Sin Novedad En El Frente

Capítulo IV

Nos mandan a primera línea, a fortificar. Al atardecer llegan los camiones. Subimos. La noche es calurosa y la oscuridad parece una manta bajo la que nos sentimos a gusto. Nos une; incluso Tjaden, el avaro, me da un cigarrillo y me lo enciende.

Vamos apretados el uno contra el otro; nadie puede sentarse. Tampoco es la costumbre. Müller, por fin de buen humor, lleva sus botas nuevas.

Los motores roncan, los coches traquetean y crujen. Las carreteras están gastadas y llenas de agujeros. Los camiones tienen prohibido encender los faros y caemos en los baches que nos hacen ir de un lado a otro con peligro de caer fuera del coche. Esto no nos inquieta. ¿Qué puede suceder? Un brazo roto es mejor que un agujero en el vientre, y más de uno querría, precisamente, una ocasión para dar un paseo por su tierra.

Cerca de nosotros corren en largas columnas los coches del convoy de municiones. Van deprisa, nos avanzan continuamente. Les gritamos bellaquerías y nos responden.

Se hace visible una pared, pertenece a una casa apartada de la carretera. De pronto aguzo el oído. ¿Me engaño? Vuelvo a escuchar con claridad el graznido de una oca. Doy una ojeada a Katczinsky y él me la devuelve. Hemos entendido.

—Kat, estoy oyendo a un aspirante a nuestra cazuela.

Afirma:

—Cuando volvamos. Ya sé dónde está.

Naturalmente, Kat sabe dónde está. Seguro que conoce las ocas que existen en veinte kilómetros a la redonda.

Los camiones llegan a la zona ocupada por la artillería. El emplazamiento de las piezas está camuflado con ramas para ocultarlas a la vista de los aviadores. Parece una fiesta militar de los Tabernáculos. Esas glorietas tendrían un aspecto hermoso y plácido si sus ocupantes no fueran cañones.

El aire está lleno de humo y niebla. Notamos en la lengua el gusto amargo de la pólvora. Los estampidos resuenan tanto que el camión tiembla; el eco va perdiéndose a nuestras espaldas; todo se tambalea. Nuestros rostros van cambiando insensiblemente. No vamos a las trincheras, es cierto; sólo a fortificar, pero en cada uno de los rostros se puede leer: «He aquí el frente, estamos en sus dominios».

Esto no es todavía miedo. Quien, como nosotros, ha estado muchas veces en primera línea, tiene la piel curtida. Sólo aquellos reclutas tan jóvenes están emocionados. Kat les instruye:

—Esto ha sido un 30,5, se conoce por el ruido del disparo. Enseguida oiréis la explosión.

Pero el ruido sordo de las explosiones no llega hasta aquí. Lo ahoga el rumor general del frente. Kat escucha con atención:

—Esta noche habrá jarana.

Todos atendemos. El frente está intranquilo. Kropp dice:

—Los «Tommys» ya tiran.

Se oyen claramente los disparos. Son las baterías inglesas, a la derecha de nuestro sector. Empiezan con una hora de antelación. Nosotros empezamos siempre a las diez en punto.

—¿Qué les pasa ahora a aquéllos? —grita Müller—. ¿Se les ha adelantado el reloj?

—Os digo que habrá jaleo, lo siento en mis huesos —dice Kat, moviendo los hombros.

Cerca de nosotros disparan tres cañonazos. La llamarada corta al sesgo el aire y la niebla, los cañones gruñen y runrunean sordamente. Sentimos un escalofrío, pero estamos contentos porque mañana nos encontraremos de nuevo en las barracas.

Nuestros rostros no están más pálidos ni más encendidos que antes; ni más rígidos ni más lacios, y, a pesar de todo, son distintos. Notamos como si se hubiera establecido en nuestra sangre un contacto eléctrico. No es hablar por hablar, es un hecho. Es el frente, es la conciencia de encontrarnos en él lo que ha motivado este contacto. En el momento en que silban los primeros obuses, en que el aire se desgaja con los primeros disparos, os llega de pronto a la venas, a las manos, a los ojos, un ansia intensa, contenida, un estar ojo avizor, un vigoroso despabilamiento, un extraño aguzamiento de los sentidos. Con un brinco el cuerpo queda dispuesto a todo.

