Sin Novedad En El Frente

Capítulo V

Resulta pesado matar los piojos de uno en uno cuando se tienen a centenares. Estos animalitos son algo duros y oír cada vez el pequeño ruido que producen las uñas llega a aburrir. Por esta razón, Tjaden ha fijado con un alambre la tapa de una caja de betún encima de una vela encendida. Los piojos se tiran, sencillamente, encima de esta pequeña sartén, sueltan un chasquido y ya están listos.

Nos sentamos a su alrededor, la camisa sobre las rodillas, desnudo el busto al aire tibio del atardecer, con las manos en la masa. Haie tiene unos piojos de un tipo muy particular; llevan una cruz roja encima de la cabeza. Es por esto que pretende haberlos traído del hospital de Thourhout, donde debían ser propiedad privada de algún médico principal. También quiere aprovechar la grasa que, poco a poco, va formándose en la lata para limpiar los zapatos, y está riéndose de su ocurrencia durante media hora seguida.

Hoy, sin embargo, no tiene mucho éxito; nos preocupa otra cosa.

El rumor se ha confirmado. Himelstoss está aquí. Llegó ayer y ya hemos oído su tan conocida voz. Parece que maltrató con exceso a dos reclutas. El lo ignoraba, pero uno de ellos era hijo del gobernador civil. Eso le reventó.

Aquí las pasará moradas. Tjaden está pensando ya, desde hace horas, todas las respuestas que podrá darle. Haie contempla ensimismado sus enormes remos y me guiña el ojo. Aquella paliza fue el punto culminante de su existencia; me ha contado que algunas veces todavía sueña en ella.

Kropp y Müller conversan. Kropp es el único que posee algo de comer, una fiambrera llena de lentejas que ha mangado, seguramente, en la cocina de los zapadores.

Müller mira las lentejas con el rabillo del ojo, pero conteniéndose pregunta:

—¿Albert, tú qué harías si de pronto viniera la paz?

—No hay paz —replica Albert, secamente.

—Bueno, hombre, pero si… —insiste Müller—, ¿tú qué harías?

—Largarme —ladra Kropp.

—Claro que sí. ¿Y luego?

—Emborracharme.

—No digas tonterías. Hablo en serio —dice Müller.

—Yo también —responde Albert—. ¿Qué otra cosa iba a hacer, si no?

Kat se interesa por la pregunta. Reclama a Kropp un tributo de lentejas, éste se lo da, piensa unos momentos y dice:

—Podría emborracharse uno, es cierto, pero mejor sería coger el primer tren y volar a casita. Qué cosas dices, Albert, la paz…

Busca su cartera de bolsillo, de tela encerada, y saca una fotografía que enseña orgullosamente a todo el mundo:

—¡Mi vieja!

Después la guarda otra vez y gruñe:

—Maldita guerra piojosa…

—Tú puedes decirle esto —le digo yo—. Tú tienes una mujer y un hijo.

—Claro, he de procurar que no les falte la comida.

Nos reímos.

—Seguro que no les faltará, Kat. Si es necesario, tú harás una requisa.

Müller está hambriento. Por esto no se da por satisfecho. Despierta con un sobresalto a Haie de sus sueños de azotinas.

—Haie, ¿y tú qué harías si se hiciera la paz?

—Te dejaría el culo como un tomate por hablar, precisamente aquí, de estas cosas —digo yo—. ¿Cómo se te ha ocurrido esto ahora?

—¿Cómo puede llegar el estiércol al tejado? —responde lacónicamente Müller, y se vuelve hacia Haie Westhus.

Una pregunta semejante es demasiado, así, de pronto, para Haie.

Mueve calmosamente su rostro lleno de pecas:

—¿Quieres decir si terminara la guerra?

—Eso es. Tú lo entiendes todo enseguida.

—Habría mujeres de nuevo, ¿no? —dice Haie relamiéndose.

—Sí, también.

