Sin Novedad En El Frente

Capítulo VII

Nos envían más hacia la retaguardia que de costumbre, a un campamento de reclutas, para que podamos reconstruir nuestros efectivos. La compañía necesita un refuerzo de más de cien hombres. Entretanto, cuando no estamos de servicio, ganduleamos de un lado a otro. Al cabo de un par de días llega Himmelstoss. Desde que ha estado en las trincheras parece haber perdido su altanería. Nos propone una reconciliación. A mí me parece bien porque me di cuenta de cómo ayudaba a transportar a Haie Westhus cuando tenía la espalda abierta. Y como por otra parte, parece estar mucho más razonable, no encontramos ningún inconveniente en que nos invite a tomar algo en la cantina. Tan sólo Tjaden desconfía y se mantiene reservado.

Sin embargo, incluso él se deja convencer cuando Himmelstoss explica que remplaza al cocinero que se ha marchado de permiso. Para demostrarlo, nos trae dos libras de azúcar, que nos podemos repartir, y media libra de mantequilla especialmente para Tjaden. Además, gestionará que nos destinen a la cocina durante los tres próximos días, para pelar patatas y nabos. La comida que nos sirve es un excelente banquete de oficiales.

Así, pues, de momento, volvemos a tener las dos cosas que hacen la felicidad del soldado: buena comida y descanso. Realmente, es muy poco. Hace unos años nos habríamos despreciado terriblemente. Ahora casi estamos satisfechos. Todo es cuestión de costumbre; hasta la trinchera. Esta costumbre es la que nos permite, aparentemente, olvidar tan deprisa.

Anteayer estábamos todavía en medio del fuego; hoy hacemos tonterías y perdemos el tiempo por los alrededores; mañana volveremos a las trincheras. En realidad, sin embargo, no olvidamos nada.

Mientras permanecemos en campaña, los días de frente, cuando ya han transcurrido, descienden como piedras hasta el fondo de nuestro ser, porque son demasiado pesados como para meditarlos enseguida. Si quisiéramos hacerlo nos suicidaríamos, pues me he dado cuenta de esto: podéis soportar los horrores mientras agacháis simplemente la cabeza; pero en cuanto reflexionáis, os matan.

Del mismo modo que nos convertimos en bestias cuando vamos al frente, porque esto es lo único que nos permite aguantar, somos unos bromistas superficiales y dormilones cuando encontramos un campamento de reposo. No podemos impedirlo, es más fuerte que nosotros. Queremos vivir, sea como sea; no queremos cargarnos con sentimientos que pueden ser muy decorativos en tiempos de paz, pero que aquí no sirven para nada.

Kemmerich ha muerto. Haie Westhus está agonizando. Y en lo que respecta a Hans Kramer, el día del juicio tendrán mucho trabajo si han de ir recogiendo y soldando los pedazos de su cuerpo, alcanzado de lleno por una granada. Martens ya no tiene piernas. Meyer ha muerto. Marx ha muerto. Hämmerling ha muerto. Ciento veinte hombres de nuestra compañía están tendidos en algún lugar con la piel agujereada.

Naturalmente, esto es triste. Pero, ¿qué podemos hacer nosotros para remediarlo? Nosotros vivimos. Si pudiéramos salvarlos ya lo veríais; no nos importaría arriesgar la piel, no lo pensaríamos ni un momento, porque cuando nos da la gana, también sabemos lucir el genio; no conocemos apenas el miedo; el terror de la muerte sí, pero esto es distinto, esto es puramente físico.

Sin embargo, nuestros compañeros han muerto; no podemos salvarlos; reposan, por fin. ¡Quién sabe lo que nos espera a nosotros! Por esto queremos acostarnos y dormir o comer hasta que nuestro estómago no pueda recibir nada más y beber mucho y fumar, para llenar las horas. La vida es corta.

El horror del frente se hunde hacia lo más recóndito de nuestro ser en cuanto le volvemos la espalda; lo acuciamos con bromas innobles y feroces. Cuando alguien muere decimos que «ha encogido el culo» y hablamos por el estilo de todas las cosas. Esto nos libra de volvernos locos. Sólo lo podremos resistir mientras nos lo tomemos de esta manera.

¡Pero no olvidamos! Lo que cuentan los periódicos de guerra a propósito del excelente buen humor de las tropas, que organizan bailes y fiestas en cuanto dejan el frente, es un bulo estúpido. No hacemos estas cosas porque estamos de buen humor, sino que estamos de humor porque de otro modo reventaríamos. De todas maneras, estas cosas no pueden ya durar mucho; nuestro humor cada día es más negro.

Lo sé; todo lo que ahora, mientras combatimos, baja al fondo de nuestro ser como si fuera de piedra, emergerá de nuevo cuando la guerra termine y entonces será cuando empiece el debate a vida o muerte.

Los días, las semanas, los años de frente resucitarán, nuestros camaradas muertos se levantarán y marcharán con nosotros, los cerebros recuperarán su lucidez, tendremos un objetivo. Y así avanzaremos; a nuestro lado los camaradas muertos; los años de frente a nuestra espalda… Marcharemos, pero, ¿contra quién? ¿Contra quién?

A este lugar vino, hace algún tiempo, un teatro de campaña. Se ven todavía, sobre una puerta, los carteles multicolores que anunciaban las representaciones. Kropp y yo los contemplamos con los ojos como platos. No podemos creer que todavía queden cosas así. Hay una muchacha con un vestido de verano color claro y un cinturón rojo, charolado, que le ciñe la cintura. Apoya una mano encima de una barandilla y tiene en la otra un sombrero de paja. Lleva medias y zapatos blancos, unos hermosos zapatos, con hebilla y tacón alto. A sus espaldas brilla el mar azul con alguna cresta de espuma. A un lado se ve el luminoso color de una bahía. Es una muchacha realmente espléndida, con una nariz fina, los labios rojos, largas piernas; de una limpieza y una pulcritud inimaginables. Seguro que debe bañarse dos veces por día y nunca tiene barro bajo las uñas. Como mucho, quizá tenga alguna vez en ellas un poco de arena de la playa.

A su lado hay un hombre con pantalón blanco, americana azul y gorra de marino; pero éste nos interesa mucho menos.

La muchacha de la puerta es para nosotros un prodigio. Habíamos olvidado por completo que existieran cosas así, e incluso ahora llegamos a dudar de nuestros propios ojos. En todo caso, hacía años que no veíamos nada parecido, nada que pudiera comparársele en cuanto a belleza y a dicha. He aquí la paz; ha de ser así, pensamos con emoción.

—Fíjate tú, qué zapatos tan ligeros; no podría resistir ni un kilómetro de marcha —digo, y me doy cuenta enseguida de mi estupidez, es imbécil pensar en una marcha frente a una imagen como ésta.

—¿Qué edad debe tener? —pregunta Kropp.

Yo supongo:

—Veintidós años, como máximo, Albert.

—Así sería mayor que nosotros. Te aseguro que no tiene más de diecisiete.

Sentimos un escalofrío.

—Albert, esto sí que valdría la pena, ¿no te parece?

Asiente.

—Yo también tengo un pantalón blanco en casa.

—Un pantalón blanco, sí —digo yo—. Pero una chavala así…

Nos miramos mutuamente de arriba abajo. No hay mucho que ver. Un uniforme descolorido, remendado y sucio a cada lado. Es inútil intentar establecer comparaciones.

Por esta razón, arrancamos inmediatamente el joven del pantalón blanco, rascando sobre el papel y poniendo mucho cuidado en no romper a la muchacha. Así ya hemos conseguido algo. Después, Kropp propone:

—Podríamos ir a que nos despiojaran.

Me resisto, porque esto perjudica la ropa y vuelves a tener piojos al cabo de dos horas. De todas maneras, después de haber admirado un poco más el cartel, me rindo. Voy más allá todavía:

—También podríamos buscar una camisa limpia…

Albert, no sé por qué, opina:

—Mejor serían unos calcetines.

—Quizá también unos calcetines, pues. Vamos a especular un poco.

Pero llegan Leer y Tjaden, acercándose con paso perezoso. Ven el cartel y en un abrir y cerrar de ojos, la conversación sube de tono. Leer fue el primero de nuestra clase que tuvo un lío, y nos contaba intimidades emocionantes. Se anima a su manera delante de la imagen y Tjaden le ayuda con energía.