A veces me parece que es el aire agitado y brillante que penetra con su silencioso vuelo en nuestro interior; o quizás el mismo frente que irradia algún fluido movilizador de desconocidas fibras nerviosas.

Cada vez sucede igual, cuando venimos somos soldados, alegres o gruñones; pero en cuanto llegamos a las primeras baterías cada una de nuestras palabras tiene otro sonido.

Si Kat, ante las barracas, dice: «Habrá jaleo», no expresa nada más que su opinión. Pero cuando lo dice aquí, la frase toma el brillo de una bayoneta bañada por la luna, atraviesa, en línea recta, nuestros pensamientos, se acerca a aquella subconsciencia que se ha despertado en nosotros y le dice con oscura significación: «Habrá jaleo». Quizás es nuestra vida más íntima y más secreta la que se estremece y se apresta a defenderse.

Para mí el frente es un siniestro remolino. Cuando todavía estamos lejos y nos encontramos en aguas tranquilas sentimos ya aquella fuerza que nos sorbe, que nos atrae, lentamente, inevitablemente, sin que podamos ofrecerle ninguna resistencia. De la tierra y del aire brotan, no obstante, fuerzas de defensa; sobre todo de la tierra. Para nadie tiene tanta importancia la tierra como para el soldado. Cuando de bruces se aprieta contra ella, dilatadamente, con violencia; cuando hunde en ella su rostro y sus miembros poseído por el mortal terror del fuego, entonces la tierra es su único amigo, su hermano, su madre. Gime por su estupor y su miedo en el corazón de aquel silencio, en aquel refugio acogedor; ella lo recibe y después lo deja marchar hacia diez segundos más de carrera y de vida, para recogerlo de nuevo, tal vez para siempre.

¡Tierra! ¡Tierra! ¡Tierra! ¡Tierra, con tus relieves, con tus agujeros y salientes donde uno puede lanzarse y encogerse! Tierra, en las convulsiones del horror, en los espantos de la destrucción, en los mortíferos aullidos de las explosiones, tú nos envías la inmensa contraofensiva de la vida recuperada. El loco torrente de nuestra existencia destrozada refluye de ti, a través de nuestras manos; por esto, habiendo escapado a la muerte, hemos buscado tus entrañas y en la alegría muda y angustiosa de haber sobrevivido a este minuto, te hemos mordido con fuerza.

Una parte de nuestro ser retrocede miles de años en cuanto estallan los primeros obuses. Es el instinto de la bestia el que despierta en nosotros, el que nos guía y nos protege. No es consciente, es mucho más rápido, más seguro, más infalible que la conciencia clara. No puede explicarse.

Vas andando sin pensar en nada, y, de pronto, te encuentras agachado en el interior de un embudo mientras, por encima de tu cabeza, vuelan los pedazos de un obús; no te acuerdas, sin embargo, de haber oído silbar a la bomba ni de haber pensado en esconderte. Si hubieras de fiar en ti mismo, tiempo ha que tu cuerpo no sería sino un montón de carne esparcida por todas partes. Es este otro elemento, este instinto perspicaz el que nos ha movilizado y salvado sin saber cómo. Si no fuera por él, de Flandes a los Vosgos no quedaría ya un solo hombre.

Cuando nos ponemos en camino somos simples soldados, alegres o gruñones. Cuando llegamos a la zona del frente, nos convertimos en hombres fiera.

Nos acoge un bosquecillo raquítico. Atravesamos las cocinas de campaña. Nos apeamos detrás del bosque. Los camiones regresan. Mañana, antes de la aurora, vendrán a buscarnos.

La niebla y el humo cubren los prados a la altura del pecho. Arriba brilla la luna. Por la carretera pasan tropas. Los cascos de acero reflejan pálidamente la luz lunar. Las cabezas y los fusiles emergen de la niebla. Cabezas que se mueven, vacilantes cañones de fusil.

