Ivanhoe

Capítulo XXVIII

XXVIII

Aislada y nómada, la raza judía presume de alternar en letras y en arte, y, sin duda, tiene en todas partes un escondido tesoro como si fuera su amante.

Lo perdido y despreciado se vuelve oro acuñado en su poder.

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Nuestra historia debe retroceder un poco con objeto de informar al lector de ciertos pasajes importantes para el entendimiento de esta historia. Su propia inteligencia le habrá permitido adivinar que cuando Ivanhoe se derrumbó y pareció que todo el mundo le abandonaba, Rebeca, a fuerza de importunar a su padre, consiguió sacarlo de las lizas y que le transportaran en su litera a la casa que el judío habitaba en los suburbios de Ashby.

En otras circunstancias no hubiera sido difícil convencer a Isaac, porque su naturaleza era noble y agradecida. Pero a la vez poseía la timidez, los escrúpulos y los prejuicios de su raza perseguida. Contra ellos tuvo que luchar su hija.

—Santo Abraham —decía Isaac—, es un buen joven y mi corazón se conmueve al ver cómo la sangre de su herida empapa su corselete ricamente bordado… pero ¡tanto como llevarle a nuestra casa! ¿Lo has meditado, damisela? Se trata de un cristiano y según nuestra ley no debemos tratar con extraños ni gentiles, a no ser que redunde en beneficio de nuestro comercio.

—No hables así, querido padre mío —replicó Rebeca—. Es verdad que no debemos mezclarnos con ellos en las diversiones ni en el banquete. Pero cuando están heridos o en desgracia, el gentil se convierte en hermano del judío.

—Me gustaría saber qué opinaría el rabino Jacob ben Tudela —replicó Isaac—. A pesar de todo, no hay que permitir que el buen mancebo se desangre hasta morir. Que Set y Rubén le lleven a Ashby.

—No, que le coloquen en mi litera —dijo Rebeca—. Yo montaré uno de los palafrenes.

—Sólo conseguirías exponerte a las burlas de estos perros de Ismael y de Edom —murmuró Isaac, dirigiendo una mirada recelosa a la multitud de caballeros y escuderos.

Pero Rebeca ya estaba ocupada en llevar a efecto sus caritativos propósitos y no oyó aquellas palabras hasta que Isaac la agarró de la manga y exclamó en voz atropellada:

—¡Por las barbas de Aarón! ¿Qué sucederá si el joven muere? Si muere bajo nuestros cuidados, ¿no seremos acaso considerados culpables de su sangre derramada y destrozados por la multitud?

—No morirá, padre mío —dijo Rebeca, escapando con suavidad al acoso de Isaac—. No morirá si no le abandonamos; en caso contrario, así seremos responsables de su sangre ante Dios y ante los hombres.

—No —dijo Isaac, dejándola libre—. Me duele tanto ver las gotas de su sangre como si fueran besantes que cayesen de mi propia bolsa, y sé que las lecciones de Miriam, hija del rabino Manasses de Bizancio, cuya alma se encuentra en el paraíso, te hicieron diestra en el arte de curar y que conoces el poder de las hierbas y la fuerza de los elixires. Obra según creas conveniente. Eres una buena muchacha, una bendición, una corona de oro, la misma canción que alegra mi casa y la descendencia de nuestros padres.

De todos modos, los recelos de Isaac no carecían de fundamento, y la generosa caridad de su hija la expuso, en su camino de regreso a Ashby, a las descaradas miradas de Brian de Bois-Guilbert. El templario la observó dos veces, fijando abiertamente sus ojos ardientes en la hermosa judía, y ya hemos podido ver las consecuencias de la admiración que provocaban sus encantos, cuando las circunstancias la arrojaron bajo el poder del voluptuoso caballero sin principios.

Rebeca no perdió el tiempo en notificar al paciente que sería transportado a su albergue, y se dispuso a examinar y a vendar sus heridas con sus propias manos. Los jóvenes lectores de baladas y romances deben recordar cuán a menudo las mujeres, en las edades oscuras, como se las conoce, eran iniciadas en los misterios de la cirugía y cuán frecuentemente el galante caballero era curado por aquella cuyos ojos habían herido más profundamente su corazón.