No es precisamente que nos repugne —el que no dice porquerías es que no es soldado— sino que en este momento no estamos de humor para escucharlos. Por esta razón les dejamos solos y nos vamos al establecimiento de desinfección para que nos maten los piojos, con el mismo empaque que si nos dirigiéramos a una tienda elegante de modas para caballero.

Las casas en las que nos alojamos están cerca de un canal. Al otro lado del canal hay estanques rodeados de alamedas; al otro lado del canal hay también mujeres.

Las casas de nuestro lado han sido evacuadas. Pero en las otras todavía vive, de vez en cuando, alguien.

Por la tarde nadamos. Se acercan tres mujeres caminando por la orilla. Van andando despacio y no desvían su mirada, a pesar de que no llevamos traje de baño.

Leer las llama. Ríen y se paran a mirarnos. En un francés chapurreado les gritamos algunas frases, lo que nos pasa por la cabeza, todo mezclado, deprisa para que no se vayan. No son precisamente cosas demasiado finas, pero, ¿de dónde podríamos sacarlas?

Hay una morena, esbelta. Cuando ríe se le ven brillar los dientes. Acciona vivamente; la falda le cae, holgada, alrededor de las piernas. A pesar de que el agua está fría nos esforzamos en interesarlas con nuestros ejercicios de natación para que se queden. Arriesgamos alguna broma y ellas nos la contestan sin que comprendamos nada. Reímos y hacemos signos con las manos. Tjaden es más razonable. Corre a casa, trae un pan de munición y se lo enseña.

Esto tiene éxito. Con signos y gestos nos dicen que vayamos, pero no podemos hacerlo. Está prohibido subir a la otra orilla. En todos los puentes hay centinelas. Sin un pase no hay nada que hacer. Por esto les decimos que vengan ellas; pero mueven la cabeza y señalan hacia los puentes. Tampoco las dejan pasar.

Se marchan. Andan despacio remontando el canal, siempre por la orilla. Las acompañamos nadando. Después de unos centenares de metros toman otro camino y nos enseñan una casa que se levanta apartada entre árboles y maleza. Leer les pregunta si viven allí.

Ríen… Sí, aquella es su casa.

Les decimos que intentaremos ir cuando los centinelas no puedan vernos. Por la noche. Esta misma noche.

Levantan las manos, las colocan planas la una contra la otra, ponen la cabeza encima y cierran los ojos. Han comprendido. La morena esbelta inicia unos pasos de baile. Una rubia balbucea en alemán:

—Pan… bueno…

Les aseguramos calurosamente que se lo traeremos. Y además, otras cosas buenas. Ponemos los ojos en blanco y queremos designar estas cosas con las manos. Leer está a punto de ahogarse al quererles indicar que les traerá un pedazo de salchichón. Si hiciera falta les prometeríamos todo un almacén de víveres. Se alejan, volviéndose todavía, de vez en cuando. Subimos a la otra orilla y observamos si entran realmente en aquella casa. Podían habernos engañado. Después, nadando, volvemos a nuestro lugar.

Nadie puede atravesar sin pase los puentes.

No es problema. Atravesaremos nadando por la noche. La emoción se apodera de nosotros y no nos deja. No podemos estarnos quietos en parte alguna y vamos a la cantina. Precisamente hay cerveza y una especie de ponche.

Bebemos ponche y nos contamos extraordinarias aventuras, inventadas de arriba abajo. Cada uno cree gustosamente al otro y espera su turno para poder contar una más gorda. Las manos se agitan nerviosamente, fumamos innumerables cigarrillos. Hasta que Kropp dice:

—Sería una buena idea llevarles también unos cuantos cigarrillos.

Los guardamos en nuestros casquetes.

El cielo toma un color verde de manzana sin madurar. Somos cuatro, pero sólo podemos ir tres; debemos desembarazarnos de Tjaden, dándole ponche y ron hasta que no se tenga derecho. Cuando oscurece nos vamos a casa. A Tjaden lo llevamos en medio. Estamos encendidos, radiantes, rebosantes de deseos de aventura. La morena esbelta es para mí; ya hemos escogido y está decidido. Tjaden cae sobre su colchoneta y se pone a roncar. De pronto despierta y nos mira con una cara de pícaro que nos alarma; nos hace pensar que se ha burlado de nosotros y que todo el ponche que ha bebido no le ha hecho efecto. Pero vuelve a desplomarse hacia atrás y se duerme.

Cada uno de nosotros coge un pan entero y lo envuelve en papel de periódico. Envolvemos también los cigarrillos y tres buenas raciones de embutido de hígado que precisamente nos han dado esta noche. Eso es ya un obsequio decoroso.

De momento colocamos las cosas en el interior de las botas; porque las botas debemos llevárnoslas para no pisar, en él otro lado, alambres y trozos de cristal. Pero como tenemos que pasar nadando, no podemos llevarnos ningún otro vestido. De todas maneras, está oscuro y no vamos muy lejos. Salimos con las botas en la mano. Nos deslizamos sigilosamente en el agua. Nadamos de espaldas, sosteniendo las botas, con todo su contenido, por encima de nuestras cabezas.

Cuando llegamos a la otra orilla, nos izamos con precaución, sacamos los paquetes y nos ponemos las botas. Las cosas las llevamos debajo del brazo. Así nos ponemos en marcha, a paso ligero; mojados, desnudos, con las botas por único vestido. Encontramos enseguida la casa. Está oscura, entre el follaje. Leer tropieza con una raíz y se araña el codo.

—No es nada —dice, alegremente.

Las ventanas están tapiadas con maderos. Andando sin hacer ruido damos la vuelta a la casa e intentamos espiar por los resquicios. Nos impacientamos. De pronto, Kropp vacila:

—¿Y si estuviera un comandante dentro, con ellas?

—Echamos a correr y listos —dice Leer, bromeando—. El número de nuestro regimiento que lo lea aquí. —Y se da una palmada en las nalgas.

La puerta de la casa está abierta… Nuestras botas hacen poco ruido. Se abre una puerta. Un resplandor nos ilumina. Una mujer, asustada, grita. Nosotros decimos:

—Pst… Pst… Camarade… Bon ami…

Y levantamos, como un conjuro, nuestros paquetes.

Ahora vemos también a las otras dos. La puerta se ha abierto completamente y estamos a plena luz. Nos reconocen y se echan a reír al contemplar nuestro indumento. Se retuercen, carcajeándose, en el dintel de la puerta. ¡Con qué gracia se mueven!

—Un moment —dicen.

Desaparecen, e inmediatamente, nos lanzan unas piezas de vestir con las que escasamente podemos cubrirnos. Después nos dejan entrar. Una pequeña lámpara ilumina la habitación. Hace calor. Huele un poco a perfume. Deshacemos nuestros paquetes y se los ofrecemos. Les brillan los ojos. Se ve que tienen hambre.

Estamos algo cohibidos. Leer, con un signo, les indica que coman. La cosa vuelve a animarse enseguida: traen platos y cuchillos y se lanzan encima de los víveres. Cada raja de embutido la levantan en el aire con admiración, antes de comérsela. Nosotros nos sentamos, orgullosos, a su lado.

Nos confunden con su parloteo. No comprendemos demasiado, pero adivinamos que son palabras amables. Debemos parecerles muy jóvenes. La morena esbelta me acaricia los cabellos y dice lo que dicen siempre las mujeres francesas:

—La guerre… grand malheur… pauvres garçons…

Le cojo el brazo, lo oprimo con fuerza y hundo mi boca en la palma de su mano. Sus dedos me aprietan las mejillas. Sobre mí se abren sus ojos turbadores, la suavidad de su piel morena y sus labios rojos. La boca pronuncia palabras que no comprendo. Tampoco comprendo del todo sus ojos; dicen mucho más de lo que nosotros esperábamos al venir.