La niebla termina algo más allá. Las cabezas se convierten en figuras. Guerreras, pantalones y botas salen de la bruma como de un mar lácteo. Van formados en columna. La columna marcha hacia adelante, las figuras van haciéndose compactas, tomando aspecto de cuña y ya no podemos distinguir una de otra; sólo vemos un oscuro calce que avanza hacia adelante extrañamente nutrido por las cabezas y los fusiles flotantes que van saliendo del estanque brumoso. Ya no son hombres. Son una columna.

Por un camino transversal pasan cañones ligeros y carros de municiones. Los lomos de los caballos brillan al claro de luna, sus movimientos son hermosos, levantan vivamente la cabeza y puede verse lucir sus ojos. Los carros y los cañones parecen resbalar sobre un fondo de paisaje lunar. Los jinetes, con sus cascos de acero, parecen caballeros de tiempos pasados; es algo de una extraña belleza que cautiva.

Llegamos a la base de zapadores. Algunos de nosotros cargan en sus espaldas unas barras de hierro curvas y afiladas; los demás pasan unos lingotes metálicos por el centro de unos rollos de alambre espinoso y se los llevan. La carga es incómoda y pesada.

El terreno está desbastado. Los de cabeza gritan:

—¡Cuidado! A la izquierda hay un embudo.

—¡Ojo! Una trinchera…

Vamos con los ojos muy abiertos, los pies y el bastón palpan el terreno antes de avanzar. Súbitamente, el grupo se detiene; damos de narices contra el hombre que nos precede y maldecimos.

Unos camiones destrozados por la metralla nos impiden el paso. Otro aviso:

—Apagad los cigarrillos y las pipas.

Estamos casi en las trincheras de primera línea. Entretanto, ha oscurecido. Rodeamos un bosquecillo y el sector del frente queda ante nosotros.

Un incierto resplandor rojizo se extiende por todo el horizonte. Se agita continuamente atravesado por los relámpagos de las baterías. Por encima de nuestras cabezas se elevan las bolas luminosas, rojas o plateadas, que estallan y se deshacen en una lluvia de estrellas blancas, verdes y encarnadas. Los cohetes franceses se abren en espiga y despliegan un paracaídas de seda que baja lentamente, planeando. Lo iluminan todo con una claridad diurna, el resplandor llega hasta nosotros, vemos nuestra sombra netamente recortada en el suelo. Planean unos minutos antes de consumirse. Enseguida surgen otros, se elevan de todas partes rodeados por una lluvia de estrellitas coloreadas.

—¡Qué hervidero! —dice Kat.

El fragor de las piezas de artillería se condensa hasta convertirse en un solo trueno opaco y ensordecedor por entre el que destacan únicamente las explosiones de los obuses. Crepita el martilleo seco de las ametralladoras. El aire, por encima de nosotros, está lleno de invisibles ataques, de aullidos y silbidos. Son proyectiles de poco calibre; pero de vez en cuando, en medio de ellos resuenan, con sus voces de órgano, los obuses de artillería pesada que atraviesan la noche y van a caer lejos, a nuestras espaldas. Tienen un aullido ronco y lejano como de ciervos en celo y vuelan muy altos por encima de los gritos y silbidos de los proyectiles menores. Los reflectores comienzan a explorar la negrura del cielo. Resbalan por ella como látigos gigantescos. Uno de ellos se inmoviliza y apenas tiembla un poco. Llega otro enseguida, se cruzan, puede verse entre los dos un pequeño insecto negro que pugna por escaparse: el avión. El piloto, cegado, pierde la seguridad y vacila.

Clavamos fuertemente las estacas de hierro a distancias regulares. Siempre hay dos hombres que sostienen los rollos; los otros van desenredando el alambre, este asqueroso alambre de púas largas y espesas. No estoy acostumbrado a hacerlo y me araño una mano.

Al cabo de unas horas hemos terminado. Pero todavía falta un rato para que lleguen los camiones. La mayoría de nosotros se tiende para dormir. Yo lo intento, pero hace demasiado fresco. Se siente la proximidad del mar; el frío nos despierta a cada momento.