—¡Diablos! —exclama Haie y su rostro se distiende. —Agarraría a una moza bien maciza, robusta y recia, ¿sabes? De aquellas que tienen de todo lo necesario para que dé gusto palparlas… y al catre. Figúrate, ¡colchones de pluma y somier! Hijos míos, me pasaría ocho días sin ponerme los pantalones.

Se hace el silencio. La imagen es demasiado admirable. Se nos pone la piel de gallina. Por fin, Müller despierta y pregunta:

—¿Y después?

Hay una pausa. Pero enseguida Haie declara, algo cohibido:

—Si fuera cabo me quedaría con los prusianos y me reengancharía.

—Haie, estás más loco que una cabra —le digo.

El replica, sin enfadarse:

—¿Has trabajado en las minas tú? Pruébalo.

Y diciendo esto, saca una cuchara de su bota y la mete en la fiambrera de Albert.

—No puede ser peor que fortificar en tierras de Champagne —digo.

Haie, masticando, hace una mueca irónica.

—Pero es más largo. Y no hay manera de escaparte.

—Con todo, siempre se está mejor en casa, Haie.

—Depende, depende —dice, y se queda pensativo con la boca abierta.

Se puede leer en su rostro lo que medita. Ve una pobre barraca, en las minas de carbón; piensa en un trabajo pesado, de la mañana a la noche, bajo un calor asfixiante; en el escaso salario, en la ropa constantemente sucia…

—En la mili, cuando hay paz, no te has de preocupar por nada —dice por fin—. Cada día te sirven el pienso, o, de lo contrario, armas un escándalo de pronóstico; cada semana tienes ropa limpia, como un gran señor; haces tu servicio de cabo y tienes además un magnífico uniforme. Por la noche eres hombre libre y puedes hacer lo que se te antoje.

Se está encantando con su idea. Le está gustando de verdad.

—Y cuando tienes doce años de servicio, te dan un certificado de pensión y te haces guardia rural. Estás paseando todo el santo día.

La visión de este porvenir tan agradable le hace sudar.

—Imagínate cómo deben tratarte. Aquí un coñac, allí medio litro de cerveza… Con un guarda todo el mundo quiere estar a bien.

—Nunca serás cabo, Haie —objeta Kat.

Haie le mira sobresaltado y calla. Por su cabeza bailan, con toda seguridad, los luminosos atardeceres de otoño, los domingos en los prados, las campanas del villorrio, las tardes y las noches con las muchachas, los buñuelos de alforfón con grandes ojos grasientos, las horas de tranquila charla en la taberna…

Necesita tiempo para sacarse de la cabeza tantas fantasías. Es por ello que gruñe, enfadado:

—Siempre estáis diciendo tonterías vosotros.

Se pone la camisa pasándola a través de su gran cabeza y se abrocha la guerrera.

—¿Y tú qué harías, Tjaden? —grita Kropp.

Tjaden sólo piensa una cosa.

—Vigilar para que Himmelstoss no se me escapara.

Seguro que sería de su agrado poderlo meter en una jaula y atizarle cada mañana.

Le dice a Kropp, entusiasmado:

—Yo de ti intentaría llegar a teniente. Entonces podrías arrastrarlo hasta dejarle el culo lleno de ampollas.

—¿Y tú, Detering? —sigue preguntando Müller, que con su manía de preguntar podrá ser un magnífico maestro de escuela.

Detering habla poco. Pero quiere responder a esta pregunta. Mira hacia arriba y dice tan sólo:

—Todavía llegaría a tiempo para la cosecha.

Dicho esto, se levanta y se aleja.

Está preocupado. Su mujer ha de encargarse de la alquería, y, por añadidura, le han requisado dos caballos. Cada día lee los periódicos que van llegando para enterarse de si llueve en su rincón oldenburgués. De otra forma, no podrán recoger el heno.

En este momento aparece Himmelstoss. Viene directamente hacia nuestro grupo. A Tjaden le brotan las manchas rojas en el rostro. Se tiende en la hierba y cierra los ojos de emoción.