Al lado de esta habitación están los dormitorios. Al levantarme veo a Leer que, con su rubia, se dirige decidido a uno de ellos mientras habla en voz alta. El sabe de qué van estas cosas. Pero yo…, yo estoy entregado a un lejano sentimiento, mezcla de dulzura y violencia, y me pierdo en él. Siento en mí algo que desea y que cae, al mismo tiempo. La cabeza me da vueltas; aquí no hay nada que pueda sostenerme. Hemos dejado las botas, nos han dado pantuflas y no llevo encima nada que pueda recordarme la insolente seguridad del soldado; no tengo el fusil, ni el cinturón, ni la guerrera, ni el casco. Me abandono a esta incertidumbre, que pase lo que quiera… Pero, a pesar de todo, tengo un poco de miedo.

La morena esbelta mueve sus cejas cuando reflexiona. En cambio, cuando habla las mantiene inmóviles. A veces también lo que ella me dice queda sólo insinuado; el sonido no llega a palabra, queda ahogado o suspendido, vibrante, sobre mi cabeza; como un arco, como una trayectoria, como un cometa. ¿Qué sabía yo de todo esto? ¿Qué es lo que sé ahora? Las palabras de esta lengua extranjera, de la que apenas si comprendo algo, me adormecen y me inundan de una gran calma en la que desaparece la habitación Levemente iluminada y queda tan sólo, vivo y claro, su rostro que se inclina sobre mí.

Cuan complejo es un rostro que nos era extraño todavía una hora antes y que ahora se reclina hacia nosotros con una ternura que no surge de él mismo, sino de la noche, del mundo y de la sangre que asoman su brillo en él. Todos los objetos de la habitación parecen influidos y transformados, toman un aspecto particular, y mi piel blanca me inspira un sentimiento casi respetuoso cuando el resplandor de la lámpara la ilumina y la acaricia una mano fresca y morena.

Qué distinto es esto de lo que sucede en los burdeles para soldados, a los que tenemos autorización para ir y ante los que se forman largas colas. No quisiera acordarme de ello; pero, sin darme cuenta, me vuelve continuamente a la memoria y me asusta pensar que quizá nunca pueda librarme de este recuerdo.

Siento los labios de esta muchacha morena y esbelta y aprieto contra ellos los míos; cierro los ojos y quisiera que todo hubiera oscurecido; la guerra, sus horrores y sus ignominias; despertarme de nuevo joven y alegre. Pienso en la figura de la chica del cartel, y por un instante, creo que mi vida depende tan sólo de hacerla mía. Después me hundo, cada vez más profundamente, en este cuerpo que me abrasa. Quizá sea realmente un milagro.

No sé cómo nos encontramos de nuevo todos juntos. Leer tiene un aire triunfal. Nos despedimos efusivamente y nos metemos otra vez en nuestras botas. El aire nocturno refresca nuestros cuerpos ardientes. Los álamos se levantan altivos en la oscuridad y murmuran. No corremos; andamos el uno al lado del otro, dando grandes zancadas.

Leer comenta:

—¡Eso sí que vale un pan de munición!

Yo no me atrevo a hablar. Ni siquiera estoy contento.

Escuchamos pasos y nos escondemos detrás de un arbusto.

Los pasos se acercan. Están a nuestro lado. Vemos a un soldado desnudo, tan sólo con botas, como nosotros. Lleva un paquete bajo el brazo y pasa corriendo. Es Tjaden que parece tener prisa.

Ya ha desaparecido.

Nos reímos. Mañana habrá jaleo.

Llegamos a nuestras colchonetas sin que nadie se dé cuenta.

Me reclaman en la oficina. El comandante de la compañía me alarga un certificado de permiso, una hoja de ruta y me desea buen viaje. Miro cuántos días me han dado. Diecisiete. Catorce de licencia y tres para el viaje. Es poco tiempo para el trayecto. Solicito que me den cinco días. Bertinck me señala la hoja de ruta; me doy cuenta de que no he de volver inmediatamente al frente, sino que debo presentarme, cuando termine el permiso, a un cursillo en un campamento.

Los otros me envidian. Kat me da buenos consejos. Me dice que cuando esté allí, intente colocarme en algún lugar seguro.

—Si eres un poco listo te quedarás.

Bien mirado, hubiera preferido no tener que marcharme hasta dentro de ocho días; todo este tiempo lo pasaremos aquí, y aquí se está bien.

Naturalmente, he de invitarles a la cantina. Nos emborrachamos un poco. Yo me entristezco; estaré fuera durante seis semanas; realmente es una gran suerte. Pero, ¿qué habrá sucedido cuando regrese? ¿Los encontraré a todos todavía? Haie y Kemmerich ya no están… ¿Quién seguirá? Bebemos y los miro a todos. Albert, a mi lado, fuma; está contento. Siempre hemos andado juntos. Delante está Kat, con sus hombros caídos, su amplio pulgar y su voz tranquila. Después, Müller, con sus dientes salidos y su risa que parece un ladrido. Tjaden, con sus ojillos de rata. Leer, que se está dejando barba y parece un hombre de cuarenta años.

Sobre nuestras cabezas se extiende una espesa humareda. ¡Qué sería del soldado sin tabaco! La cantina es su verdadero refugio. La cerveza es más que una bebida, es el indicio de que uno puede estirar y encoger, sin peligro, sus miembros. Y lo aprovechamos; alargamos las piernas tanto como nos es posible y escupimos a destajo. ¿Para qué seguir contando? ¡Qué impresión produce todo esto cuando uno se marcha al día siguiente!

Por la noche atravesamos de nuevo el canal. Casi temo decirle a aquella morena tan esbelta que me voy; que cuando vuelva estaremos, de seguro, en otra parte; que no volveremos a vernos. Ella, sin embargo, tan sólo mueve un poco la cabeza y no parece sentirlo mucho. Al principio me es difícil comprenderlo; después voy viendo claro. Leer tiene razón. Si hubiera partido hacia el frente, entonces habría dicho muchas veces: «Pauvre garçon», pero un permisionario… de esto no quieren saber nada, no es tan interesante. ¡Que se vaya al diablo con sus caricias y su parloteo! Empezaba a creer en milagros y todo lo hacía un pan de munición.

A la mañana siguiente, después de ir a despiojarme, me dispongo a coger el tren de campaña. Albert y Kat me acompañan. En el apeadero nos dicen que el tren tardará todavía dos horas en salir. Ellos dos han de regresar porque están de servicio. Nos despedimos.

—Suerte, Kat; suerte, Albert.

Se alejan, volviéndose de vez en cuando para agitar su mano. Sus figuras se empequeñecen. Cada una de sus frases, cada uno de sus movimientos me son muy conocidos. Los reconocería desde muy lejos. Por fin, desaparecen.

Me siento en la mochila y espero.

Tengo, de pronto, una loca impaciencia por marchar.

Me detengo en muchas estaciones; hago cola delante de algunas calderas de sopa; me acuesto sobre una tabla. Sin embargo, después, el paisaje va siendo turbador, inquieto, conocido… Resbala a través de los cristales, en medio de la noche, con sus villorrios de casas blancas cuyo tejado de paja se hunde en ellas como un gorro, con sus campos de trigo que brillan nacarados bajo los rayos oblicuos del sol, con sus jardines, con sus graneros y con sus grandes tilos.

Los nombres de las estaciones se convierten en palabras vivas que me hacen latir el corazón. El tren traquetea; yo estoy de pie, en la ventana, agarrándome con fuerza al bastimento. Estos nombres limitan mi juventud.

Prados llanos, campos, alquerías; una yunta de bueyes avanza contra el cielo por un camino que corre paralelo al horizonte. Una barrera; al otro lado aguardan campesinos, muchachas que juegan en las calzadas, caminos que se internan campo a través, caminos lisos, sin artillería en marcha.

La tarde va cayendo, y si el tren no hiciera tanto ruido, yo tendría que chillar. La llanura se ensancha a lo lejos. Empiezan a destacar, sobre el horizonte, las montañas teñidas de azul pálido. Reconozco la línea característica de Dolbenberg, esta cresta dentada que se rompe bruscamente donde termina la frondosa cimera de los bosques. Detrás debe estar ya la ciudad.

Pero ahora todo se inunda y se confunde en una luz de un rojo dorado. El tren se retuerce en una curva, luego en otra… E irreales, difusos, oscuros, los álamos se levantan, a lo lejos, uno detrás de otro, en larga hilera de sombra, de luz y de languidez.