Por fin logro adormecerme. Cuando de pronto levanto con presteza el cuerpo, no sé dónde estoy. Veo las estrellas, los cohetes y, por un momento, tengo la impresión de haberme dormido en un jardín, durante una fiesta. No sé si es de día o de noche, estoy acostado en la cuna pálida del crepúsculo y espero dulces palabras que han de ser pronunciadas inmediatamente, palabras amorosas y tranquilas. ¿Lloro? Paso la mano por mis ojos, ¡qué extraño! ¿Soy un niño? ¡Qué piel más suave! Sólo dura un segundo, reconozco enseguida la silueta de Katczinsky. El veterano está tranquilamente sentado fumando su pipa, una pipa con tapadera, naturalmente. Cuando se da cuenta de que estoy despierto, dice:

—Te has asustado. Era sólo una espoleta que ha ido a enterrarse en la maleza.

Me incorporo. Me siento extrañamente solo. La presencia de Kat reconforta. Mira pensativamente hacia el frente y exclama:

—Qué hermosos fuegos artificiales si no fueran tan peligrosos…

Detrás de nosotros estalla un obús. Algunos reclutas se levantan asustados. Dos minutos más tarde cae otro, más cerca que el primero. Kat vacía su pipa de un golpe.

—Ya empezamos.

La cosa se pone seria. Huimos rastreando tan rápidamente como podemos. El siguiente obús cae ya en medio de nuestro grupo.

Se oyen gritos. En el horizonte suben cohetes verdes. Vuela el fango, la metralla silba. Se la siente caer todavía cuando la explosión ha enmudecido hace rato.

A nuestro lado un recluta acobardado se ha tendido en el suelo, un muchacho de pelo blanco como el lino que entierra el rostro en sus manos. El casco ha rodado de su cabeza y yace por tierra. Lo cojo e intento ponérselo. Levanta los ojos, aparta el casco y arrastrándose como un niño, oculta su cabeza en mis brazos. Se aprieta contra mi pecho. Le tiemblan las delgadas espaldas. Unas espaldas como las de Kemmerich.

Le dejo hacer, y para que el casco le sirva de algo, se lo pongo sobre las posaderas; no es por embromarle, sino después de haber considerado que, tal como está, esta es la parte más sobresaliente de su cuerpo. Aun teniendo ahí una buena porción de carne las heridas duelen terriblemente. Además, uno ha de pasarse meses y meses en el hospital, tendido boca abajo y casi seguro que te levantas cojo. En algún lugar, la explosión ha pegado de verdad. Se oyen gritos entre las detonaciones.

Por fin vuelve la calma. El fuego pasa ahora por encima de nuestras cabezas y castiga las últimas posiciones de reserva. Nos arriesgamos a lanzar una ojeada. Cohetes rojos cruzan el cielo. Posiblemente habrá un ataque.

Aquí la cosa está tranquila. Me siento y sacudo las espaldas del recluta.

—Ya se ha terminado, muchacho. Esta vez hemos salido bien librados.

Mira a su alrededor, asustado.

Le digo para tranquilizarle:

—Ya te acostumbrarás.

Ve el casco y se lo pone. Lentamente va volviendo en sí. De pronto, se ruboriza y adopta un gesto de turbación. Se toca con la mano la parte trasera y me mira, desazonado. Enseguida comprendo: cólico del frente. No es realmente por esto que le había puesto el casco en aquel lugar.

Intento consolarlo, diciéndole:

—No tienes por qué avergonzarte; muchos, antes que tú, durante el bautismo de fuego, han llenado sus pantalones. Vete detrás de aquellas matas, sácate los calzoncillos y tíralos. Eso es todo.

Lo hace. El frente va tranquilizándose, pero los gritos no cesan.

—¿Qué pasa, Albert? —pregunto.

—Allí abajo algunas columnas han recibido muy fuerte.

Los gritos siguen. No son humanos; los hombres no aúllan tan horrorosamente. Kat dice:

—Caballos heridos.

No había oído nunca gritar a un caballo y apenas puedo creerlo. Es la desolación del mundo, es la criatura martirizada, es un dolor salvaje y terrible el que gime aquí. Palidecemos. Detering se levanta.

—¡Criminales, verdugos! Matadlos de una vez.

Es agricultor y entiende en caballos. Esto debe herirle profundamente. Como hecho a propósito, el fuego ha cesado casi por completo. Los gemidos de los animales se oyen más distintamente. No puede saberse de dónde vienen ya, en medio de este paisaje quieto y plateado. Son invisibles, espectrales; por todas partes, entre cielo y tierra, se escucha el clamor inmenso de estos gritos.

