Sin Novedad En El Frente

Capítulo X

Nos ha tocado una ganga. Hemos sido encargados, con ocho hombres más, de vigilar un pueblecito que ha tenido que ser abandonado después de un fuerte bombardeo.

Principalmente hemos de velar por el depósito de víveres, que todavía no ha sido evacuado. Nuestra comida debemos proporcionárnosla de entre las existencias. Para trabajos así somos únicos. Kat, Albert, Müller, Tjaden, Leer, Detering, todo nuestro grupo está aquí. Es verdad que Haie ha muerto, pero no obstante, hemos tenido mucha suerte porque todas las demás unidades han sufrido más bajas que la nuestra.

Escogemos como refugio un sótano construido con cemento, al que se baja, desde la calle, por medio de una escalera. Además, la entrada está protegida por un muro de hormigón.

Desplegamos una gran actividad. Tenemos otra vez una buena ocasión para estirar no sólo las piernas, sino también el espíritu. Y sabemos aprovechar estas ocasiones, ya que nuestra situación es demasiado desesperada como para que podamos soportar el sentimentalismo. Esto tan sólo es posible mientras las cosas no van todavía excesivamente mal. Nosotros no tenemos otra salida que ser positivos. Tan positivos que a veces me asusto cuando un pensamiento de otros tiempos, de antes de la guerra, cruza por mi cabeza. Realmente, sin embargo, no dura mucho tiempo.

Debemos tomar nuestra situación lo mejor que podamos. Es por esta razón que aprovechamos cualquier ocasión para pasar directamente, brutalmente, sin transición, del terror a la chiquillada. No podemos remediarlo, nos abalanzamos a ciegas. Ahora estamos ocupados, con entusiasmo, en organizar un idilio; un idilio, naturalmente, con el hartazgo y el buen dormir.

Para empezar, adornamos nuestra madriguera con colchones que hemos rapiñado de las casas vecinas. El culo de un soldado también sabe apreciar las delicias de un lugar blando. El suelo queda libre tan sólo en el centro de la nave. Después nos procuramos mantas y edredones, cosas de una suavidad magnífica. El pueblecito nos provee, con creces, de todo lo necesario. Albert y yo encontramos una cama de caoba, desmontable, con un dosel de seda azul y unos adornos de encaje. Sudamos como mulas para transportarlo, pero sería una lástima dejar escapar una cosa así; y más si tenemos en cuenta que, dentro de unos días, lo habrán destrozado todo a cañonazos.

Kat y yo hemos efectuado una patrulla de reconocimiento por las casas. Al poco rato hemos encontrado ya una docena de huevos y dos libras de mantequilla bastante fresca. De pronto, se oye un gran estrépito en la sala vecina y una estufa de hierro atraviesa, zumbando la pared, pasa volando por la habitación, y a un metro de nosotros, agujerea la otra pared y desaparece. Dos enormes boquetes. Provenía de la casa de enfrente en la que ha estallado un obús.

—¡Qué churro! —dice Kat, con una risita.

Y proseguimos la exploración. De pronto, levantamos las orejas y echamos a correr. Nos detenemos, de pronto, como hechizados; en un pequeño establo retozan dos lechoncitos. Nos frotamos los ojos y volvemos a mirar prudentemente; sí, sí, todavía están allí. Los agarramos. No hay duda, son dos cochinillos de carne y hueso.

Esto representa un magnífico banquete. A cincuenta metros de nuestro refugio hay una casita que sirvió de alojamiento para oficiales. En la cocina hallamos un inmenso fogón, con dos asadores, sartenes, ollas y cazuelas. Hay de todo, incluso un inmenso montón de leña cortada a pequeños trozos, que encontramos en un cobertizo… Es verdaderamente Jauja.

Desde primeras horas de la mañana tenemos dos hombres en los campos, buscan patatas, zanahorias y guisantes. Somos personas finas, que rechazan las conservas del depósito de víveres. Queremos comida fresca. En nuestra despensa hay ya dos coliflores.