El paisaje gira lentamente con ellos; el tren los rodea, los intervalos se acortan; los álamos no son ya más que un bloque, y por un momento, sólo veo uno. Después, los otros van volviendo a ocupar su lugar detrás del primero y quedan todavía un buen rato solos contra el cielo antes de que los cubran las primeras casas.

Un paso a nivel. No puedo separarme de la ventana. Los demás preparan ya sus cosas. Yo repito en voz baja los nombres de las calles que se deslizan por debajo de nosotros:

—Bemerstrasse… Bemerstrasse…

Ciclistas, carros, hombres, allí abajo… Es una calle gris y un viaducto gris, pero me emociona como si fuera mi propia madre.

Después el tren se detiene y he aquí la estación con sus ruidos, sus gritos y sus rótulos. Me cargo la mochila a la espalda, abrocho las correas, cojo el fusil y bajo vacilante los peldaños del vagón.

En el andén miro a mi alrededor. No conozco a nadie de toda esta gente que se empuja con prisas. Una dama de la Cruz Roja me ofrece algo para beber. Me aparto. Sonríe con estupidez, demasiado convencida de su importancia.

«Mirad, estoy dando café a un soldado», parece pensar. Me llama «camarada». Eso faltaba.

Fuera, delante de la estación, murmura el río cerca de la calle; brota, emblanquecido por la espuma, de las esclusas del molino. A su lado se levanta la antigua torre de vigía, y delante, el viejo tilo de vivos colores, con el atardecer a su espalda.

Nos hemos sentado aquí tantas veces; hace ya mucho tiempo. Hemos pasado por este puente y hemos respirado el olor fresco y pútrido del agua estancada; nos hemos inclinado sobre la mansa corriente del agua en este lado de la esclusa, donde verdes plantas trepadoras y algunas algas cuelgan de los soportes del puente; y en el otro lado, durante los calurosos días veraniegos, nos hemos deleitado contemplando el vivo brotar de la espuma, mientras hablábamos de nuestros profesores.

Atravieso el puente, miro a derecha y a izquierda; el agua tiene algas todavía y todavía cae formando un arco de color claro. En la vieja torre están, como antaño, las planchadoras con sus brazos desnudos ante la ropa blanca, y el calor de las planchas se extiende por las ventanas abiertas. Juegan los perros en la larga calle estrecha; delante de las puertas hay gente curiosa que me miran pasar, sucio y cargado.

En esta pastelería hemos comido helados y nos hemos ejercitado a fumar los primeros cigarrillos. De esta calle que atravieso conozco todas las casas, el colmado, la droguería, la panadería. Y, después, estoy ya delante de la puerta oscura, con su gastado picaporte, y mi mano parece agobiada. La abro; me recibe una extraña frescura que me hace parpadear.

La escalera cruje bajo mis botas. Arriba chirría una puerta; alguien sale a mirar por encima de la barandilla. Es la puerta de la cocina la que han abierto. Están haciendo buñuelos de patatas y su aroma llena toda la casa. Hoy es sábado, debe ser mi hermana la que se asoma allí arriba. De momento siento una gran vergüenza y agacho la cabeza. Después me saco el casco y miro hacia lo alto. Sí, es mi hermana mayor.

—¡Pablo! —grita—. ¡Pablo!

Sí, soy yo. La mochila tropieza con la barandilla; ¡pesa tanto el fusil!

Abre de golpe una puerta y grita:

—¡Mamá, mamá! Pablo está aquí.

No puedo subir ni un solo peldaño más. «Madre, madre; Pablo está aquí.»

Me apoyo en la pared y aprieto nerviosamente el casco y el fusil. Los cojo con todas mis fuerzas, pero me es imposible dar un paso adelante. La escalera desaparece ante mis ojos; me golpeo el pie con la culata; rechino mis dientes con rabia, pero soy impotente frente a esta única palabra que mi hermana ha pronunciado; nada puedo hacer. Me violento para obligarme a reír y a hablar, pero no puedo articular ni una palabra; y así permanezco, clavado en la escalera, desgraciado, desvalido, en una convulsión terrible; no quiero y, sin embargo, las lágrimas resbalan sin cesar por mi rostro.

Mi hermana regresa y me pregunta:

—Pero, ¿qué tienes?

Me domino y, vacilando, subo hasta el rellano. Dejo el fusil en un rincón, la mochila contra la pared y el casco encima. Me saco, también, los correajes con todo lo que cuelga de ellos. Después digo furioso:

—¡Dame un pañuelo, mujer!

Saca uno del armario y me enjugo la cara. Colgada en la pared, sobre mi cabeza, está la caja de cristal con las mariposas que coleccionaba antes.

Siento la voz de mi madre que me llega desde la alcoba:

—¿No se ha levantado? —pregunto a mi hermana.

—Está enferma —responde.

Entro. Tomo su mano y digo tan tranquilo como puedo:

—Ya estoy aquí, mamá.

Está acostada, quieta, en la penumbra. Después me pregunta, temerosa, mientras siento su mirada que me palpa:

—¿Estás herido?

—No, me han dado un permiso.

Está muy pálida. Temo encender la luz.

—¡Y yo aquí, acostada y llorando, en vez de alegrarme! —dice.

—¿Te encuentras mal, mamá? —le pregunto.

—Hoy me levantaré un poco. —Y se dirige a mi hermana que ha de correr continuamente a la cocina para que no se le queme la cena—: Abre aquel bote de confitura de serbas, también. ¿Verdad que te apetecen? —me pregunta.

—Sí, mamá; hace mucho tiempo que no he comido.

—Parece que hayamos presentido tu venida —dice mi hermana riendo—; buñuelos de patatas, tu plato preferido y, además, confitura de serbas.

—Es que es sábado —digo yo.

—Siéntate a mi lado —me pide mi madre.

Me mira. Sus manos son blancas, enfermizas y delgadas comparadas con las mías. Nos decimos pocas cosas y le agradezco que no pregunte nada. Después de todo, ¿qué podría decirle? Todo aquello que era posible se ha realizado. He escapado ileso y estoy sentado cerca de ella, mientras en la cocina mi hermana prepara la cena cantando.

—Hijo mío— dice mi madre en voz baja.

En nuestra familia nunca hemos sido de una ternura expansiva. No suele ser costumbre de gente pobre que trabaja mucho y tiene muchas preocupaciones. Por otra parte tampoco lo comprenden; no les gusta repetir lo que ya saben. Cuando mi madre dice «hijo mío» expresa tantas cosas como otra que hablara por los codos. Estoy convencido de que el bote de serbas es el único que ha habido en la casa desde hace muchos meses y que lo han guardado para mí, lo mismo que estas galletas, ya algo rancias, que me ofrece. Seguro que pudo conseguirlas en alguna ocasión excepcional y las guardó enseguida pensando en mí.

Estoy sentado al lado de su cama y en la ventana brillan el marrón y oro de los castaños del bar que hay enfrente. Respiro despacio, profundamente, y me digo:

—Estás en tu casa, estás en tu casa…

Pero no me abandona un cierto embarazo, aún no me he acostumbrado a estas cosas. Aquí está mi madre, aquí mi hermana, mi caja para las mariposas, mi piano de caoba…, pero yo todavía no he conseguido entrar del todo. Un velo y un último paso me separan de las cosas.

Es por esto que voy a buscar, ahora, mi mochila, la pongo sobre la cama y saco lo que he traído: un queso de bola entero que me procuró Kat; dos panes de munición, tres cuartos de libra de mantequilla, dos latas de embutido de hígado, una libra de manteca y un saquito de arroz.

—Seguro que podréis utilizarlo…

Asienten con la cabeza.

—¿Están muy mal, por aquí, las cosas? —les pregunto.

—Sí, no hay mucha abundancia. ¿Y por allí abajo tenéis bastante?

Sonrío señalando las cosas que he traído.

—No siempre tenemos tanto, pero va bien, hasta cierto punto.

Erna se lleva los víveres. De pronto, mi madre me coge vivamente de la mano y me pregunta temblorosa:

—¿Sufrís mucho allí abajo, Pablo?

Mamá, ¿qué he de contestarte? Tú no lo comprenderás, nunca podrás comprenderlo y es mucho mejor así. Preguntas que si sufrimos… Tú, madre… Muevo la cabeza y digo:

—No, mamá, no es para tanto. Somos muchos, ¿sabes? Así no es tan pesado.