Detering se enfurece y chilla con rabia:

—¡Matadlos, matadlos de una vez! ¡Maldita sea!

—Primero han de recoger a los heridos —dice Kat.

Nos levantamos y buscamos el lugar. Si pudiéramos ver a los caballos la cosa sería más soportable. Meyer tiene unos binoculares. Vemos un grupo oscuro de sanitarios con literas y unos grandes bultos negruzcos que se mueven. Son los caballos heridos. Pero no todos. Algunos intentan galopar, caen y vuelven a correr. Hay uno con el vientre abierto del que le cuelgan las entrañas. Tropieza con ellas y cae, pero se levanta de nuevo.

Detering toma el fusil y apunta. Kat, con un golpe, desvía hacia arriba el tiro.

—¿Te has vuelto loco?

Detering tiembla y tira el fusil al suelo.

Nos sentamos y nos tapamos las orejas. Pero estos terribles gemidos, estas angustiosas quejas, estos plañidos impresionantes resuenan y penetran por todas partes.

Estamos acostumbrados a muchas cosas. Pero esto nos produce un sudor frío. Uno querría levantarse y correr huyendo a algún lugar donde no se oyeran los gritos. Con todo, no son hombres sino tan sólo caballos.

De la oscura hilera destacan otra vez unas camillas. Después suenan unos disparos aislados. Los grandes bultos tiemblan un poco y caen. ¡Por fin! Pero todavía no ha terminado. Los soldados no pueden acercarse a los caballos heridos, que huyen, aterrorizados, con todo el dolor en la inmensidad de sus bocas abiertas. Una de las figuras se arrodilla y suena un disparo; un caballo cae. Después otro… El último se apoya en las patas delanteras y gira en redondo como en un «carrusel» circense. Después se sienta, y derechas todavía sus patas delanteras, sigue girando… Probablemente tiene la grupa destrozada. Un soldado corre hacia él y le dispara. Despacio, sumiso, va resbalando hasta el suelo.

Nos sacamos las manos de las orejas. Los gritos han terminado. En el aire queda tan sólo un suspiro prolongado que va extinguiéndose. Después, de nuevo, los cohetes, el canto de las bombas y las estrellas… casi nos parece extraño.

Detering pasea arriba y abajo, maldiciendo:

—Me gustaría saber qué culpa tienen ellos.

Al cabo de un rato vuelve a empezar. Su voz está conmovida, tiene casi un sonido ceremonial cuando dice:

—Creedme. La mayor vileza de todo esto es que los animales tengan que hacer la guerra.

Nos vamos. Ya es hora de volver a los camiones. El cielo se ha aclarado un poco. Las tres de la madrugada. El viento es fresco, frío incluso; la palidez de la hora tiñe de gris nuestros rostros.

Avanzamos a ciegas, en hilera, atravesamos trincheras y embudos, llegando de nuevo a la zona de niebla. Katczinsky está inquieto; mala señal.

—¿Qué te pasa, Kat? —pregunta Kropp.

—Ya querría estar en casa.

«En casa» quiere decir en las barracas.

—No tardaremos mucho, Kat.

Está nervioso.

—No sé, no sé…

Llegamos a las últimas trincheras y después a los prados. Volvemos a ver el bosquecillo; desde aquí conocemos ya el terreno palmo a palmo. He aquí el cementerio de los cazadores, con sus túmulos y sus cruces negras.

En este momento oímos detrás de nosotros unos silbidos que van creciendo hasta convertirse en un fragor de trueno. Nos hemos agachado; cien metros más allá se abre una nube de fuego.

Al cabo de unos segundos, una parte del bosque se eleva lentamente en el aire. Es un segundo obús que acaba de estallar y ha arrancado tres o cuatro árboles que vuelan, lentamente, por encima de lo demás, antes de romperse en pedazos y caer. Ya zumban como válvulas de caldera, los obuses que siguen… Fuego intenso.

—¡Cubríos! —aúlla alguien—. ¡Cubríos!