Himmelstoss está algo indeciso, su paso se hace más lento. A pesar de todo, sigue avanzando. Nadie hace ademán de levantarse. Kropp se lo mira con interés.

Está de pie a nuestro lado y espera. Como que nadie abre la boca suelta un:

—¿Y bien?

Transcurren unos segundos. Evidentemente, Himmelstoss no sabe de qué modo tomárselo. Debe de estar deseoso de hacernos sentir su autoridad. Pero parece haber aprendido que el frente no se asemeja al cuartel. Quiere intentarlo de nuevo y en vez de dirigirse a todos lo hace a uno solo, creyendo que le será más fácil obtener respuesta. Kropp es el más cercano a él. Es por esto que le honra con un: —¿Qué, también por aquí?

Albert no siente necesidad de trabar amistad con él y responde, secamente:

—Y un poco antes que usted, si no me equivoco.

El rojo mostacho tiembla.

—¿Es que ya no me conocéis vosotros, o qué?

Tjaden abre ahora los ojos.

—Eso parece.

Himmelstoss se vuelve hacia él:

—Este es Tjaden, ¿no?

Tjaden levanta la cabeza.

—¿Y tú, sabes quién eres tú?

Himmelstoss está estupefacto.

—¿Desde cuándo nos tuteamos? Me parece que todavía no hemos dormido juntos en las cunetas.

No sabe qué hacer ante esta situación. No esperaba una hostilidad tan manifiesta. Sin embargo, de momento, quiere reservarse; seguro que alguien le ha llenado la cabeza con aquellas tonterías de los tiros por la espalda.

Lo de las cunetas ha exaltado a Tjaden y el enfado le presta agudeza:

—No, hombre, en las cunetas dormías tú solo.

Himmelstoss está que hierve. Pero Tjaden no le deja reaccionar, tiene que decirle todo lo que guarda.

—¿Quieres saber quién eres tú? ¡Un hijo de puta! Ya lo sabes. Hacía tiempo que quería decírtelo.

La satisfacción contenida durante muchos meses brilla en sus blancos ojillos porcinos cuando suelta con voz estentórea el «hijo de puta».

Himelstoss se ha desbocado:

—¿Qué quieres, tú, perro sarnoso, mala bestia? Levántate cuando te habla un superior. ¡Cuádrate!

Tjaden hace un gesto majestuoso:

—Puedes ir a descansar, Himmelstoss. Retírate.

El cabo es ahora la encarnación furiosa del reglamento militar. Ni el propio Káiser se sentiría más ofendido. Aúlla:

—¡Tjaden, te lo mando como superior jerárquico: levántate!

—¿Y qué más? —pregunta Tjaden.

—¿Obedeces o no mi orden?

Tjaden le responde serena y categóricamente, utilizando, sin saberlo, la más antigua de las citas clásicas, al tiempo que levanta levemente sus posaderas.

Himmelstoss se marcha como un rayo:

—¡Te haré comparecer delante del Consejo de Guerra!

Lo vemos alejarse en dirección a la oficina de la compañía.

Haie y Tjaden rompen a reír con estentóreas carcajadas. Haie lo hace con tanta fuerza que se le desencaja la mandíbula y queda, de pronto, como alelado, con la boca abierta de par en par. Albert se la coloca de nuevo en su sitio de un puñetazo.

Kat está preocupado:

—Si lo cuenta, te la cargarás.

—¿Crees tú que lo hará? —pregunta Tjaden.

—Seguro —respondo.

—Como mínimo serán cinco días en el calabozo… —dice Kat.

Tjaden se queda tan fresco.

—Cinco días en chirona son cinco días de gandulear.

—¿Y si te envían a un penal? —pregunta Müller, con su manía por apurar las cosas.

—Entonces estaré mucho más tiempo sin ver la guerra.

Tjaden ha nacido con buena estrella. No se preocupa por nada. Se marcha con Haie y Leer para que no le encuentren enseguida.