Hemos matado a los cerditos. Kat los ha liquidado enseguida. Queremos hacer, para —acompañar el asado, unos buñuelos de patata, pero no tenemos rallador. Pronto lo arreglamos; practicamos, con unos clavos, algunos agujeros en una lata e improvisamos uno. Tres hombres se ponen gruesos guantes para protegerse las manos y rallan las patatas. Otros dos se las van pasando, ya peladas, y así vamos muy deprisa.

Kat adereza los gorrinos, las zanahorias, los guisantes y la coliflor. Para ésta prepara incluso una salsa blanca. Yo frío buñuelos de cuatro en cuatro. Transcurridos diez minutos, ya sé agitar la sartén, de forma que los que están tostados de un lado den media vuelta en el aire y caigan del otro. Los lechones se asan enteros. Todos los rodeamos como si fueran un altar.

Mientras, llegan visitas: dos radiotelegrafistas a los que invitamos generosamente. Se sientan en un salón donde hay un piano. Uno de ellos toca, el otro canta «Cerca del Weser». Lo hace con mucho sentimiento, pero con cierto acento sajón. A pesar de todo, llega a emocionarnos, mientras delante del fogón, preparamos todas estas maravillas.

Poco a poco vamos percibiéndonos de que habrá jaleo. Los globos cautivos deben haber observado el humo de nuestra chimenea, han dado el aviso y ahora nos cubren de fuego. Son estos malditos y pequeños monstruos que hacen un pequeño agujero y reparten los trozos de su metralla a gran distancia y lamiendo el suelo. Silban cada vez más cercanos, a nuestro alrededor, pero no podemos abandonar el banquete. Estos botarates están afinando su puntería. Algunos pedazos de metralla entran por la ventana de la cocina. El asado está casi a punto, pero freír los buñuelos es más difícil. Los obuses estallan tan cerca, que cada vez más a menudo sus esquirlas rebotan contra el muro de la casa y entran por las ventanas. Cuando oigo un silbido que se acerca, me agacho con la sartén de los buñuelos en la mano y corro a agazaparme detrás de la pared de la ventana. Después me levanto y sigo friendo.

Los sajones dejan de tocar. Un pedazo de metralla se ha incrustado en el piano. Nosotros estamos listos y organizamos la retirada. En cuanto ha estallado un obús, dos hombres, llevando las ollas de la verdura, franquean corriendo los cincuenta metros que nos separan del refugio. Los vemos desaparecer.

Otra explosión. Nos agachamos e inmediatamente trotan dos hombres más, cada uno de ellos con una gran cafetera llena hasta el borde de auténtico café. Antes de que estalle otro obús ya han llegado al refugio.

Ahora, Kat y Kropp se encargan del plato fuerte: una gran sartén con los dorados lechones. Un silbido de obús, un agazapamiento y atraviesan, a la carrera, los cincuenta metros a campo descubierto. Frío los cuatro últimos buñuelos; he de hacer cuerpo a tierra dos veces todavía, pero son cuatro más y es mi plato predilecto. Después cojo la bandeja llena y me acerco a la puerta. Se oye un fuerte aullido y una explosión. Salgo al galope, apretando la frente contra mi pecho. Estoy ya casi en el refugio cuando oigo acercarse un silbido. Salto como un ciervo, rodeo el muro como un rayo, la metralla golpea contra él, caigo escaleras abajo; me destrozo los codos, pero no he perdido un solo buñuelo ni me ha caído la bandeja.

La comida comienza a las dos. Dura hasta las seis. Hasta las seis y media tomamos café —café de oficiales, del depósito de víveres— y fumamos cigarros y cigarrillos de la misma procedencia. A las seis y media, empezamos a cenar. A las diez echamos fuera las osamentas de los cochinillos. Después sigue el coñac y el ron, también del bendito depósito de víveres, y fumamos de nuevo grandes y gruesos cigarros de aquellos que incluso llevan vitola. Tjaden opina que tan sólo falta una cosa: muchachas de las del prostíbulo para oficiales.

Antes de acostarnos oímos unos maullidos. Hay un gatito gris delante de la puerta. Lo hacemos entrar y le damos de comer. Esto nos vuelve a despertar el apetito. Cuando nos vamos a la cama estamos todavía masticando.