Los prados son lisos, el bosque está demasiado lejos y es peligroso; no hay otro escondrijo que el cementerio, los túmulos y las tumbas. Nos abalanzamos hacia ellos, tropezando en la oscuridad, y cada uno de nosotros se lanza detrás de un montículo de tierra y se aplasta contra él como un escupitajo.

Justo a tiempo. La oscuridad enloquece, tiembla y se enfurece. Sombras más negras que la noche se lanzan con rabia sobre nosotros, nos pasan por encima con sus enormes jorobas. El fuego de las explosiones estremece de relámpagos el cementerio.

No hay escapatoria. Al resplandor de las granadas arriesgo una ojeada hacia los prados. Son como un mar tempestuoso, las llamas de los proyectiles brotan como surtidores. Es imposible pasar a través de ellos.

El bosque desaparece, queda destrozado, trinchado, hecho migas. Hemos de quedarnos aquí, en el cementerio.

Delante de nosotros, la tierra revienta. Llueven terrones. Siento un golpe. La metralla se ha llevado una de mis mangas. Cierro el puño. No me duele. Esto, sin embargo, no me tranquiliza, las heridas no duelen hasta más tarde. Me palpo el brazo. Está arañado, pero entero. Recibo un golpe en la cabeza y voy a perder el conocimiento. Un pensamiento me atraviesa como un rayo: «¡No te desmayes!» Me hundo en la oscuridad de un abismo, pero emerjo de nuevo enseguida. Un trozo de metralla ha tropezado contra mi casco, pero venía de tan lejos que no ha tenido fuerza para atravesarlo. Limpio mis ojos de barro. Frente a mí se ha abierto un gran agujero; puedo distinguirlo borrosamente. No es frecuente que los obuses caigan en el mismo lugar. Por esta razón quiero meterme en él. Salto de mi escondite y quedo tendido boca abajo, como un pez.

Pero la cosa vuelve a empezar. Me encojo inmediatamente y tiento, con las manos, para encontrar un refugio. Toco algo a mi izquierda e intento apretarme a su lado, pero cede, gimo, la tierra se agrieta, la presión del aire me maltrata los oídos, me oculto bajo la cosa que no resiste, me cubro con ella, es madera, madera y ropa, un miserable cobertor contra la furia de la metralla.

Abro los ojos; mis dedos aprietan una manga, un brazo. ¿Un herido? Lo llamo… No responde. Un muerto. Mi mano palpa más allá, encuentra astillas de madera… ¡Ah, sí! Estamos en un cementerio. El fuego, no obstante, es más fuerte que cualquier otra consideración. Apaga, adormece los reparos; me hundo todavía más abajo del ataúd; él me protegerá, aunque encierre en su interior la misma muerte. Delante de mí se abre el embudo. Lo acaricio con la mirada, habré de lanzarme hacia él de un salto. Me dan un golpe en la cara, una mano me agarra por la espalda. ¿Ha despertado el cadáver? La mano me sacude, me doy la vuelta y un momentáneo resplandor me permite ver el rostro de Katczinsky. Tiene la boca abierta, grita algo. No oigo nada. Me sacude con fuerza, acercándose cada vez más. En un instante de menor ruido me llega su voz:

—¡Gas! ¡Gaas! ¡Haz que corra!

Cojo la careta. Algo alejado de mí hay alguien tendido. Sólo pienso en una cosa: ha de saberlo.

—¡Gaas! ¡Gaas!

Grito, me arrastro hacia él, le hago señales con la careta. No se da cuenta de nada. Empiezo de nuevo… Tan sólo se encoge asustado; es un recluta. Miro con desesperación a Kat. Ya lleva puesta la careta. De un golpe me saco el casco que rueda por el suelo y me pongo la mía. Me acerco al hombre, tomo su máscara y se la pongo sobre la cabeza; él la coge, lo dejo, y de un salto, me meto en el embudo.

La explosión sorda de las granadas de gas se mezcla con el estallido de los proyectiles. Una campana resuena entre el fragor del bombardeo; tambores, carracas metálicas, hacen correr la noticia: ¡Gas, gas, gas!

Algo cae a mi espalda, una, dos veces. Froto las ventanitas de la careta, empañadas por el aliento. Son Kat, Kropp y otro. Los cuatro nos estamos quietos, inmóviles, en una tensión angustiosa, atentos, sin respirar apenas.

