Sin Novedad En El Frente

Capítulo III

Recibimos refuerzos. Se cubren las bajas, y en las barracas pronto están ocupadas todas las colchonetas. Son, en parte, veteranos, pero también nos han endosado veinticinco muchachos del último reemplazo. Tienen casi un año menos que nosotros.

Kropp me da con el codo:

—¿Has visto a estos críos?

Le digo que sí. Abombamos el pecho, nos hacemos afeitar en el patio, metemos las manos en los bolsillos del pantalón, miramos de arriba abajo… y nos sentimos unos empedernidos veteranos.

Katczinsky se nos une. Paseando por los establos llegamos adonde se aposentan los jóvenes recién llegados, que ahora están recibiendo sus caretas antigás y su ración de café.

Kat pregunta a uno de los más jóvenes:

—¿Hace mucho tiempo que no os sirven un pienso que valga la pena?

El otro hace una mueca:

—Por la mañana, pan de nabos; al mediodía, nabos; por la noche, lonjas de nabo y ensalada de nabos.

Katczinsky silba con suficiencia:

—¿Pan de nabos? Habéis tenido mucha suerte porque también lo hacen de serrín. ¿Qué te parecerían unas judías? ¿Quieres una buena ración?

El muchacho enrojece.

—Me estás tomando el pelo.

Katczinsky le dice tan sólo:

—Trae tu fiambrera.

Le seguimos llenos de curiosidad y nos lleva hacia un pequeño barril cerca de su colchoneta. Está lleno hasta la mitad de judías con carne de buey. Katczinsky se instala detrás del barril y dice, adoptando aires de general:

—¡El ojo atento y las manos largas! Esta es la consigna de los prusianos.

Estamos perplejos. Pregunto:

—Pero, Kat, tragón, ¿de dónde has sacado todo esto?

—Y muy contento que se ha puesto el «Tomate» de que me las llevara. Le he dado por ella tres trozos de seda de paracaídas. Bueno, toma, las judías frías son excelentes.

Con aire protector, da una buena ración al joven y le dice:

—Cuando vuelvas con la fiambrera te pones en la mano izquierda un cigarro o un trozo de tabaco para mascar. ¿Has entendido?

Después se vuelve hacia nosotros:

—Naturalmente, esto no os afecta a vosotros.

Katczinsky es insustituible, está dotado de un sexto sentido. Tipos de esta clase existen en todas partes, pero al principio los demás no se dan cuenta. En cada compañía hay uno o dos; Katczinsky es el más hábil que conozco. Creo que es zapatero de oficio, pero esto no quiere decir nada; él sabe algo de todos los oficios. Es muy útil ser su amigo. Nosotros, Kropp y yo, lo somos; Haie Westhus también, pero sólo a medias. Haie es, más que nada, el órgano ejecutor, pues trabaja bajo las órdenes de Kat cuando hay que terminar algo a trompazos. Por esto goza, naturalmente, de algunas ventajas.

Por ejemplo, llegamos de noche a un villorrio absolutamente desconocido, un lugar triste y solitario, donde se ve a la legua que todo ha sido concienzudamente saqueado. El lugar en que nos alojamos es una pequeña y oscura fábrica que ya ha sido adecuada para esto. Dentro han puesto camas, es decir, un par de listones colocados en el suelo y sobre los que se ha clavado un trozo de tela metálica.

La tela metálica es dura. No tenemos mantas para poner debajo. La nuestra la necesitamos para cubrirnos. La lona de las tiendas es muy delgada.

Kat se da cuenta y dice a Haie Westhus:

—¡Ven conmigo!

Se van por el pueblo desconocido. Media hora más tarde vuelven con grandes brazadas de paja. Kat ha encontrado un establo que era utilizado como pajar. Ahora podríamos dormir tranquilos si no tuviéramos esa horrible gazuza.

Kropp pregunta a un artillero, que ya hace tiempo permanece destacado en estos alrededores:

—¿Hay alguna cantina por ahí cerca?

El otro se ríe.

—¡Qué va a haber! No hay nada que hacer aquí, no encontrarás ni una corteza de pan.

—¿No hay ni un solo habitante?

El artillero escupe.

—Claro que hay alguno. Pero se pasan el santo día alrededor de nuestras calderas por si pueden llevarse alguna cosa.