Pero los judíos, tanto hombres como mujeres, dominaban y practicaban todas las ramas de la medicina, los monarcas y poderosos varones de aquellos tiempos tenían frecuentemente a su servicio a algunos de los sabios pertenecientes a la raza aborrecida para cuando resultaban heridos o caían enfermos. La asistencia de los médicos judíos era de las más solicitadas, aunque entre los cristianos prevalecía la creencia general de que los rabinos también poseían los secretos de las ciencias ocultas y muy particularmente del arte cabalístico, cuyo nombre y origen proceden de los estudios realizados por los rabinos de Israel. Tampoco ellos negaban estos conocimientos de las artes sobrenaturales, ya que no aumentaba (¿cómo podría aumentarlo más todavía?) el odio con que era considerado su pueblo, pero sí contribuía a disminuir la malevolencia. Un mago judío podía ser tan aborrecido como un usurero de la misma raza, pero no sería despreciado en la misma medida. Además, también era probable, teniendo en cuenta las difíciles curaciones por ellos conseguidas, que los judíos estuvieran en posesión de algunos secretos particulares en relación con el modo de sanar heridas, lo cual, debido a las precarias condiciones en que se desarrollaba la vida, tuvieron cuidado en mantener secreto.

La hermosísima Rebeca se había educado en los conocimientos de la ciencia peculiar de su raza. Con su talento natural y sus dotes de observación, había conseguido incluso ampliar y profundizar su saber a pesar de su juventud, de su sexo y hasta de los tiempos en que vivía. Su conocimiento de la medicina y del arte de curar le había sido transmitido por una anciana judía, hija de uno de los más renombrados doctores, la cual amaba a Rebeca como a su propia hija. Decían que la anciana le había comunicado los secretos recibidos de su padre, y además en idénticas circunstancias. El destino hizo que Miriam cayera víctima del fanatismo de la época; pero sus secretos habían sobrevivido a ella gracias a su competente alumna.

Rebeca, adornada tanto con ciencia como con belleza, era admirada y estimada por su propio pueblo, que la consideraba como una de aquellas mujeres bien dotadas que menciona la Historia Sagrada. Su mismo padre, encantado con su talento y dejándose llevar por el afecto paternal, permitía a la doncella una mayor libertad que la que se acostumbraba a conceder a las jóvenes judías; y no pocas veces se dejaba guiar por la opinión de su hija.

Cuando Ivanhoe llegó a la habitación de Isaac, estaba todavía inconsciente debido a la cantidad de sangre perdida durante los esfuerzos realizados en la liza. Rebeca examinó la herida y, habiéndola aplicado los remedios curativos que su arte prescribía, informó a su padre que si podía evitar que subiera la fiebre, cosa que temía, y si el bienhechor bálsamo de Miriam conservaba la virtud, no había que temer por la vida de su huésped, el cual estaría en condiciones de viajar con ellos a York al día siguiente sin ningún peligro. Con recelo escuchó Isaac este anuncio. Su caridad se hubiera terminado, de buena gana, en Ashby; a lo más hubiera dejado al cristiano herido en la casa en que se hallaban para ser atendido, prometiendo al hebreo a quien pertenecía que se haría cargo de todos los gastos. A este proyecto Rebeca opuso muchas razones, de las cuales mencionamos dos, que fueron las que más pesaron en el ánimo de Isaac. La primera, que de ningún modo confiaría el bálsamo a las manos de otro médico, aunque se tratara de un miembro de la propia tribu, ya que se expondría a desvelar tan valioso secreto. Y la segunda razón: que el caballero herido, Wilfred de Ivanhoe, era el más íntimo favorito de Ricardo y, en caso de que el monarca regresara, Isaac, que había proporcionado los medios para que su hermano Juan prosiguiera sus propósitos de rebelión, iba a necesitar un poderoso protector que gozara del favor de Ricardo.