Estos primeros minutos con la máscara deciden entre la vida y la muerte. ¿Estará bien cerrada? Conozco las terribles imágenes del hospital; enfermos de gas que en un ahogo que dura días y días escupen, a pedazos, sus pulmones calcinados.

Con precaución, los dientes cerrados sobre la cápsula, respiro. El vaho ya se arrastra por el suelo y se insinúa en todos los agujeros. Como una medusa, ancha y viscosa, se apodera de nuestro embudo, lo llena. Doy un empujón a Kat. Es preferible salir y tendernos arriba que no quedarnos en el agujero, donde el gas se acumula. Pero no podemos hacerlo. El fuego cae, de nuevo, como una granizada. Es algo más que el continuo estallido de los obuses, es como si la tierra aullase. Algo se nos viene encima haciendo un ruido seco. Cae muy cerca de nosotros; es un ataúd que debe haber sido lanzado al aire por una explosión.

Veo que Kat se mueve y me acerco. El ataúd ha caído sobre el brazo del cuarto soldado que estaba con nosotros en el embudo. El hombre intenta, con la otra mano, quitarse la careta. Kropp le detiene a tiempo, le dobla el brazo y le sostiene fuertemente la muñeca contra la espalda.

Kat y yo nos disponemos a liberarle el brazo herido. La tapa del ataúd está floja y partida. La arrancamos con facilidad y sacamos el cadáver, que cae resbalando como un saco. Después probamos de levantar el ataúd.

Afortunadamente, el hombre ha perdido el conocimiento y Albert puede ayudarnos. Ahora ya no es necesario que vayamos con tanto cuidado, pero nos apresuramos tanto como nos es posible hasta que el ataúd, con un crujido, cede bajo la acción en palanca de nuestras palas.

Ha aclarado un poco. Kat coge un trozo de madera de la tapa, la pone bajo el brazo roto y lo aseguramos con las vendas de nuestras curas individuales. Es todo lo que podemos hacer, de momento. La cabeza me hierve y me palpita en el interior de la careta; parece a punto de estallar. Los pulmones están congestionados. Para respirar sólo disponen siempre del mismo aliento viciado. Se me hinchan las venas de las sienes. Parece que vaya a ahogarme.

Una luz grisácea llega hasta nosotros. Arriba el viento barre el cementerio. Subo hasta el borde del embudo. Al resplandor turbio de la alborada veo una pierna seccionada, la bota está intacta. La distingo claramente por un instante.

Ahora alguien se levanta unos metros más allá. Froto las ventanitas que vuelven a empañarse enseguida por el jadeo a que me fuerza la tensión; miro fijamente… El hombre ya no lleva careta.

Espero unos segundos —no cae, mira a su alrededor buscando alguna cosa, da unos pasos—, el viento ha limpiado de gas el cementerio, el aire está libre. Entonces yo también, jadeando, me arranco la máscara y caigo al suelo. El aire me penetra como si fuera agua helada, los ojos quieren abandonar sus órbitas, me inunda la frescura de la ola y pierdo el sentido.

El bombardeo ha cesado. Me asomo al embudo y hago señas a los demás. Suben y se quitan la máscara. Cogemos en brazos al herido, uno de nosotros le sostiene el brazo maltrecho. Nos alejamos así, deprisa, tropezando por el camino.

El cementerio es una ruina. Ataúdes y cadáveres están diseminados por todas partes. Es como si hubieran muerto de nuevo; pero cada uno de ellos, al ser destrozado, ha salvado la vida de uno de los nuestros.

La puerta ha sido destruida; los raíles del tren de campaña que pasa por los alrededores están arrancados y se levantan, curvados, hacia el cielo. Delante de nosotros hay alguien tendido. Nos detenemos; sólo Kropp sigue adelante llevando al herido.

El que está en el suelo es un recluta. Tiene una nalga llena de sangre; está tan abatido que saco mi cantimplora llena de té con ron. Kat me detiene y se inclina sobre él:

—¿Dónde te han dado, compañero?

Mueve los ojos; está demasiado débil para responder.

Le cortamos con precaución los pantalones. Gime.

—Tranquilo, tranquilo. Esto te aliviará.