Pasamos una mala noche. Hemos comido demasiada grasa. La carne fresca de lechón recarga los intestinos. Es un continuo entrar y salir del refugio. Fuera hay siempre dos o tres hombres en cuclillas, con los pantalones bajados y blasfemando. Yo mismo he de salir nueve veces. Hacia las cuatro de la mañana batimos el record: los once hombres, centinelas e invitados, estamos agachados fuera del refugio.

Casas en llamas se levantan como enormes antorchas en la noche. Las granadas estallan furiosamente cerca de nosotros. Columnas de municiones atraviesan velozmente la calle. Se hunde una pared del depósito de víveres. A pesar de la metralla que cruza los aires, los conductores de camión se lanzan hacia él, como un enjambre de abejas para robar pan. Les dejamos hacer tranquilamente. Si les dijéramos algo, es posible que intentaran darnos una paliza. Lo tomamos de otro modo. Les decimos que somos los centinelas del pueblo, y como sabemos de dónde sacarlas, cambiamos latas de conserva por otras cosas que nos faltan. ¿Qué importa si todo quedará destruido? Buscamos chocolate y comemos tabletas enteras. Kat dice que esto va muy bien para los estómagos descompuestos.

Pasamos casi quince días comiendo, bebiendo y ganduleando. Nadie nos molesta. El pueblo va desapareciendo bajo los obuses y nosotros nos damos a la buena vida. Mientras se aguante tan sólo una parte del depósito, todo nos da igual y no deseamos sino permanecer aquí hasta el fin de la guerra. Tjaden se ha vuelto tan señorito que sólo fuma la mitad de los cigarros. Declara orgullosamente que ésta es su costumbre. Kat también está muy contento. Lo primero que grita por la mañana es:

—Emilio, tráeme caviar y café.

Nos hemos convertido en personas muy distinguidas. Cada uno de nosotros toma al otro por su ordenanza y le da órdenes.

—Kropp, me pica la planta del pie. Intenta atrapar este piojo.

Diciendo esto, Leer estira la pierna como una actriz y Albert lo arrastra hasta el comienzo de la escalera.

—¡Tjaden!

—¿Qué?

—No es preciso que te cuadres, Tjaden. Por otra parte, no se dice «qué», sino «a sus órdenes». Vamos a ver: ¡Tjaden!

Tjaden le responde el «lámeme el culo» de Goetz von Berlichingen, que siempre tiene dispuesto.

Recibimos la orden de marcha al cabo de ocho días. El paraíso ha terminado. Dos grandes camiones nos recogen. Vienen repletos de tablones, pero encima de ellos, Albert y yo colocamos todavía nuestra cama con dosel de seda azul, con dos colchones y dos edredones de encaje. En la cabecera hay un saco para cada uno repleto de las mejores viandas. De vez en cuando, las palpamos y las longanizas, las latas de embutido de hígado y las cajas de cigarros nos exaltan. Cada hombre se lleva un saco lleno.

Kropp y yo hemos salvado, además, dos sillones de terciopelo rojo. Los ponemos sobre la cama y nos acomodamos en ellos como si estuviéramos en un palco. Sobre nuestras cabezas se ahueca, como un baldaquín, la seda azul del dosel. Llevamos en la boca un enorme cigarro puro. Así, desde esta altura, vamos contemplando la comarca.

Viaja con nosotros una jaula de loro que hemos encontrado para el gato. Este, en su interior, runrunea frente a un plato de carne.

Ruedan lentamente los camiones por la carretera. Cantamos. A nuestras espaldas, los obuses levantan surtidores en el pueblo abandonado.

Unos días más tarde vamos a evacuar un pueblo. Por el camino encontramos a los habitantes fugitivos, expulsados de sus casas. Transportan sus enseres en carretones, cochecitos de niño o amarrados a la espalda. Tienen el cuerpo curvado y los rostros llenos de angustia, desesperación, terror y resignación. Los niños se cuelgan de las manos de sus madres; a veces es una muchacha la que conduce a los pequeños, que avanzan tropezando y volviéndose continuamente. Algunos se llevan sus miserables muñecas. Todos enmudecen al pasar por delante de nosotros.