Mal negocio. Tendremos que apretarnos los cinturones y esperar a mañana cuando llegue la pitanza. Pero veo a Kat que se pone el casco y le pregunto:

—¿Dónde vas ahora, Kat?

—A exprimir un poco la situación.

Y sale cachazudamente.

El artillero suelta una risita burlona.

—¡Ves, ves! No vuelvas muy cargado.

Decepcionados nos tumbamos meditando la posibilidad de echar mano a las provisiones de reserva. Pero esto es muy arriesgado e intentamos descabezar un sueñecito.

Kropp parte un cigarrillo y me da la mitad. Tjaden habla del plato típico de su país, judías con tocino. Excomulga a aquellos que las hacen sin poner ajedrea. Es necesario, por de pronto, cocerlo todo junto y no — ¡por el amor de Dios!— como lo hacen algunos que cuecen por separado las patatas, las alubias y el tocino. Alguien amenaza con hacer picadillo a Tjaden si no se calla inmediatamente. Se extiende el silencio por el vasto dormitorio improvisado. Sólo crepitan un par de velas puestas en el cuello de unas botellas; de vez en cuando el artillero suelta un escupitajo. Vamos adormeciéndonos poco a poco, cuando se abre la puerta y aparece Kat. Me parece un sueño, lleva dos panes bajo el brazo y en la mano un saco, manchado de sangre, lleno de carne de caballo. Al artillero le cae la pipa de la boca. Palpa el pan.

—Es pan auténtico y todavía está caliente.

Kat calla. El ha conseguido pan y lo demás no le importa. Estoy convencido de que si lo enviaban al desierto, al cabo de una hora hubiera conseguido lo necesario para una cena de carne asada, dátiles y vino.

Dice concisamente a Haie:

—Haz fuego.

Después saca de su chaqueta una sartén y de su bolsillo un poco de sal y de manteca. Ha pensado en todo. Haie enciende fuego. Crepita la leña en la nave vacía. Nosotros salimos, arrastrándonos, de la cama.

El artillero duda. No sabe si alabar a Kat procurando conseguir alguna tajada. Pero Kat ni le mira, como si ignorase su existencia. El artillero se marcha maldiciendo.

Kat conoce la manera de que el asado de caballo quede tierno. No ha de ser puesto enseguida en la sartén; de esta forma sale duro. Antes ha de cocerse con un poco de agua.

Nos sentamos en círculo con el cuchillo en la mano y nos hartamos.

Este es Kat. Si en un lugar, sólo durante una hora cada año fuera posible encontrar algo comestible, exactamente en aquella hora Kat, como súbitamente iluminado, se pondría el casco, saldría y se dirigiría, sin una vacilación, como guiado por una brújula, a encontrarlo.

Lo encuentra todo. Si hace frío, encuentra braseros y leña, heno y paja, mesas, sillas y, sobre todo, manduca. Es una cosa enigmática, uno creería que hace encantamientos con el aire del cielo. Su obra maestra fue procurarse cuatro latas de langosta. Nosotros, no obstante, hubiéramos preferido manteca.

Nos hemos tendido apoyados en las paredes de la barraca donde da el sol. Hiede a alquitrán, a verano, a sudor de pies.

Kat se sienta a mi lado, le gusta hablar. Hoy al mediodía, nos han hecho hacer ejercicios de salutación una hora seguida porque Tjaden ha saludado a un comandante de modo poco reglamentario. Kat no se lo saca de la cabeza. Me dice:

—Perderemos la guerra por saber saludar demasiado.

Kropp se acerca lentamente, con pasos de cigüeña, descalzos y arremangados los calzones. Tiende encima de la hierba los calcetines que acaba de lavar. Kat mira al cielo, se echa un rotundo pedo y añade, soñador:

«Judía tras judía

soltarán su melodía».

Empiezan a discutir y apuestan una botella de cerveza sobre el resultado de un combate aéreo que tiene lugar sobre nuestras cabezas.

A Kat no hay quien pueda convencerle de que es errónea su opinión que, como buen gato viejo del frente, expresa en rimas compuestas por él mismo:

«Con buena comida y paga

la guerra pronto se acaba».