—Sí, pero hace poco que estuvo aquí Enrique Brademeyer y contaba que era terrible lo de allí abajo, con los gases y todo lo demás.

Es mi madre la que habla. Dice «con los gases y todo lo demás». No comprendo lo que dice, tan sólo teme por mí. ¿He de contarle que una vez encontramos a los ocupantes de tres trincheras enemigas paralizados en sus actitudes como heridos por el rayo? En los parapetos, en los refugios, exactamente en el lugar en que habían sido sorprendidos, estaban, en pie o caídos, con la cara azulada, muertos.

—Pero, mamá, ¡se dicen tantas cosas! —respondo—, Brademeyer lo decía porque sí. Ya ves que he vuelto entero e incluso he engordado.

Ante la temblorosa inquietud de mi madre vuelvo a encontrar mi calma. Ahora ya puedo moverme arriba y abajo, hablar y responder sin temer tener que apoyarme, de pronto, en la pared, porque ahora el mundo se ha vuelto blando como la goma y las venas no son sino un haz de flojas hilachas. Mi madre quiere levantarse. Entretanto voy a la cocina para estar con mi hermana.

—¿Qué tiene?

Se encoge de espaldas.

—Hace unos meses ya que está en cama, pero no quería que te lo dijéramos. La han visitado muchos médicos. Uno de ellos dijo que probablemente sería, de nuevo, cáncer.

Voy a presentarme a la Comandancia Militar del distrito. Atravieso, lentamente, las calles. Aquí y allá, alguien me dirige la palabra. Apenas si me detengo; no conservo ya demasiadas ganas de hablar. Cuando salgo del cuartel, oigo una voz que me llama gritando desmesuradamente. Me doy la vuelta, sumido todavía en mis pensamientos y me encuentro delante de un comandante. Me apostrofa:

—¿No sabes saludar?

—Perdone, mi comandante —farfullo turbado—; no le había visto.

Grita aún más fuerte:

—¿Tampoco sabes expresarte correctamente?

Querría abofetearlo, pero me contengo porque está en juego el permiso. Me cuadro y digo:

—No había visto a mi comandante.

—¡Pues ve con cuidado! —replica—. ¿Cómo te llamas?

Se lo digo.

Su gruesa cara roja todavía está exaltada.

—¿De qué cuerpo?

Contesto reglamentariamente.

—¿Dónde estás de servicio?

Pero me he hartado y le digo:

—Entre la Ceca y la Meca.

—¿Cómo dices?

Le explico que tan sólo hace una hora que he llegado del frente creyendo que esto va a calmarle. Pero me equivoco. Todavía se enfurece más:

—Y querías introducir aquí las costumbres del frente, ¿no? Pues no hay nada que hacer. Aquí, gracias a Dios, reina el orden.

Me dice:

—¡Veinte pasos atrás enseguida! ¡Adelante, marchen!

Tengo una rabia loca, pero nada puedo contra él; si se empeñaba podía hacerme arrestar enseguida. Corro hacia atrás, después avanzo a paso militar y cuando llego a seis metros de él hago un preciso saludo que no abandono hasta haberme alejado otros seis metros.

Entonces me llama y me dice, afablemente, que por esta vez dejará prevalecer la indulgencia sobre el reglamento.

Le expreso mi agradecimiento sin abandonar mi rigidez.

—¡Retírate! —me ordena.

Doy media vuelta golpeando fuertemente con los tacones y me marcho.

Esto me ha estropeado la tarde. Me apresuro para llegar a casa y tiro el uniforme en un rincón.

También lo hubiera hecho igualmente. Después saco del armario un vestido de paisano y me lo pongo.

Me encuentro extraño. El traje me queda corto y estrecho. He crecido en el servicio. El cuello y la corbata me dan mucho trabajo. Finalmente, mi hermana termina por hacerme el nudo. ¡Qué ligero es un vestido de estos! Se tiene la impresión de ir tan sólo en calzoncillos y camisa.

Me miro en el espejo. ¡Qué facha más extraña! Un niño de primera comunión, crecidito, tostado por el sol, me está contemplando, desde allí, muy asombrado.

A mi madre le satisface que vaya vestido de paisano; así le parece que soy un poco más de ella.

Mi padre, sin embargo, hubiera preferido que andará siempre con el uniforme; hubiera querido pasearme, así, por las casas de todos sus amigos.

¡Qué hermoso es estar sentado, tranquilamente, en cualquier lugar! Por ejemplo en la terraza del café de enfrente de casa, bajo los castaños, cerca de la bolera. Las hojas de los árboles caen encima de la mesa y por el suelo. Pocas, tan sólo. Las primeras. Tengo delante un vaso de cerveza: en el regimiento he aprendido a beber. El vaso está mediado y quedan todavía algunos tragos de líquido fresco, además puedo pedir otra y otra, si quiero. No hay listas que pasar aquí. No estallan obuses. Los niños del propietario juegan a los bolos y el perro reposa su cabeza sobre sus rodillas. El cielo es azul y por entre el follaje de los castaños veo la torre de la iglesia de Santa Margarita.

Todo está bien, me gusta. Pero no hay forma de separarse de la gente. La única que no pregunta es mi madre. Pero mi padre ya es distinto. Él quisiera que yo le contara algo del frente, tiene deseos que me parecen conmovedores y estúpidos a un tiempo. No tengo, ya, con él una verdadera intimidad. Lo que más le hubiera gustado es que me pasase el santo día contando cosas. No se da cuenta de que estas cosas no pueden contarse y me gustaría, por otra parte, darle gusto; sin embargo, sería peligroso, no podría traducir a palabras lo que he pasado; me da miedo de que todo se agigante y que, luego, no me sea posible dominarlo. ¿Dónde estaríamos nosotros si tuviéramos conciencia de lo que sucede allí abajo?

Me limito, por lo tanto, a contarle algunas anécdotas divertidas. Él, no obstante, me pregunta si he tomado parte en algún combate cuerpo a cuerpo. Le digo que no y me levanto para salir.

Sin embargo, no consigo nada con ello. En la calle, después de haberme asustado dos veces con el chirrido de los tranvías que me parecen gemidos de granada, alguien me da un golpecito en la espalda. Es mi profesor de gramática alemana que me asaetea con las preguntas de rigor:

—¿Qué, cómo va por allá abajo? ¿Terrible, no, terrible? Sí, es horroroso, pero debemos aguantar. Y, por lo menos, tienen comida abundante según me han contado. Usted hace muy buena cara, Pablo. Está fuerte. Aquí, naturalmente, va peor. Pero es lógico, muy comprensible, lo mejor debe ser siempre para nuestros soldados.

Me arrastra hacia su peña. Me reciben de manera grandiosa. Todo un señor director me da la mano y me dice:

—¿Conque llega usted del frente? ¿Y qué tal el espíritu de las tropas? Excelente, claro está, excelente, ¿no?

Le respondo que todos quisieran volver a casa.

Se ríe estrepitosamente.

—¡Hombre, naturalmente! ¡De esto estoy convencido! ¡Pero antes tienen que zurrar bien a los gabachos! ¿Fuma? Tome, encienda uno. Mozo, traiga una cerveza para nuestro joven guerrero.

Lástima que haya aceptado el cigarro, porque esto me obliga a quedarme. Todos desbordan de benevolencia; no puedo quejarme. Y, no obstante, me siento enojado y fumo tan rápidamente como puedo. Para hacer alguna cosa me bebo de un trago el vaso de cerveza. Mandan traerme otro enseguida; son gente que saben lo que se debe a un soldado. Discuten sobre lo que habremos de anexionarnos. El director, con su cadena de hierro para el reloj —cambiada por la de oro según costumbre patriótica—, es el que quiere más territorios: toda Bélgica, las regiones hulleras de Francia y zonas muy vastas de Rusia. Expone las razones concretas por las que debemos quedarnos con todo esto y se mantiene inflexible hasta que los otros ceden finalmente. Después comienza a explicarnos en qué lugar es necesario romper el frente francés y, entonces, se dirige a mí:

—¡Hala, dense un poco deprisa! Avancen ustedes de una vez y abandonen esta eterna guerra de posiciones. Barran a estos bergantes y tendremos paz.