Müller, como siempre, no ha terminado todavía. Se agarra de nuevo a Kropp.

—Dime, Albert, si realmente te fueras a casa, ¿qué harías?

Kropp, que ha terminado de comer, está ahora satisfecho y, por lo tanto, más amigable.

—¿Cuántos seríamos, exactamente de nuestro curso?

Lo contamos: éramos veinte, siete han muerto, cuatro han sido heridos y hay uno en el manicomio. Apurándolo mucho, encontraríamos doce.

—Tres son tenientes —dice Müller—. ¿Tú crees que se dejarían abroncar por Kantorek?

Ninguno de nosotros lo cree; nadie se dejaría ahora abroncar por Kantorek.

—¿Qué opinas, en realidad, de la triple acción que hay en el «Guillermo Tell»? —rememora de pronto Kropp, echándose a reír.

—¿Cuáles eran los fines de Hainbund de Gotinga? —pregunta también Müller, con voz severa.

—¿Cuántos hijos tuvo Carlos el Temerario? —replico tranquilamente.

—Nunca serás nada en este mundo, Bäumer —gime Müller.

—¿Cuándo tuvo lugar la batalla de Zama? —quiere saber Kropp.

—Te falta seriedad moral, Kropp. Siéntate. Estás suspendido —respondo yo.

—¿Qué funciones consideraba Licurgo como las esenciales en un Estado? —murmura Müller, mientras aparenta afianzarse unas gafas.

—¿Debe decirse: Nosotros, alemanes, tememos a Dios, pero a nadie más en el mundo.»? O bien: ¿«Nosotros, los alemanes…»? Pensadlo —digo yo.

—¿Cuántos habitantes tiene Melbourne? —canturrea Kropp.

—¿Cómo queréis prosperar en este mundo sin saber esto? —respondo con indignación a Albert.

—¿Qué se entiende por «cohesión»? —dice éste, con aire triunfal.

De toda esta hojarasca apenas si nos ha quedado nada. Tampoco nos ha servido de gran cosa. Nadie nos enseñó, en la escuela, cómo prender un cigarrillo cuando hace viento o llueve, ni cómo puede encenderse un fuego cuando la leña está húmeda; tampoco nos enseñaron que el vientre es el mejor lugar para clavar la bayoneta porque no se encalla como en las costillas.

—¿Qué sacamos de todo esto si tendremos que volver a los bancos de la escuela?

Yo no lo creo posible y respondo:

—Quizá nos dejarán hacer un examen especial.

—Para esto también has de prepararte. ¿Y si te aprueban, qué? No es gran cosa ser estudiante. Si no tienes dinero has de trabajar igualmente como un negro.

—Algo mejor sí que es. Aunque esto no quiere decir que lo que estudies no sean tonterías.

Kropp encuentra la expresión de nuestros sentimientos:

—¿Cómo puede uno tomarse en serio todo aquello cuando se ha estado aquí, en el frente?

—¡Pero bien has de tener una profesión u otra! —objeta Müller como si fuera el propio Kantorek.

Albert se limpia las uñas con el cuchillo. Quedamos asombrados ante este refinamiento de pipioli.

Pero es, simplemente, que está pensativo. Guarda la navaja y declara:

—Sí, eso es. Kat, Detering y Haie volverán a su trabajo porque lo tenían ya antes de venir. Himmelstoss también. Pero nosotros no teníamos ninguno. ¿Cómo podremos acostumbrarnos a algo, después de esto? —Y señala hacia el frente.

—Habríamos de ser rentistas y poder vivir solos en medio de un bosque —digo, pero me avergüenzo enseguida de este afán de grandezas.

—¿Qué pasará si volvemos? —dice Müller, perplejo.

Kropp se encoge de espaldas.

—No lo sé. Primero volvamos. Después, ya veremos.

Realmente, nadie de nosotros sabe cómo responder a la pregunta.