Kropp, en cambio, es un pensador. Opina que una declaración de guerra habría de ser una especie de fiesta popular, con taquillas a la entrada y música, como en las corridas de toros. Los ministros y generales de los dos países bajarían a la plaza en traje de baño, armados con estacas y que se dieran una buena somanta. El país cuyos generales y ministros sobreviviesen sería el vencedor. Esto sería más sencillo y todo iría mejor que ahora, cuando han de pelearse quienes son ajenos al asunto.

La proposición tiene éxito. Después, la conversación deriva hacia la disciplina militar.

Una imagen atraviesa mi cerebro. El caluroso mediodía en el patio del cuartel. El calor, pesado como una losa, lo invade todo. El edificio parece muerto. Todo está dormido. Sólo se escucha el repicar de unos tambores que ensayan. Se han reunido todos en algún lugar y se ejercitan tonta, monótona, estúpidamente. El calor del mediodía, el patio del cuartel y el ejercicio de los tambores, ¡qué perfecto cuadro!

Las ventanas aparecen vacías y oscuras. En algunas penden pantalones de terliz puestos a secar. Miramos hacia ellas con envidia. Las habitaciones son frescas.

Salas de las compañías, oscuras y cerradas, con vuestras camas de hierro, vuestros cubrecamas a cuadros, vuestros armarios altos y estrechos con su escabel delante. ¡También vosotras podéis llegar a ser el objeto de nuestros deseos! ¡Vistas desde aquí, tenéis incluso un encantador parecido con la casa paterna, habitaciones que oléis a comida rancia, a gente dormida, a humo, a ropa usada!

Katczinsky las evoca con espléndidos colores, las describe con una gran emoción. Pagaríamos lo que fuera para poder volver. No nos atrevemos ya a aspirar a más.

¡Vosotras, horas de instrucción al amanecer!

—¿De qué se compone el fusil modelo 98?

¡Vosotras, horas de gimnasia después de comer!

—Los que sepan tocar el piano que den un paso al frente. Media vuelta a la derecha. Presentaos en la cocina para pelar patatas.

¡Nos revolcamos en estos recuerdos! De pronto, Kropp rompe a reír y grita:

—En Löhne cambio de tren.

Este era el juego predilecto de nuestro cabo. Löhne es una estación de empalme. Para que no se equivocaran los que se marchaban con permiso, Himmelstoss nos hacía ensayar el cambio de tren en la sala de la compañía. Teníamos que aprender que en Löhne se atraviesa la vía por un paso subterráneo, para poder tomar el tren de enlace. Las camas hacían las veces de paso subterráneo y cada uno de nosotros se situaba a la izquierda de la suya. Entonces se ordenaba:

—En Löhne cambio de tren.

Y todos, como centellas, pasábamos por debajo de la cama al otro lado. Este ejercicio lo hacíamos durante horas.

Mientras, el avión alemán ha sido alcanzado seriamente. Cae como un cometa entre una estela de humo. Kropp ha perdido con esto una botella de cerveza y cuenta, malhumorado, su dinero.

—Seguro que Himmelstoss, como cartero, es un hombre modesto —digo, en cuanto se calma la decepción de Albert—. ¿Por qué, pues, es tan animal como cabo?

La pregunta anima a Albert:

—No es sólo Himmelstoss. Esto les pasa a muchos. En cuanto se ven con galones o con un sable ya no son los mismos; van tan envarados que parece que hayan comido cemento armado.

—Esto es culpa del uniforme —insinúo.

—En parte, sí —dice Kat y se arrellana como para un gran discurso—, pero la causa es otra. Mira: si adiestras un perro a comer patatas y cuando ya está acostumbrado le echas un pedazo de carne, verás que, a pesar de todo, lo caza al vuelo porque eso está en su naturaleza. Si a un hombre le echas un poco de poder hará lo mismo, se tirará de cabeza a cogerlo. Es muy natural, porque el hombre, en el fondo, no es más que un animal cualquiera y sólo más tarde recibe una capa de decencia, como una croqueta la recibe de harina. La mili se basa en esto: que uno tenga siempre poder sobre otro. Lo malo es que, todos juntos, tienen demasiado poder. Un cabo puede marear a un quinto hasta enloquecerlo. Un teniente puede hacérselo a un cabo y un capitán a un teniente. Y como ya lo saben todos, se adaptan enseguida. Coge un sencillo ejemplo. Volvemos de hacer instrucción y estamos reventados, entonces suena una orden: «¡A cantar!» Cantamos pesadamente, sin ganas, porque cada uno de nosotros tiene suficiente con arrastrar, penosamente, su fusil. Por esta razón, como castigo, la compañía da media vuelta y ha de hacer una hora más de ejercicio suplementario. Regresamos, nos vuelven a mandar: «¡A cantar!», y cantamos bien. ¿Qué quiere decir esto? Que el comandante se ha salido con la suya porque tiene poder para hacerlo. Nadie le censurará; al contrario, lo tendrán por hombre enérgico, que no se afloja. Y eso es una nadería, hay muchas otras cosas que nos martirizan. Decidme ahora:

