recaerá severamente y sin compasión sobre ellos mismos.

— —dijo Wamba, que ya se había endilgado su disfraz de religioso. E imitando el solemne y envarado porte de los frailes, partió para llevar a cabo su misión.

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