—¿Qué podríamos hacer? —inquiero.

—Nada me atrae —responde Müller, cansado—. Cualquier día revientas y entonces, ¿qué? Yo, la verdad, no creo que lo contemos.

—Cuando lo pienso, Albert —digo después de una pausa, tendiéndome en el suelo— quisiera que al oír la palabra «paz», y suponiendo que la paz se firmara realmente, pudiera hacer algo inimaginable, ya ves si soy ambicioso. Algo, ¿sabes? que fuera la digna compensación de haber vivido este zafarrancho. Pero no puedo encontrar nada. En cuanto a lo que es más posible, estas porquerías del colegio, de los estudios, del sueldo, etc., me dan náuseas tan sólo de pensarlo; son la lata de siempre, es repugnante. No encuentro nada, Albert, no encuentro nada.

De pronto, todo se me aparece oscuro y desesperado.

Kropp también piensa en esto.

—Todos las pasaremos moradas. ¿Y los que se han quedado atrás no se preocupan de eso? Dos años disparando y echando bombas de mano no podemos sacárnoslos de encima como quien se cambia los calcetines.

Todos estamos de acuerdo, no será nada fácil; y no sólo para nosotros, sino para todos aquellos que se encuentren en la misma situación, unos más, otros menos. Es el destino común de nuestra generación.

Albert lo expresa muy bien:

—La guerra nos ha estropeado a todos.

Tiene razón. Ya no somos jóvenes. Ya no queremos conquistar el mundo. Somos fugitivos. Huimos de nosotros mismos. De nuestra vida. Teníamos dieciocho años y empezábamos a amar el mundo y la existencia; pero hemos tenido que disparar contra esto. La explosión de la primera granada nos estropeó el corazón. Estamos al margen de la actividad, del esfuerzo, del progreso… Ya no creemos en nada; sólo en la guerra.

La oficina de la compañía se anima. Parece que Himmelstoss ha sembrado la alarma. A la cabeza de la columna trota el gordo sargento mayor. Es curioso que casi todos los sargentos mayores sean tan obesos.

Detrás viene Himmelstoss sediento de venganza. Sus relucientes botas brillan al sol.

Nos levantamos. El sargento mayor pregunta, sin aliento:

—¿Dónde está Tjaden?

Nadie lo sabe, naturalmente. Himmelstoss nos mira con los ojos relampagueantes de rabia.

—Seguro que lo sabéis, aunque no queráis decirlo. ¡Hablad de una vez!

El sargento mira a su alrededor. A Tjaden no se le ve en parte alguna. Entonces lo intenta con otro sistema.

—Dentro de diez minutos, Tjaden debe presentarse en la oficina.

Y se marcha. Himmelstoss le sigue como si fuera su estela.

—Tengo el presentimiento de que cuando volvamos a hacer trabajos de fortificación me caerá un rollo de alambre en los pies de Himmelstoss —insinúa Kropp.

—Todavía hemos de reírnos mucho a su costa —dice Müller, entre carcajadas.

Esta es ahora nuestra mayor ambición. Hacer la vida imposible a un cartero.

Me voy a la barraca y explico a Tjaden lo que ha ocurrido para que pueda escapar.

Después nos cambiamos de sitio y nos tendemos para jugar a las cartas. Somos unos maestros en esto, en jugar a cartas, maldecir y hacer la guerra. No es mucho para hombres de veinte años… y es demasiado a esta edad.

Transcurrida media hora, Himmelstoss vuelve a estar con nosotros. Nadie le hace caso. Pregunta por Tjaden y nos encogemos de hombros.

—Tendríais que irle a buscar —insiste.

—¿Qué quiere decir «tendríais»? —pregunta Kropp.

—Sí, vosotros…

—Le ruego que evite tratarnos con demasiada familiaridad —dice Kropp, con gesto de comandante.

Himmelstoss parece caer de las nubes.

—¿Quién os trata con familiaridad?

—Usted.