—Has hablado con prudencia —dijo Isaac, considerando muy acertados estos poderosos argumentos—. Ofenderíamos al cielo si divulgáramos, aunque fuera por negligencia, los secretos de Miriam; porque los bienes de que Dios nos hace partícipes no han de ser menospreciados divulgándolos entre los demás…, sean éstos talentos de oro o cequíes de plata, o los secretos misterios de un médico sabio. Con razón deben ser preservados de aquéllos a los cuales la providencia no quiso favorecer. Y en cuanto a quien los nazarenos ingleses nombran , mejor sería caer en las garras de un verdadero león de Idumea que en las suyas, si algún día se entera de mis tratos con su hermano. Por lo tanto, atenderé a tu consejo y este joven viajará a York con nosotros y nuestra casa será su hogar hasta que sus heridas cicatricen. Y si el que tiene el corazón de león vuelve a su tierra, como se viene murmurando, este Wilfred de Ivanhoe será para mí como un muro de defensa cuando se desate contra tu padre el furor real. Y dado el caso que no regresara, dicho Wilfred bien podrá resarcirnos al ganar riquezas con la fuerza de su brazo y de su espada, como ya lo hizo ayer y hoy. Porque el joven es un buen mancebo y sabe mantener sus compromisos y devuelve lo que prestado pide y socorre al israelita, incluso al hijo de la casa de mi padre cuando es perseguido por ladrones poderosos y por los hijos de Belial.

Hasta la caída de la noche, Ivanhoe no recobró el conocimiento. Despertó con aquella confusión de ideas que sigue a la debilidad. Por algún tiempo no pudo recordar las circunstancias que habían precedido a su desmayo en la liza. Ni tampoco pudo escalonar los acontecimientos en que había tomado parte el día anterior. Recordaba corceles atropellándose, derribando y derribados a su vez, gritos y chocar de armas y todo el tumulto de la confusa pelea. A duras penas consiguió apartar ligeramente las cortinas que adornaban su lecho, pues le costaba mucho sobreponerse al dolor de su herida.

Con gran sorpresa, se vio en un cuarto amueblado con magnificencia, donde en vez de sillas había cojines. Y al observar algún que otro detalle de gusto oriental, empezó a dudar si durante su desmayo no habría sido llevado de nuevo a tierras de Palestina. Esta impresión se le acentuó cuando, al apartarse suavemente la tapicería, una forma femenina vestida con una rica túnica que más participaba de la moda oriental que de la europea, se deslizó desde la puerta que escondía el tapiz, seguida por un criado de morena tez.

Cuando el caballero herido estaba a punto de interpelar a la hermosa aparición, ésta ordenó silencio colocando un fino dedo sobre sus labios de rubí, mientras que el criado, acercándosele, procedió a descubrir el costado de Ivanhoe. La hermosa judía dio muestras de satisfacción al ver que los vendajes estaban en su sitio y la herida presentaba buen aspecto. Cumplió con su deber con digna simplicidad, sublimando con su proceder incluso lo que hubiera podido ser considerado como repugnante para la condición femenina. La idea de que una persona tan joven y hermosa se encontrara a los pies de la cama de un enfermo, vendando la herida de un paciente de diferente sexo, desaparecía ante la visión de un ser caritativo que prestaba su eficaz ayuda para aliviar el dolor. Las pocas y concisas instrucciones que Rebeca dio al criado fueron pronunciadas en hebreo, y el anciano, que ya había sido su ayudante en otros casos similares, obedecía sin replicar.

Los acentos de una lengua desconocida, procedentes de los labios de la hermosa Rebeca, daban el romántico y placentero efecto que la fantasía otorga a los versos recitados por alguna hada benévola; cierto que resultaban ininteligibles, pero los gestos bondadosos que los acompañaban conmovían el corazón. Ivanhoe les dejó que tomaran las medidas que creyeran más oportunas para su curación. Sólo cuando el amable doctor se disponía a retirarse, no pudo aguantar su curiosidad por más tiempo.

—Gentil doncella —empezó a decir en lengua arábiga, que le era familiar debido a sus viajes. Creyó que ésta sería mejor comprendida por la dama del turbante que se hallaba ante él—. Os ruego, gentil doncella, tengáis a bien…

Pero fue interrumpido por el hermoso médico, y una sonrisa que a duras penas pudo contener iluminó por un instante su rostro, desvaneciendo su habitual melancolía.

—Soy de Inglaterra, señor caballero, y hablo inglés, aunque mi vestido y mi linaje sean de otros climas.