Respondo que, según mi opinión, una rotura del frente es imposible porque los del otro lado tienen muchas reservas.

Además la guerra no se parece en nada a como uno se la imagina.

Niega con superioridad todo lo que le digo y me demuestra que no entiendo una palabra del asunto.

—Quizá tenga razón en lo que a los detalles se refiere, pero se trata del total, y usted no está en condiciones de juzgarlo. Usted sólo ve el pequeño sector en que presta el servicio y le falta una visión del conjunto. Cumple con su deber, arriesga la vida, esto es digno de todos los honores —cada uno de ustedes debiera tener la cruz de hierro— pero, antes que nada, es necesario romper el frente enemigo en Flandes, con un ataque masivo, y luego obligarles a replegarse desde allí arriba.

Jadea y se seca la barba.

—Han de arrollarlos completamente, de arriba a abajo… Y, después, hacia París.

Me gustaría saber cómo se lo imagina, y engullo el tercer vaso de cerveza. Encarga otro inmediatamente.

Pero me levanto. Él me mete todavía algunos cigarros en el bolsillo y me despide con un golpe en la espalda.

¡Que vaya muy bien! Esperamos oír pronto grandes noticias.

Había imaginado de otro modo mi permiso. Hace un año era distinto. Debo ser yo el que he cambiado. Entre entonces y ahora se abre un abismo. Entonces yo no conocía la guerra. Sólo había estado en sectores tranquilos. Hoy noto que, sin haberme dado cuenta, me he ido gastando y deprimiendo. No me encuentro bien aquí. Esto es para mí un mundo extraño. Unos preguntan y otros no, pero bien se ve que todos están orgullosos de su actitud; a menudo incluso llegan a decir, con la entonación de quien comprende las cosas, que de esto no se puede hablar. Entonces afectan un pequeño aire de superioridad.

Lo que más me gusta es estar solo; así nadie me estorba. Porque todos acaban diciendo lo mismo: «la cosa va bien» o «la cosa va mal». A uno le parece una cosa, a otro otra.

Encauzan siempre la conversación hacia lo que les interesa más personalmente. En otro tiempo yo vivía, seguramente, así; pero hoy no puedo acostumbrarme a esto de ninguna forma.

Me hablan demasiado. Tienen preocupaciones, planes, deseos que no puedo experimentar como ellos. A veces me siento con alguien en la terraza de un café e intento hacerle comprender que lo esencial, en resumen, es poder estar sentados allí tranquilamente. Ellos, naturalmente, lo comprenden y lo reconocen, están de acuerdo conmigo; pero sólo con palabras, sólo con palabras, aquí está la diferencia. Lo sienten, pero sólo a medias; su otro yo está ocupado en otras cosas; están en cierto modo divididos; ninguno de ellos lo experimenta con todo su ser; ni yo mismo sé bien lo que pienso.

Cuando los veo allí, en sus habitaciones, en sus despachos, en sus ocupaciones, entonces todo me atrae irresistiblemente y quisiera hacer como ellos y olvidar la guerra. Pero al mismo tiempo todo me repugna. Es tan insignificante. ¿Cómo pueden llenar su vida? Habría que aplastarlo todo. ¿Cómo puede existir eso mientras allí abajo la metralla vuela zumbando por encima de los embudos, suben los cohetes luminosos, se llevan a los heridos en las lonas de las tiendas y los camaradas se agachan en las trincheras? Son otra clase de hombres los de aquí, una clase de hombres que no comprendo del todo, que envidio y desprecio. A pesar de todo pienso en Kat, en Albert, en Müller, en Tjaden… ¿Qué estarán haciendo? Quizás están sentados en la cantina. ¿O nadando? Pronto deberán regresar a primera línea.

En mi habitación, detrás de la mesa, hay un sillón de cuero oscuro. Me siento en él.

En las paredes, clavados con chinchetas, hay muchos grabados que yo había sacado de las revistas ilustradas. También hay, en medio de ellos, postales y dibujos que me habían gustado. En la esquina una pequeña estufa de hierro. En la pared de enfrente las estanterías con mis libros.

En esta habitación he vivido yo antes de ser soldado. He ido comprando los libros poco a poco, con el dinero que ganaba dando lecciones. Muchos de ellos los he adquirido en librerías de viejo —todos los clásicos, por ejemplo— cada volumen costaba un marco y veinte pfennings encuadernado en tela azul. Los he comprado—completos, porque era muy meticuloso; no tenía confianza en las ediciones de «obras escogidas», dudaba de si habrían escogido lo mejor. Por esto he comprado siempre «obras completas». Los he leído con interés pero, la mayor parte, no me satisficieron. Por esta razón fui inclinándome hacia los otros libros, los modernos, que, naturalmente, eran mucho más caros. Algunos me los procuré no muy honradamente. Me los habían dejado y no los devolví porque no quería privarme de ellos.

Una de las estanterías está llena de libros de texto. Los trataba con poco cariño y han sido muy trabajados. Tienen páginas arrancadas; ya se sabe para qué. Debajo hay cuadernos, paquetes y cartas empaquetados, dibujos y ensayos.

Querría sumergirme en mis pensamientos de aquel tiempo. Un tiempo que está todavía encerrado en esta habitación —me doy cuenta en seguida—; que estas paredes han conservado. Mis manos reposan en el respaldo del sillón; ahora me pongo más cómodo y levanto, también, las piernas; así permanezco confortablemente sentado, en el rincón, entre los brazos de la butaca. La ventana abierta me muestra la imagen familiar de la calle con la alta torre de la iglesia al fondo. Hay algunas flores sobre la mesa. Portaplumas, lápices, una concha que me servía de pisapapeles, el tintero… Nada ha cambiado aquí.

Así permanecerá todo, si tengo suerte, cuando la guerra termine y yo regrese para siempre. Me sentaré igual que ahora, contemplando mi habitación y aguardando.

Estoy inquieto; pero no quisiera estarlo porque no hay motivo. Quiero sentir de nuevo esta atracción íntima y, tranquila, esta sensación de un deseo fuerte e indefinible, como antes, cuando me ponía delante de mis libros. La brisa de deseos que se levantaba entonces de los lomos multicolores ha de envolverme de nuevo; ha de fundir este pesado bloque de plomo que llevo en alguna parte como un peso muerto y despertar, de nuevo, en mi ser, aquella impaciencia por el porvenir, aquella alegría alada que sentía en el mundo de los pensamientos. Quiero que me restituya el perdido interés de mi juventud.

Estoy sentado y espero.

Se me ocurre que he de visitar a la madre de Kemmerich. También podría ver a Mittelstaedt que debe estar en el cuartel. Miro por la ventana. Más allá de la soleada calle surge una cordillera de tonos ligeros y difusos que se transforma en un claro día otoñal… Estoy sentado cerca del fuego y, con Kat y Albert, comemos patatas que hemos cocido en los rescoldos.

Pero no quiero pensar en esto y aparto el recuerdo. Quiero que la habitación me hable, que me posea y me lleve, quiero sentir, aquí mi intimidad, quiero escuchar su voz para saber, cuando vuelva al frente, que la guerra es ahogada por la dulce ola del regreso; entonces ya ha pasado; ya no nos carcome; no tiene más poder sobre nosotros que el puramente exterior.

Los lomos de los libros se alinean el uno al lado del otro. Los reconozco todavía y recuerdo cómo los ordené. Les imploro con la mirada: «Habladme, acogedme; acógeme tú, vida mía de antaño; tú, vida despreocupada y bella, vuelve a poseerme…»

Espero, espero.

Pasan imágenes delante de mí; no me llenan, son tan sólo sombras y recuerdos.

Nada…, nada…

Aumenta mi inquietud.

De pronto surge en mí un terrible sentimiento de extrañeza. No puedo encontrar el pasado. Me rechaza. Es inútil que implore y me esfuerce. Nada vibra. Indiferente y triste, seco como un réprobo mientras se me escapa el pasado. Al mismo tiempo temo conjurarlo con demasiada fuerza porque no sé lo que podría pasar. Soy un soldado y, sobre todo, he de atenerme a ello.

Me levanto cansado y miro por la ventana. Después cojo un libro y lo hojeo intentando leer algo. Lo dejo y tomo otro. Tiene pasajes subrayados. Busco, hojeo, cojo otros libros. Se van amontonando a mi lado. Tomo otros todavía… Hojas, cuadernos, cartas.