¿Un particular, sea quien sea, en qué profesión puede permitirse algo parecido sin que le rompan la cara? Eso sólo es posible en el ejército. Ya lo veis, se les suben los humos a la cabeza. Y cuanto más cagones eran en la vida civil, más ínfulas tienen aquí.

—Dicen que ha de haber disciplina —añade Kropp, displicente.

—Sí, siempre tienen razón —rezonga Kat—. Quizá sea necesaria. Pero no se puede convertir la disciplina en un sistema de chinchar a los demás. Háblale de esto a un cerrajero, a un obrero, a un mozo cualquiera; explícaselo a un caloyo, que es lo que somos aquí la mayor parte; lo único que él ve es que le hacen saltar la piel de la espalda, que le llevan al frente y conoce exactamente lo que es necesario y lo que no lo es. Creedme, lo que debe aguantar aquí un pobre soldado es demasiado. ¡Las ve de todos los colores!

Todos estamos de acuerdo. Cada uno de nosotros sabe que la rigidez de la vida militar termina sólo en la trinchera, pero que vuelve a empezar a pocos kilómetros del frente y, ciertamente, de la manera más estúpida, con saludos y con el paso de desfile. El soldado debe estar siempre ocupado, esto es una ley de hierro.

En este momento aparece Tjaden, con el rostro cubierto de pequeñas manchas rojas. Está tan emocionado que tartamudea. Radiante de satisfacción, nos dice, recalcando cada sílaba:

—Himmelstoss está en camino. Viene al frente.

Tjaden siente por Himmelstoss un odio a muerte porque en el cuartel quiso educarle con sus métodos. Tjaden sufre de incontinencia de orina; por la noche, cuando duerme, sin darse cuenta se mea en la cama. Himmelstoss sostenía, sin querer apearse del burro, que esto era pereza de levantarse y halló un medio digno de su persona para curar a Tjaden.

Encontró, en otra sala, a otro meón que se llamaba Kindervater. Los puso juntos. Las literas estaban colocadas, como es habitual, de dos en dos y una encima de la otra.

Los bajos de la cama eran una simple tela metálica. Himmelstoss los puso de forma que la cama de uno quedara justo bajo la del otro. El hombre que dormía en la inferior lo pasaba, naturalmente, tan mal como queráis. A la noche siguiente hacía que se cambiaran para que el de debajo pudiera tomar su revancha. Esta era la autoeducación de Himmelstoss.

El procedimiento era infame, pero la idea tenía cierto valor. Lastimosamente no sirvió de nada porque se fundaba en una hipótesis falsa: en ninguno de los dos casos era pereza; se adivinaba enseguida por el mal color que tenían los desgraciados. La cosa terminó durmiendo uno de ellos cada noche en el suelo, con el riesgo de agarrar un buen constipado.

Entretanto, Haie se ha sentado cerca de nosotros. Me guiña el ojo y se frota, con calma, sus enormes manazas. Hemos vivido juntos la jornada más hermosa de nuestra vida militar. Fue la noche antes de partir hacia el frente. Nos habían destinado a un regimiento de reciente formación y antes nos mandaron a la guarnición para recoger el uniforme de campaña y el resto del equipo; no en el depósito de los reclutas, sino en otro cuartel. Partíamos a la mañana siguiente. Nos dispusimos, pues, aquella noche a arreglarle las cuentas a Himmelstoss. Lo habíamos jurado hacía ya muchas semanas. Kropp lo deseaba tanto que se había decidido, cuando llegara la paz, a estudiar la carrera de Correos para llegar a ser superior de Himmelstoss cuando éste volviera a su oficio de cartero. Ya por adelantado la gozábamos sólo de pensar cómo se las cobraría. Era precisamente por esto por lo que nunca pudo conseguir que nos arrugáramos; porque teníamos la esperanza de que nos las pagaría más pronto o más tarde, a mucho tardar cuando terminara la guerra.