—Noble dama… —empezó de nuevo Ivanhoe, y de nuevo se apresuró Rebeca a interrumpirle.

—No me otorguéis el epíteto de noble. Será conveniente que sepáis cuanto antes que vuestra enfermera es una pobre judía, hija de aquel Isaac de York a quien protegisteis. Por lo tanto, es obligación de él y de todos sus familiares atenderos con los cuidados que vuestro estado requiere.

No sabemos si lady Rowena hubiera quedado muy satisfecha con la mirada cargada de emoción con que su amado caballero acababa de observar las hermosas facciones y esbeltas formas de la bella Rebeca; aquellos mismos ojos cuya brillantez era sombreada y, en cierto modo, quedaban endulzados por las sedosas pestañas, que un trovador hubiera podido comparar a la estrella del crepúsculo lanzando sus dardos luminosos a través de unas ramas de jazmín. Pero Ivanhoe era demasiado buen católico para fijarse demasiado en una judía. Esto lo había previsto Rebeca y por ello se había apresurado a mencionar el nombre y el linaje de su padre; sin embargo, ya que la bella y prudente hija de Isaac poseía como es lógico cierta debilidad femenina, suspiró interiormente complacida por la mirada de respetuosa admiración y ternura de Ivanhoe. De pronto, ésta le transformó en una fría, educada y reservada inspección, que no denotaba más sentimientos que los de la gratitud por las atenciones recibidas de quien menos las esperaba. Esto no quiere decir que el ulterior comportamiento de Ivanhoe expresara algo más que el devoto homenaje que la juventud rinde a la hermosura; pero no dejaba de ser mortificante que una simple palabra cambiara el curso de las cosas, dejando a Rebeca en una situación incómoda, propia de unas gentes degradadas a las cuales no se podía rendir homenaje alguno.

La naturaleza cándida y gentil de Rebeca no reprochó la actitud de Ivanhoe, que compartía los prejuicios de la época. Por el contrario, la hermosa judía, consciente de que su paciente la consideraba un ser integrado en una raza abominable y con la que no se debía mantener más relaciones que las necesarias, no dejó de prodigarle su plena atención. Le informó de la conveniencia de trasladarse a York y que su padre había decidido llevarle en aquel viaje y atenderle en su propia casa, hasta que estuviera restablecido. A Ivanhoe le repugnó este plan y se justificó declarando que no deseaba causar más molestias a sus benefactores.

—¿Es que en Ashby o en sus alrededores no hay algún caballero sajón, tal vez algún rico campesino que quiera cargar con la molestia de atender y dar posada a un paisano herido hasta que pueda vestir de nuevo la armadura? ¿No existe ningún convento sajón donde pueda ser recibido? ¿O no podría ser trasladado a Burton, donde me daría hospedaje Waltheoff, abad de san Withold, que es pariente mío?

—Cualquiera de estos albergues —dijo Rebeca con una sonrisa melancólica— sería incuestionablemente más conveniente para vos que el miserable cobijo de un despreciado judío; a pesar de ello, señor caballero, a no ser que despreciéis a vuestro médico, no podéis cambiar de refugio. Nuestro pueblo, como bien sabéis, es más diestro en curar las heridas que en producirlas, y en nuestra familia disponemos de secretos que nos han llegado a través de los tiempos, heredados del mismo Salomón, y de los cuales ya habéis podido juzgar los méritos. No, nazareno…, perdón, señor caballero, ningún médico que se encuentre entre los siete mares de Inglaterra hará que vistáis vuestro corselete antes de un mes.

—¿Y cuánto tiempo necesitas tú? —dijo Ivanhoe con impaciencia.

—Ocho días, si sois paciente y seguís mis instrucciones —replicó Rebeca.

—Por Nuestra Señora bendita —dijo Wilfred—, si no es pecado el nombrarla en este lugar, no es el momento para mí ni para ningún fiel caballero de estarse inactivo; y si cumples tu promesa, doncella, te recompensaré con mi casco lleno de coronas, vengan de donde vengan.

—Cumpliré mi promesa —dijo Rebeca—, y llevaréis la armadura en ocho días a partir de hoy si me prometéis un favor en vez de la cascada de plata que me habéis ofrecido.