—¿Yo?

—¡Sí!

Medita. Receloso, mira a Kropp de reojo como preguntándose a qué viene eso. De todas maneras, esta vez no está muy seguro de tener razón y prosigue obsequiosamente:

—¿O sea, que no le habéis encontrado?

Kropp se tiende sobre la hierba y dice:

—¿Ya había usted estado por aquí?

—Esto no te importa —responde Himmelstoss, secamente—. Exijo una respuesta.

—De acuerdo —replica Kropp, levantándose—. Mire allí abajo, aquellas nubecitas blancas. Son los proyectiles ingleses. Ayer estuvimos. Cinco muertos y ocho heridos. Y sólo fue una escaramuza. Cuando volvamos, si usted viene con nosotros, los hombres vendrán antes de morir, se cuadrarán ante sus narices y le dirán: «¿Quiere hacer el favor de ordenar que me retire? ¡He de reventar!» Precisamente alguien como usted nos estaba haciendo falta aquí.

Vuelve a sentarse y Himmelstoss sale en estampida.

—Tres días de arresto —aventura Kat.

—Cuando vuelva, dejádmelo a mí —digo a Albert.

Pero ya se ha terminado. Por la noche al pasar lista, se abre una información. En la oficina está Bertinck, nuestro teniente, y nos hace comparecer a todos, de uno en uno.

Yo debo presentarme también como testigo y explico por qué se ha rebelado Tjaden. La historia de los meones impresiona. Llaman a Himmelstoss y debo repetir mi declaración.

—¿Es cierto eso? —pregunta Bertinck a Himmelstoss.

Este se resiste, pero ha de asentir finalmente cuando Kropp hace las mismas declaraciones.

—¿Por qué no me lo dijisteis? —pregunta Bertinck.

Nos callamos. El ya sabe el resultado que dan en el ejército las reclamaciones por estas tonterías. Por otra parte, ¿existe en el ejército el derecho a reclamar? El teniente se hace cargo y empieza sermoneando a Himmelstoss haciéndole ver que el frente no es el patio de un cuartel. Después le toca a Tjaden, que recibe una bronca todavía más fuerte, además de tres días de arresto. Por fin el teniente impone también a Kropp un día de arresto, mientras le guiña el ojo.

—No hay otra solución —dice, compadeciéndolo.

Es un buen muchacho.

El arresto no es desagradable. El local que se utiliza es un antiguo gallinero; recibirán visitas porque sabemos el modo de entrar. Si la sentencia hubiera sido de prisión les hubieran metido en un sótano. Antes también nos ataban a un árbol, pero ahora está prohibido. A veces nos tratan ya como seres humanos.

Una hora después de que Tjaden y Kropp estén en su cercado, vamos a hacerles una visita. Tjaden nos saluda con un «kikirikí». Después jugamos a las cartas hasta el anochecer. Como es natural, gana el roñoso de Tjaden.

Cuando nos marchamos, Kat me pregunta:

—¿Qué te parecería una oca asada?

—No estaría mal —respondo.

Subimos a un camión de la columna de municiones. El viaje nos cuesta dos cigarrillos. Kat ha estudiado bien el lugar. El establo pertenece al estado mayor de un regimiento. Decido ser yo el que agarre la oca y me hago instruir por Kat. El establo está detrás del muro y no se cierra más que por un pestillo.

Kat junta las manos, pongo el pie en el improvisado estribo y me subo sobre la pared. Él, mientras, vigila.

Una vez en el otro lado, me quedo unos instantes quieto para acostumbrar mis ojos a la oscuridad. Después veo el establo. Me acerco despacio, sin hacer ruido, palpo el pestillo, lo levanto y abro la puerta.

Distingo dos manchas blancas. Dos ocas… ¡M…! Mientras estaré cogiendo a una, la otra se pondrá a chillar. Las dos a un tiempo, entonces… Si actúo con rapidez podré agarrarlas.