Si tiene una bala en el vientre no puede beber. No ha vomitado, buena señal. Desnudamos su nalga. Es un montón de carne picada con astillas de hueso. Le han destrozado la articulación. Este muchacho no andará jamás.

Le froto las sienes con los dedos húmedos y luego le doy un buen trago de mi cantimplora. Los ojos se le animan. Hasta ahora no nos hemos dado cuenta de que también sangra por el brazo derecho. Kat deshace unos paquetes de vendas y las coloca, tan extendidas como puede, para poder cubrir la herida. Busco un pedazo de ropa para envolverlo, no lo encuentro y corto un poco más sus pantalones para poder hacer una venda con un trozo de sus calzoncillos; pero no lleva. Entonces me fijo en su cara: es el mismo muchacho de antes, el del pelo color lino.

Entretanto, Kat ha encontrado un pequeño paquete de vendas en el bolsillo de un cadáver; las aplicamos con cuidado en la herida. Digo al joven, que nos mira atentamente:

—Vamos a buscar una camilla.

Abre la boca y suspira:

—No os mováis de aquí.

Kat dice:

—Volvemos enseguida. Vamos a buscar una camilla para poder llevarte.

No sabemos si nos ha comprendido. Lloriquea como un niño a nuestras espaldas:

—No os marchéis.

Kat se da la vuelta y susurra:

—¿No sería mejor, simplemente, agarrar un revólver y que esto terminara?

Este muchacho apenas si resistirá el transporte y, con mucha suerte, podrá vivir algunos días. Lo que ha sufrido hasta ahora no es nada comparado con lo que pasará hasta morir. Por el momento está aturdido y no siente nada. Dentro de una hora será un haz aullador de insoportables dolores. Los días que le quedan de vida significan para él una tortura rabiosa e ininterrumpida. ¿A quién puede aprovechar que él viva estos pocos días?

—Sí, Kat; deberíamos coger el revólver.

—Dámelo —dice, y se detiene.

Está decidido, me doy cuenta. Miramos a nuestro alrededor, pero ya no estamos solos. Delante mismo de nosotros se va formando un grupo, de embudos y agujeros surgiendo cabezas de soldados.

—Vamos a buscar una camilla.

Kat mueve la cabeza.

—Unos muchachos tan jóvenes…

Y repite:

—Unos muchachos tan jóvenes, tan inocentes…

Nuestras bajas son menores de lo que podría suponerse: cinco muertos y ocho heridos. No ha sido más que una pequeña sorpresa de artillería. Dos de nuestros muertos estaban en el interior de una tumba que había quedado al descubierto; sólo hemos tenido que cubrirlos de tierra.

Nos ponemos en marcha. Trotamos en silencio, uno detrás de otro, en larga hilera. Los heridos son transportados a la ambulancia. La mañana es turbia, los enfermos corren arriba y abajo con números y fichas. Los heridos gimen. Empieza a llover.

Al cabo de una hora llegan los camiones y subimos. Vamos más anchos que antes.

Llueve con más fuerza. Extendemos lonas y las colocamos sobre nuestras cabezas. El agua tamborilea encima. A los lados se deslizan trenzas de lluvia. Los camiones chapotean en los agujeros y nosotros nos mecemos de un lado a otro, adormecidos.

En la parte delantera del camión van dos hombres con unas largas horquillas. Vigilan los cables del teléfono que atraviesan la carretera; cuelgan tan bajos que podrían decapitarnos. Ellos los levantan a tiempo con sus largos palos y los hacen pasar por encima de nuestras cabezas. Oímos su aviso:

—¡Cuidado con el alambre!

Soñolientos nos agachamos un momento y nos volvemos a levantar.

Es monótono el balanceo del camión. Son monótonos los gritos de estos hombres. Cae monótonamente la lluvia. Cae sobre nuestras cabezas, sobre las cabezas de los cadáveres que han quedado allí, sobre el cuerpo del pobre recluta con la herida, demasiado grande para su nalga, cae sobre la tumba de Kemmerich, cae sobre nuestros corazones.

No sucede nada. Sólo los gritos monótonos:

—¡Cuidado con el alambre!

Encogemos las piernas y nos adormecemos de nuevo.

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