—Si está en mi mano y es de naturaleza tal que un caballero cristiano lo pueda ofrecer a uno de distinta raza —replicó Ivanhoe—, te garantizo que ya puedes contar con él y con mi buena voluntad.

—No —contestó Rebeca—, sólo quiero rogaros que de hoy en adelante creáis que un judío puede rendir un buen servicio a un cristiano sin buscar otro galardón que la bendición del gran padre que creó a ambos, judíos y gentiles.

—Sería pecado dudarlo, doncella —replicó Ivanhoe—, y me confío a tu destreza sin más escrúpulos. Tampoco te haré más preguntas. Tengo plena confianza en que harás lo posible para que pueda vestir la armadura de aquí a ocho días. Y ahora, mi amable médico, facilítame noticias del exterior. ¿Qué ha sido del noble sajón llamado Cedric y de su familia? ¿Y qué se hizo de la hermosa señora…? —se detuvo, como si no quisiera pronunciar el nombre de Rowena en la morada de un judío—. Quiero decir, ¿qué sabes de aquélla que fue nombrada reina del torneo?

—Y que fue elegida por vos, señor caballero; juicio que causó tanta admiración como valor —replicó Rebeca.

La sangre que Ivanhoe había perdido no impidió que sus mejillas se colorearan al darse cuenta de que había traicionado incautamente su profundo interés por Rowena con su torpe intento para disimularlo.

—No quería hablar tanto de ella como del príncipe Juan —dijo—. Y también me gustaría tener noticias de un fiel escudero y saber por qué no me está atendiendo.

—Dejadme utilizar mi autoridad de médico —contestó Rebeca—. Os ruego que guardéis silencio y evitéis reflexiones que puedan perturbaros, mientras pongo en vuestro conocimiento aquello que queréis saber. El príncipe Juan ha suspendido el torneo y ha marchado a toda prisa a York, con los nobles, caballeros y clérigos de su séquito, después de haber hecho acopio de cuanto dinero pudo conseguir por cualquier medio. Se dice que quiere ceñir la corona de su hermano.

—No sin que haya quien luche en su defensa —dijo Ivanhoe, incorporándose en el lecho—, si existe un solo súbdito fiel en Inglaterra. Pelearé por los derechos de Ricardo contra los mejores…, contra uno o dos cada vez.

—Pero antes debéis recobrar fuerzas —dijo Rebeca tocando su hombro con la mano—, ahora debéis cumplir mis instrucciones y estaros quieto.

—Es cierto, doncella —dijo Ivanhoe—, tan quieto como estos inquietos tiempos lo permitan. ¿Y Cedric y sus familiares?

—Hace poco que llegó su mayordomo —dijo la judía— a toda prisa, a pedirle cierta cantidad a mi padre por el precio de la lana de los rebaños de Cedric, y por él supe, que Cedric y Athelstane de Coningsburgh habían abandonado el albergue del príncipe Juan muy disgustados y estaban a punto de regresar a casa.

—¿Asistió con ellos al banquete alguna dama? —dijo Wilfred.

—Lady Rowena —dijo Rebeca, contestando a la pregunta con más precisión que la requerida—. Lady Rowena no acudió al banquete del príncipe y, según nos informó el mayordomo, se encuentra de regreso hacia Rotherwood junto con su tutor Cedric. Y en cuanto a Gurth, vuestro fiel escudero…

—¡Ah! —exclamó el caballero—; pero ¿conoces su nombre? Claro —añadió de inmediato—, bien puedes y bien debes saberlo porque de tu mano y, como ahora no me cabe ninguna duda, de tu natural generosidad, recibió ayer cien cequíes.

—No lo mencionéis —dijo Rebeca, sonrojándose—. Cuán fácil le es a la lengua traicionar aquello que el corazón de buena gana disimularía.

—Pero esta cantidad de oro —dijo el caballero con gravedad—, debe ser restituida a tu padre; comprometo mi honor en ello.

—Sea como deseáis —dijo Rebeca—, cuando hayan transcurrido ocho días; pero ahora no penséis en nada que pueda retrasar vuestra curación.