Doy un salto y les caigo encima. Cazo enseguida a una y poco después a la otra. Como un poseso les golpeo la cabeza contra la pared para atontarlas. Pero no debo tener fuerza suficiente. Los animales aletean furiosos. Yo lucho con rabia, pero ¡Dios!, qué fuerza tiene una oca. Me hacen rodar de un lado a otro. A oscuras, estos dos pellejos blancos son abominables; me han nacido alas en los brazos, casi temo elevarme hacia el cielo como si llevase un par de globos cautivos en las manos.

Ya empiezan a hacer ruido; una de las gargantas ha podido aspirar aire y ronca como un despertador. Antes de poder ocuparme de ello se oye fuera un ruido de patas, recibo un golpe, caigo al suelo y escucho un furioso gruñido. Un perro. Miro de reojo; está dispuesto a lanzárseme a la garganta. Me quedo inmediatamente quieto y, sobre todo, aprieto la garganta contra el pecho.

Es un perro de presa. Al cabo de lo que me parece una eternidad echa hacia atrás la cabeza y se sienta a mi lado. Sin embargo, cuando intento moverme, vuelve a gruñir. Pienso. La única cosa que puedo hacer es intentar desenfundar el revólver. Es absolutamente imprescindible que salga de aquí antes de que llegue alguien. Muevo mi mano centímetro a centímetro.

Tengo la impresión de que tardo horas. El más leve movimiento va seguido de un peligroso gruñido; estoy un rato inmóvil y vuelvo a empezar. Cuando tengo el revólver en la mano comienzo a temblar. Lo aprieto contra el suelo e intento pensar en lo que he de hacer: levantar el revólver y disparar antes de que el perro me salte encima para poder así ganar la pared.

Aspiro aire lentamente y eso me tranquiliza. Después contengo la respiración, levanto la mano y suena el tiro; el perro da un salto, gimiendo, llego a la puerta del establo y tropiezo con una de las ocas que se me habían escapado.

La cojo sin detener mi galope, la lanzo por encima del muro y lo escalo corriendo. Todavía estoy arriba cuando el perro, que se ha recuperado corre detrás de mí. Salto. A diez pasos me espera Kat con la oca entre los brazos. En cuanto me ve sale a escape.

Por fin podemos recuperar el aliento. La oca está muerta, Kat ha terminado en seguida con ella. La queremos asar inmediatamente para que nadie se dé cuenta. Voy a buscar los trastos y la leña y nos metemos en un pequeño cobertizo abandonado que usamos siempre para cosas así. La única linterna está cubierta con trapos. Tenemos dispuesto una especie de fogón, una plancha de hierro colocada sobre unos ladrillos. Encendemos fuego.

Kat pela y dispone la oca. Las plumas las guardamos aparte, cuidadosamente. Queremos hacernos con ellas unos cojines con la inscripción: «Duerme en paz entre el bombardeo.»

El fuego de artillería del frente zumba en torno a nuestro refugio. Repentinos resplandores nos iluminan el rostro; en la pared bailan las sombras. De vez en cuando se oye un «crac» sordo y el cobertizo tiembla. Bombas de aviación. Una vez oímos gritos ahogados. Una barraca debe de haber recibido.

Los aviones roncan; el «tac tac» de las ametralladoras se escucha con más claridad. Pero de donde estamos no surge ni un rayo de luz que pueda delatarnos.

Así, pues, nos sentamos el uno frente al otro, Kat y yo, dos soldados de raída guerrera, que asan una oca en medio de la noche. No hablamos demasiado, pero tenemos, el uno para el otro, más delicadas atenciones de las que pueden prestarse dos enamorados. Somos dos hombres, dos débiles chispas de vida; fuera reinan la noche y el círculo de la muerte. Estamos sentados en su orilla, amenazados y resguardados a un tiempo; por nuestras manos resbala la grasa; nuestros corazones se tocan y la hora que estamos viviendo es semejante al lugar en que nos encontramos; el dulce fuego de nuestras almas hace bailar en él las luces y las sombras de nuestros sentimientos. ¿Qué sabe él de mí? ¿Qué sé yo de él? En otro tiempo, ninguno de nuestros pensamientos hubiera coincidido; ahora nos sentamos frente a una oca, sentimos nuestra existencia y nos pertenecemos tanto el uno al otro que ni siquiera nos es necesario decirlo.