Mientras, queríamos zumbarle de lo lindo. ¿Qué podía sucedemos si él no nos reconocía y a la mañana siguiente partíamos de madrugada?

Conocíamos la taberna que visitaba cada noche. A la salida, para ir al cuartel, tenía que pasar por un callejón oscuro y deshabitado. Lo esperamos allí, detrás de un montón de piedras. Yo me había procurado una sábana. Temblábamos de impaciencia por saber si vendría solo. Finalmente, escuchamos sus pasos, nos eran bien conocidos por haberlos oído con demasiada frecuencia aquellos días en que al amanecer abría bruscamente la puerta y bramaba: «¡En pie todos!»

—¿Solo? —murmuró Kropp.

—¡Solo!

Tjaden y yo nos deslizamos con precaución hasta el otro extremo de las piedras.

Ya brillaba la chapa de su cinturón. Himmelstoss parecía algo alegre; cantaba. Pasó, sin sospechar nada, por delante de nosotros.

Le saltamos encima con la sábana en la mano. Pasamos, por detrás, la sábana hasta la cabeza, tiramos enseguida hacia abajo y lo dejamos metido como en una especie de saco blanco que le impedía levantar los brazos. Su canción se quebró.

Haie Westhus se acercó rápidamente. Nos indicaba, para ser el primero, que aguardáramos un poco. Con intensa fruición íntima se colocó en posición, levantó un brazo como un poste de señales, una mano como una pala de acarrear carbón y descargó sobre el blanco saco una trompada capaz de tumbar a un buey.

Himmelstoss dio una vuelta de campana, aterrizó cinco metros más allá y comenzó a bramar. Ya lo habíamos previsto y teníamos dispuesta una almohada. Haie se agachó, puso el cojín sobre sus rodillas y agarrando al cabo por el lugar donde tenía la cabeza, lo apretó encima con toda su alma. Los gritos se ahogaron. De vez en cuando, Haie aflojaba un poco la presión para dejarlo respirar, y entonces aquel sordo jadear se convertía en un grito estridente que Haie ahogaba de nuevo.

Tjaden desabrochó los tirantes de Himmelstoss, le bajó los pantalones manteniendo el vergajo entre sus dientes. Después se levantó y comenzó el baile.

Era una magnífica escena. Himmelstoss en el suelo y Haie inclinado sobre él, aguantándole la cabeza, sobre sus rodillas con una mueca de diabólica alegría y la boca entreabierta de placer; después los rayados calzoncillos, agitándose con las piernas cruzadas y haciendo, a cada latigazo, las más originales contorsiones; delante, de pie, el infatigable Tjaden pegando con la furia de un leñador. Tuvimos que arrancarle de allí a la fuerza para poder tomar parte en la paliza.

Por fin, Haie puso nuevamente en pie a Himmelstoss y quiso obsequiarlo, como fin de fiesta, con una escena íntima. Parecía que quisiera coger las estrellas de tanto como levantó la zarpa para soltarle un solemne tortazo. Himmelstoss se convirtió en una peonza. Haie lo puso de nuevo en situación y le arreó, con mucho estilo, un magnífico izquierdazo. Himmelstoss berreó como un poseído y se escapó corriendo a cuatro patas. Su culo rayado de cartero brilló al claro de luna. Nos largamos al galope.

Haie todavía se detuvo, y le dijo, con odio satisfecho, un poco enigmático:

—La venganza es como una longaniza…

Considerándolo bien, Himmelstoss podía estar contento, puesto que su lema de que los unos deben educar a los otros había dado unos frutos muy apreciables, al menos en lo que a él se refiere. Éramos adelantados discípulos de sus métodos.

Nunca ha sabido a quién debía aquel obsequio. Y bien mirado, todavía salió ganando una sábana, pues fuimos a por ella al cabo de unas horas y ya no la encontramos.

Confortados por los recuerdos de la noche anterior, partimos al amanecer, bastante serenos. Es por esta razón que una larga barba, ondulando al viento, pudo calificarnos emocionada de «juventud heroica».

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