—Así sea, amable doncella —dijo Ivanhoe—. Ingrato me mostré al desobedecer tus órdenes. Pero, una sola palabra más sobre la suerte que ha corrido el pobre Gurth y habré acabado de hacerte preguntas.

—Me duele deciros, señor caballero —contestó la judía—, que está bajo vigilancia por orden de Cedric… —Al comprobar el disgusto que le proporcionaba esta información a Ivanhoe, añadió con rapidez—: Pero Oswald, el mayordomo, dijo que si no sucedía algo que hiciera cambiar a su amo de parecer, estaba seguro de que perdonaría a Gurth, como fiel servidor que era y por haber siempre gozado de su alta estima. Por otra parte, únicamente había faltado a causa del amor que le profesaba al hijo de su amo. Y añadió, además, que él y sus camaradas, especialmente el bufón Wamba, había decidido ayudarle a escapar durante el camino, siempre que la ira de Cedric no pudiera calmarse.

—Quiera Dios que pueda llevar a cabo su propósito —dijo Ivanhoe—; pero parece que estoy predestinado a acarrear la ruina de aquéllos que de algún modo me demuestran su aprecio. Mi rey, por el cual he sido honrado y distinguido, ya veis que el hermano que más le debe se dispone a levantarse en armas y quiere quitarle la corona…; mis miradas han proporcionado disgustos y penas a la dama que quiero distinguir y que es la más hermosa de entre las de su sexo, y mi padre, debido a su carácter temperamental, puede que haga degollar al pastor solamente porque me prestó su leal y fiel servicio. Ya ves, doncella, a qué desafortunado tienes que asistir. Sé prudente y déjame partir antes de que las desgracias que me siguen el rastro como galgos de caza también te alcancen a ti.

—No —dijo Rebeca—. Vuestra debilidad y pena, señor caballero, os obligan a interpretar torcidamente los propósitos del cielo. Habéis vuelto a vuestro país cuando más necesita la ayuda de una mano fuerte y un corazón generoso, y habéis humillado el orgullo de vuestros enemigos y de los del rey cuando más alto sonaba su cuerno; en cuanto a los males que habéis sufrido, ¿no veis cómo los cielos os han sabido proporcionar la ayuda de un médico aun entre aquéllos que son los más aborrecidos de la tierra? Por lo tanto, tened valor y pensad que estáis reservado para alguna gran proeza en favor de vuestro pueblo. Adiós, y cuando hayáis tomado la medicina que os enviaré por Rubén, procurad descansar para poder soportar mejor la jornada de mañana.

Este razonamiento convenció a Ivanhoe, que obedeció las instrucciones de Rebeca. La droga que le administró Rubén actuaba como un narcótico y sedante, y garantizaba al paciente un sueño profundo y tranquilo. A la mañana siguiente su devoto médico pudo comprobar que sería capaz de soportar las fatigas del viaje.

Fue acomodado en la litera que le había traído desde las lizas, y se tomaron todas las precauciones para que viajara cómodamente. Sin embargo, en una circunstancia no pudieron valerle las habilidades a Rebeca. Isaac, como el rico viajero de la décima sátira de Juvenal, en todo momento temía ser robado, consciente de que constituía una buena presa tanto para los caballeros normandos como para los forajidos sajones. No es de extrañar que viajara a gran velocidad, y si cortos eran los altos en el camino, más lo eran todavía los refrigerios. Por eso adelantó a Cedric y Athelstane, que le llevaban varias horas de ventaja, y que se habían retrasado con el festín que tuvo lugar en el convento de san Withold.

De todos modos, las prisas del judío tuvieron otras consecuencias muy diferentes a la velocidad. La rapidez con que se empeñaba en viajar, originó algunas disputas entre él y la comitiva que había alquilado para que le sirviera de guarda. Estaba compuesta por sajones y de ningún modo estaban exentos del amor nacional a las comodidades y a la buena vida que los normandos calificaban de pereza y glotonería. Invirtiendo el papel de Shylock, habían aceptado el encargo con la esperanza de hartarse a expensas del judío ricachón y no les hizo ninguna gracia el ver defraudadas sus intenciones. Se quejaban también por el riesgo que corrían sus caballos debido a estas marchas forzosas. Finalmente, entre Isaac y la compañía se suscitó una cuestión referente a la cantidad de vino y de cerveza que se les repartía en cada comida. Y así sucedió que cuando se dio la voz de peligro inminente, haciéndose patentes los temores de Isaac, los descontentos mercenarios le abandonaron a su suerte y desertaron.