Se tarda un buen rato en asar una oca, —a pesar de que esté tierna y gruesa. Por esto nos vamos relevando. Mientras uno la unta con grasa, el otro duerme. Poco a poco va extendiéndose un delicioso olorcillo.

Los ruidos de fuera llegan continuados, forman como una cadena, como un sueño en el que, sin embargo, no llega a desvanecerse el recuerdo. Veo, adormilado, cómo Kat levanta la cuchara, cómo la hunde. Le quiero; quiero sus espaldas, su figura angulosa y curvada… Y al mismo tiempo, veo, detrás de él, bosques y estrellas; una voz amable murmura palabras que me consuelan, a mí, a un soldado que con sus gruesas botas, su cinturón y su morral marcha, diminuto bajo el cielo altísimo, por el camino que se abre ante él; olvidadizo y pocas veces triste, soldadito marchando siempre bajo el ancho cielo nocturno.

Un soldadito y una voz amable; si alguien quisiera mimarle, quizá no sabría ya comprenderlo, este soldado con sus gruesos zapatones y el corazón enterrado, que anda porque lleva botas y se ha olvidado de todo, excepto de andar. ¿O es que no hay flores en el horizonte y un paisaje tan plácido que el soldado siente necesidad de llorar?

¿No se levantan allí las imágenes que él no ha podido perder porque nunca las ha poseído, turbadoras y huidas ya para siempre? ¿No están allí, lejos, sus veinte años?

Mi cara está húmeda. ¿Dónde estoy? Kat está delante de mí, su curvada sombra gigantesca me cubre paternal. Habla en voz baja, sonríe y regresa al fogón.

Después dice:

—Ya está.

—Sí, Kat.

Me desperezo. En medio del cobertizo brilla el hermoso asado. Sacamos nuestros tenedores plegables, los cuchillos y cortamos una pata cada uno. Lo acompañamos con pan de munición que vamos untando en la salsa. Comemos despacio, muy a gusto.

—¿Te gusta, Kat?

—Mucho. ¿Y a ti?

—Mucho, Kat.

Somos hermanos y nos ofrecemos mutuamente los mejores bocados. Cuando he terminado enciendo un cigarrillo. Kat un cigarro. Todavía ha sobrado mucho.

—¿Qué te parece, Kat, si lleváramos un trozo a Kropp y Tjaden?

—¡Buena idea! —dice él.

Cortamos un pedazo y lo envolvemos cuidadosamente en un papel de periódico. En realidad, el resto queremos llevárnoslo a la barraca, pero Kat se ríe y dice tan sólo:

—Tjaden.

Ya lo veo, nos lo hemos de llevar todo. Es así cómo marchamos hacia el gallinero para despertar a aquel par. Antes hemos envuelto cuidadosamente aparte las plumas.

Kropp y Tjaden se creen víctimas de una alucinación. Después todo son sorbeteos y mordiscos. Tjaden mantiene un ala entre sus dos manos y la va royendo como quien toca una armónica. Se bebe la salsa de la cazuela y dice con la boca llena:

—Eso sí que no lo olvidaré nunca.

Volvemos a la barraca. He aquí de nuevo el cielo, las estrellas, el alba que apunta y yo que ando bajo ellos, soldado con botas gruesas y el vientre lleno, soldadito en la alborada…

Pero a mi lado marcha, anguloso y curvado, Kat, mi camarada.

El contorno de las barracas nos llega, en la penumbra del amanecer, como un sueño profundo y oscuro.

Descargar Newt

Lleva Sin Novedad En El Frente contigo