Permanezco aquí, mudo, delante de todo ello como ante un tribunal.

Descorazonado.

Palabras, palabras, palabras…, ya no me pertenecen.

Lentamente devuelvo los libros a su lugar.

Ya ha pasado, esto.

Salgo en silencio de mi habitación.

No renuncio todavía. Es verdad que no vuelvo a entrar en mi dormitorio, pero me consuelo pensando que algunos días no significan, ni mucho menos, un final definitivo. Después —más tarde— tendré años enteros para dedicarlos a esto. De momento me voy al cuartel a visitar a Mittelstaedt y nos sentamos en su habitación. Hay aquí una atmósfera que no me gusta pero a la que estoy acostumbrado.

Mittelstaedt me tiene preparada una noticia que me electriza enseguida. Me dice que Kantorek ha sido incorporado a filas con la última reserva.

—Imagínate —dice, mientras saca dos espléndidos cigarros— que salgo del hospital, llego aquí y me doy de narices con él. En cuanto me reconoce me alarga la pata y dice con su voz de ganso: «¡Hombre, Mittelstaedt! ¿Cómo le va?» Entonces yo me lo miro fijamente y le respondo: «Reservista Kantorek, el servicio es el servicio y el aguardiente es el aguardiente. Eso ya no tendría que decírtelo. Cuádrate cuando estés hablando con un superior.» Si hubieras visto la cara que puso. Una mezcla de pepinillos en vinagre y de granada sin estallar. Con timidez intentó, todavía, tratarme amistosamente. Yo le ladré con más fuerza. Entonces puso en juego su artillería de grueso calibre y me preguntó confidencialmente: «¿Quiere que le proporcione un examen extraordinario?» La rabia me hizo estallar. Quería recordarme… ¿entiendes? Pues bien, también yo le recordé algo: «Reservista Kantorek; hace dos años que con tus sermones nos hiciste alistar en la Comandancia del distrito. Con nosotros venía José Behm que, realmente, se alistó a la fuerza. Cayó tres meses antes de la fecha en que le tocaba incorporarse. Sin ti hubiera esperado hasta entonces. ¡Y ahora, retírate! Ya volveremos a hablar de ello.» Me fue fácil conseguir que me agregaran a su compañía. Lo primero que hice fue llevármelo al almacén para que le dieran un hermoso equipo. Podrás verlo enseguida.

Bajamos al patio. La compañía está formada. Mittelstaedt ordena descanso y pasa revista.

Por fin diviso a Kantorek y he de morderme los labios para no estallar en carcajadas. Viste una especie de túnica con dobleces, de un azul desteñido. En la espalda y en los brazos lleva unos grandes remiendos de color más oscuro. Aquella guerrera tenía que haber pertenecido a un gigante. En cambio el pantalón, negro y deshilachado, es muy corto. Apenas le llega a la mitad de la pantorrilla. Los zapatos son extraordinariamente grandes, de una dureza de hierro, unas antiquísimas barcas con la punta curvada hacia arriba y abrochadas a los lados. Como compensación el casquete es demasiado pequeño, un harapo terriblemente sucio, una cosa roñosa y miserable. El aspecto del conjunto es lastimoso.

Mittelstaedt se para delante de él:

—Reservista Kantorek: ¿Esta es manera de limpiarse los zapatos? Me parece que no aprenderás nunca. Mediocre, Kantorek, insuficiente…

Interiormente grito de gozo. Así era como Kantorek hablaba a Mittelstaedt en la escuela. Con el mismo tono de voz: «Mediocre, Mittelstaedt, insuficiente…»

Mittelstaedt, mientras, continúa su crítica:

Mira a Boettcher. Es ejemplar. Tendrías que fijarte más en él.

Apenas puedo creerlo. También Boettcher está aquí, Boettcher, el portero de nuestra escuela. ¡Y él es el ejemplo! Kantorek parece querer devorarme con la mirada. Yo me río en sus narices, sin malicia, y contemplo su facha como si no le hubiera reconocido.

¡Qué aspecto de estúpido tiene vestido así! Y es esto lo que nos había llegado a infundir un miedo mortal cuando se sentaba en su cátedra y con el lápiz en la mano atacaba a alguien con los verbos irregulares franceses que, después, en Francia, no nos han servido de nada. Hace apenas dos años; y ahora el reservista Kantorek se ve bruscamente despojado de su prestigio, con las rodillas torcidas, con unos brazos como asas de olla, con las botas sucias y en una actitud ridícula; una caricatura de soldado. No puedo concordar en mi interior esta visión de ahora con la amenazadora imagen sentada en la cátedra, y me gustaría, palabra, saber qué haría yo si algún día este alcornoque se atreviera a preguntarme a mí, un veterano, cosas como ésta: «Bäumer, conjugue el imperfecto del verbo "aller".»

Ahora, Mittelstaedt ordena algunos ejercicios de formación en guerrilla. A Kantorek, benévolamente, lo designa jefe de grupo.

Eso tiene su explicación particular. El jefe de grupo, en la formación de guerrilla, marcha siempre a veinte pasos por delante de los demás. Si se ordena, pues: «¡Media vuelta… Marchen!» la línea sólo debe cambiar de dirección; por el contrario, el jefe de grupo, que se encuentra, de pronto, veinte pasos más atrasado que el resto, debe correr como un caballo al galope para recuperar su posición al frente de los otros. En conjunto cuarenta pasos a la carrera. Y si, cuando apenas ha llegado, se vuelve a ordenar: «¡Media vuelta…, Marchen!», ha de volver a correr hacia el otro lado. De esta forma la línea da tan sólo, cómodamente, media vuelta y algunos pasos mientras el jefe se lanza de un lado a otro como una pelota. El conjunto forma parte de una de las recetas predilectas de Himmelstoss.

Kantorek no puede aspirar a otro tratamiento por parte de Mittelstaedt, ya que por su culpa éste no pudo pasar a un curso superior. En cuanto a Mittelstaedt, sería muy asno si no aprovechara esta magnífica oportunidad antes de volver al frente. Es posible que se muera algo más a gusto cuando la «mili» te ha proporcionado una ganga así.

Entretanto Kantorek salta de un lado a otro como un jabalí asustado. Al cabo de un rato, Mittelstaedt lo detiene y comienza entonces el importante ejercicio de: «Cuerpo a tierra». Andando sobre las rodillas y los codos, sosteniendo el fusil reglamentariamente, Kantorek pasa arrastrando su vistosa figura por la arena, delante mismo de nosotros. Jadea de lo lindo y su jadeo es como música en nuestros oídos.

Mittelstaedt lo anima, e intenta consolar al reservista Kantorek con citas del profesor Kantorek:

—Reservista Kantorek, tenemos la suerte de vivir una gran época; hemos de hacer, pues, un esfuerzo supremo y superar, unidos, lo que ella pueda tener de amargo.

Kantorek escupe un pedazo de madera sucia que se le había metido en la boca y suda.

Mittelstaedt se inclina sobre él y le amonesta con insistencia:

—Y es necesario, sobre todo, que las pequeñeces no nos hagan olvidar nunca el gran proceso histórico, reservista Kantorek.

Me extraña que Kantorek no suelte un estallido y reviente, especialmente ahora que sigue la hora de gimnasia y Mittelstaedt le imita magistralmente tirando de él por el fondillo de los pantalones, mientras hace contracciones en la barra fija, para ayudarle a poner la barbilla sobre la barra y mantener una posición de cuerpo convenientemente rígida. Estas operaciones va amenizándolas con sabios discursos, exactamente igual que Kantorek hacía con él.

Después distribuye los servicios del día.

—Kantorek y Boettcher, iréis a buscar el pan. Coged el carretón.

Unos minutos más tarde, la pareja marcha con la carreta. Kantorek, rabioso, va con la cabeza gacha.

El portero anda alegremente porque el trabajo es muy fácil.

La tahona está situada en el otro extremo de la ciudad. Ambos deben atravesar, tanto a la ida como a la vuelta, toda la población.

—Llevan ya algún tiempo haciendo esto —dice irónicamente Mittelstaedt—. Hay gente que espera, todos los días, para verlos pasar.