En esta deplorable situación, el judío, su hija y su paciente fueron encontrados por Cedric, como ya se sabe, y poco después cayeron bajo tal poder de De Bracy y sus aliados. Al principio apenas llamó la atención la litera y hubiera podido quedarse atrás de no haber sido por la curiosidad de De Bracy, que la inspeccionó pensando que podría cobijar al objeto de su empresa, ya que Rowena no se había quitado el velo. Pero grande fue la sorpresa de De Bracy al descubrir que la litera escondía a un herido que, seguro de haber caído en manos de bandidos sajones entre los cuales su nombre le hubiera servido de protección, confesó abiertamente ser Wilfred de Ivanhoe.

La idea de caballeroso honor que, en medio de su vileza, nunca abandonaba del todo a De Bracy, le permitió defender al caballero indefenso contra Front-de-Boeuf, el cual no hubiera dudado en matar con cualquier pretexto al rival que reclamaba el feudo de Ivanhoe. Por otra parte, el liberar a un pretendiente favorito de lady Rowena, que tanto los sucesos del torneo como el destierro de la casa de su padre habían hecho patente, era ya algo fuera del alcance de la generosidad de De Bracy. Él sólo era capaz de un término medio entre la bondad y la maldad; por lo tanto ordenó a dos de sus escuderos que no se apartaran de la litera y que no permitieran que se acercara nadie a ella. En el caso que les hicieran preguntas, les aleccionó para que contestaran que la litera desocupada de lady Rowena era usada para transportar a uno de sus camaradas, que había resultado herido en la refriega. Al llegar a Torquilstone, mientras el templario y el señor del castillo ponían en práctica sus planes, el uno respecto de las riquezas del judío Isaac y el otro acerca de su hija, los escuderos de De Bracy condujeron a Ivanhoe, todavía como si de un compañero herido se tratara, a una apartada habitación. Esta misma explicación dieron a Front-de-Boeuf cuando éste preguntó por qué no habían acudido a las almenas al primer grito de alarma.

—¡Un compañero herido! —replicó iracundo y sorprendido—. No me extraña que bribones y monteros se hayan vuelto tan presuntuosos como para sitiar castillos, ni tampoco que bufones y porquerizos manden desafíos a los nobles, cuando podemos ver cómo las personas de armas se convierten en enfermeras y los componentes de la compañía de mercenarios han sido educados para ejercer de plañideras junto al lecho de un moribundo mientras el castillo está a punto de ser asaltado. ¡A las almenas, villanos holgazanes! —exclamó levantando tanto la voz que hizo resonar las bóvedas—. ¡A las almenas si no queréis que pulverice vuestros huesos con este trinchante!

Los hombres replicaron que no tenían otro deseo que acudir las almenas siempre que él se comprometiera a entendérselas con mi amo, que les había encargado atender al moribundo.

—¡El moribundo, truhanes! —contestó el barón—. Puedo aseguraros que no tardaremos en estar todos moribundos si no sabemos aguantar bravamente. Bien relevaré la guardia de este dolorido compañero vuestro. ¡Aquí, Urfried! Vejestorio, diablo de una bruja sajona, ¿no me oyes? Cuida de este compañero enfermo hasta que lo necesite y así estos bribones podrán usar las armas. Aquí tenéis estas ballestas con su tensor y dardos. ¡A la barbacana, y procurad que cada tiro atraviese una sesera sajona!

Aquellos hombres, que al igual de muchos de su condición, amaban la aventura y detestaban la inacción, acudieron alegremente a los lugares de peligro tal como se les había mandado. De aquel modo Ivanhoe pasó a los cuidados de Urfried o Ulrica. Pero ésta, cuyo cerebro hervía con los recuerdos de los insultos y las esperanzas de venganza, no tardó en traspasar de buena gana a Rebeca el cuidado del enfermo.

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