—Es magnífico —respondo yo—; ¿pero todavía no se ha quejado?

—Lo intentó. Nuestro comandante se rió mucho cuando oyó esta historia. No puede ver a los maestros de escuela. Por otro lado, cortejo a su hija.

—Te estropeará los exámenes.

—Me da igual —dice Mittelstaedt tranquilamente—. Además, su reclamación sólo ha servido para que yo pudiera demostrar que, la mayoría de las veces, hace tan sólo servicios ligeros.

—¿Por qué no le das de firme alguna vez?

—Lo encuentro demasiado infeliz —responde Mittelstaedt en un tono de magnánima superioridad.

¿Qué es un permiso? Un cambio que, después, todavía os hace más penoso el regreso. Ya se mezcla ahora, en todo, la angustia de la despedida. Mi madre me mira en silencio —cuenta los días, lo sé—; cada mañana está más triste. Un día menos, piensa. He escondido mi mochila; no quiero que pueda recordarle nada.

Las horas pasan aprisa cuando se medita. Me domino y acompaño a mi hermana que va al matadero a por unas libras de huesos. Es una concesión especial y ya desde primeras horas de la mañana la gente hace cola. Algunos se desmayan.

No tenemos suerte. Después de aguardar, relevándonos, tres horas seguidas, la cola se deshace. Se han terminado los huesos.

Afortunadamente me dan, cada día, mi ración militar. De esta forma puedo llevar algo a casa y disponemos de una comida un poco más nutritiva.

Las jornadas son cada vez más penosas y los ojos de mi madre cada vez más tristes. Quedan todavía cuatro días. He de ir a visitar a la señora Kemmerich.

Esto es algo que no puede describirse. Esta mujer trémula que solloza y me sacude gritando: «¿Por qué vives tú, si él ha muerto?», que me inunda de lágrimas y exclama: «¡Por qué estáis allí abajo vosotros…, unos niños como vosotros!», que se deja caer sobre una silla y llora: «¿Lo has visto? ¿Has podido verle todavía? ¿Cómo murió?»

Le respondo que recibió una bala en el corazón y murió enseguida. Me mira dudando:

—Mientes. Lo sé mejor que tú. He sentido en mi carne el largo horror de la muerte. He oído sus gritos, por la noche he sufrido con su angustia… dime la verdad, quiero saberla, he de saberla.

—No —respondo—, yo estaba con él. Murió instantáneamente.

Me suplica en voz baja:

—Dímelo. Debes decírmelo. Yo sé que quieres consolarme, pero, ¿no te das cuenta de que me atormentas mucho más horriblemente que si me dijeras la verdad? No puedo soportar esta incertidumbre. Dime cómo murió por terrible que haya sido. Siempre será mejor de lo que yo imagino.

No se lo diré, aunque me hiciera picadillo. La compadezco pero, al mismo tiempo, la encuentro algo estúpida. Debería contentarse con lo que le digo. Kemmerich ha muerto, sepa o no sepa cómo fue. Cuando se han visto tantos cadáveres no se comprende que uno sólo despierte tanto dolor. Por esto le digo con impaciencia:

—Murió enseguida. Ni siquiera se dio cuenta. La cara le quedó muy natural, apenas si se notaba nada.

Calla. Después pregunta, lentamente:

—¿Puedes jurarlo?

—Sí.

—¿Por lo que te es más sagrado?

Dios mío, ¿qué es lo que todavía considero sagrado? Estas cosas cambian aprisa en nosotros.

—Sí, murió en el acto.

—¿Te conformas con no volver del frente si esto no es verdad?

—Que yo no regrese del frente si él no murió instantáneamente.

Estoy dispuesto a aceptar, todavía, lo que sea; pero ella parece que al fin me cree. Solloza y llora un buen rato. He de contarle punto por punto cómo fue e invento una historia que casi me creo yo mismo.

Cuando me voy, me besa y me regala un retrato de Kemmerich. Se ve con su uniforme de recluta, apoyado en una mesa redonda con patas de abedul sin descortezar. A su espalda hay un bosque pintado. Sobre la mesa un vaso de cerveza.

La última noche que paso en casa. Todo el mundo está taciturno. Me acuesto temprano, cojo la almohada y la aprieto contra mí, hundo en ella la cabeza. ¡Quién sabe si podré volver a dormir en almohadas de plumas!

Mi madre entra, ya muy tarde, en la habitación. Me cree dormido y yo lo aparento. Hablar, velar con ella me sería demasiado penoso.

Se está sentada allí casi hasta el amanecer a pesar de que sufre físicamente y, de vez en cuando, se encorva por el dolor. Por fin, ya no puedo aguantar, simulo que me despierto.

—Vete a dormir, mamá. Cogerás frío aquí.

—Luego tendré tiempo para dormir.

Me incorporo.

—No me voy al frente enseguida, mamá. Primero estaré cuatro semanas en el campamento de barracas. Desde allí vendré todavía algún domingo.

Calla. Luego me dice en voz baja:

—¿Tienes mucho miedo?

—No, mamá.

—Quiero decirte una cosa: ten cuidado con las mujeres francesas. Son malas…

¡Ah, madre! Para ti todavía soy un niño… ¿por qué no puedo apoyar la cabeza en tu falda y llorar? ¿Por qué siempre he de ser el más fuerte y el más sereno? Yo también quisiera, de vez en cuando, sollozar y ser consolado. En realidad no soy mucho más que un niño; en el armario está colgado todavía mi pantalón corto. ¡Hace tan poco tiempo de esto! ¿Por qué ha pasado ya?

Tan tranquilo como me es posible le digo:

—Donde estamos nosotros no hay mujeres, mamá.

—Sé prudente allí abajo, en el frente, Pablo.

¡Madre, por qué no te cojo entre mis brazos y morimos juntos! ¡Qué pobres desgraciados somos!

—Sí, mamá, lo haré.

—Cada día rezaré por ti, Pablo.

¡Ay, madre, madre! Levantémonos y huyamos, huyamos hacia el pasado, hasta que no hallemos nada de toda esta miseria. Hacia el pasado, hacia la época en que estábamos solos los dos, madre.

—Podrías conseguir un puesto de menos peligro.

—Sí, mamá, quizá me destinen a la cocina. Es muy posible.

—Acéptalo, ¿me oyes?, los demás que digan lo que quieran…

—No me preocupa eso, mamá.

Suspira. Su rostro es un suave resplandor en la oscuridad.

—Debes acostarte ahora, mamá.

No responde. Me levanto y le pongo mi manta sobre los hombros. Se apoya en mi brazo, vuelve a tener dolores. La llevo así hasta su habitación. Me quedo, todavía, un rato a su lado.

—Y ahora, mamá, has de ponerte muy buena para cuando yo vuelva.

—Sí, sí, hijo mío.

—No me enviéis nada de lo vuestro. Allá abajo tenemos comida suficiente. Aprovechadlo todo vosotros.

Qué poca cosa parece en su cama esta mujer que me ama más que a nada en el mundo. Cuando intento marcharme dice, precipitadamente:

—Me he podido procurar un par de calzoncillos. Son de buena lana. Te abrigarán. No te los olvides.

¡Ah, mamá! Yo sé lo que te han costado este par de calzoncillos; ir de un lado a otro, hacer colas, mendigar… ¡Madre, madre! ¿Cómo puede comprenderse que yo deba separarme de ti? ¿Quién tiene derecho sobre mí sino tú? Todavía estoy sentado cerca de ti y tú estás aquí acostada. ¡Deberíamos decirnos tantas cosas! Pero nunca podremos…

—Buenas noches, mamá.

—Buenas noches, hijo mío.

La habitación está a oscuras. Se escucha la respiración de mi madre. Y el tic tac del reloj. Fuera, el viento acaricia la ventana. Rumorean los castaños.

En el pasillo tropiezo con mi mochila que ya está preparada porque parto al amanecer.

Muerdo la almohada; aprieto convulsivamente las barras de hierro de la cama. No tenía que haber venido. En el frente me sentía indiferente y, a menudo, sin esperanzas. Nunca podré volver a sentirme así. Yo era un soldado; ahora no soy más que un sufrimiento; por mí, por mi madre, por todo esto, interminable y desconsolador.

No debí venir.

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