Vamos aún en columna de viaje. Los franceses no bombardearán un pueblo en el que todavía quedan paisanos suyos. Pero unos minutos después, el aire aúlla, tiembla la tierra, resuenan gritos: un obús ha destrozado la retaguardia. Nos desplegamos y nos echamos al suelo. Y al instante, noto cómo se funde en mí aquella tensión que bajo el fuego me empujaba a hacer inconscientemente lo mejor. El pensamiento «estás perdido» late en mi interior con una terrible angustia que me ahoga… De pronto, un golpe seco, como un latigazo, en la pierna izquierda. Oigo gritar a Albert, que está cerca de mí.

—¡Levántate, Albert, huyamos! —aúllo—. Estamos al descubierto, en campo raso.

Se levanta tambaleante y corre. Yo voy a su lado. Debemos saltar un seto que es más alto que nosotros. Kropp se agarra a las ramas; lo levanto por una pierna; grita, le doy un empujón y vuela por encima del obstáculo. De un brinco salto detrás de él y caigo en una cisterna que hay al otro lado.

Tenemos la cara llena de agua y de barro, pero el refugio es bueno. Nos hundimos en él hasta el cuello. Cuando silba algún proyectil, metemos la cabeza dentro del agua.

Después de haberlo hecho una docena de veces, ya no puedo más. Albert también gime.

—Si no nos vamos, caigo y me ahogo.

—¿Dónde te han dado?

—Creo que en la rodilla.

—¿Puedes correr?

—Me parece…

—¡Hala, pues!

Saltamos a la cuneta de la carretera y corremos, encorvados, hacia adelante. El fuego nos persigue. La carretera avanza, en dirección al polvorín. Si explota, no encontrarán ni uno solo de nuestros botones. Cambiamos el plan y atravesamos diagonalmente los campos.

Albert afloja la marcha.

—Corre tú, yo te sigo —dice, y se tira al suelo.

Le cojo del brazo y le sacudo.

—Levántate, Albert. Si te tumbas, estás listo… ¡Vamos, yo te ayudaré!

Por fin alcanzamos un pequeño refugio. Kropp se deja caer al suelo y lo vendo. Tiene la herida encima mismo de la rodilla. Después me examino. El pantalón está sanguinolento y sangro también por el brazo. Albert me cubre las heridas. Ya no puede mover la pierna y nos maravillamos ambos de haber llegado hasta aquí. Lo ha hecho tan sólo el miedo. Habríamos huido, aunque la metralla se nos hubiera llevado los pies, corriendo entonces sobre los muñones.

Puedo arrastrarme un poco todavía y grito al ver pasar un carro que nos recoge. Va lleno de heridos. Un cabo de sanidad nos pone una inyección antitetánica en el pecho.

En el ambulatorio conseguimos colocarnos uno al lado del otro. Nos dan una sopa aguada que devoramos con avidez y menosprecio, pues aunque acostumbrados a tiempos mejores, tenemos mucha hambre.

—A casa ahora, Albert —dije.

—Esperémoslo —responde—. ¡Si por lo menos supiera lo que tengo!

Van intensificándose los dolores. Las vendas queman como el fuego. Bebemos y bebemos sin parar. Un vaso tras otro.

—¿A qué distancia de la rodilla tengo la herida?

—En el extremo más cercano a diez centímetros… —respondo.

En realidad quizá no lleguen a tres.

—Estoy decidido —dice al cabo de un rato—. Si me amputan la pierna me suicido. No quiero andar tullido por el mundo.

Permanecemos así, tendidos, encerrados en nuestros pensamientos. Aguardando.

Por la noche nos trasladan al quirófano. Me asusto y decido rápidamente qué es lo que haré, pues es sabido que los médicos militares se deciden muy pronto a amputar. Siempre tienen prisa y esto es mucho más sencillo que dedicarse a hacer complicados remiendos. Me acuerdo de Kemmerich. De ninguna manera permitiré que me cloroformicen, aunque haya de romper la crisma a unos cuantos sanitarios.

La cosa marcha. El médico hurga en la herida desde todos los ángulos. Pierdo el mundo de vista.

—¡Estate quieto! —gruñe, y sigue escarbando.

Bajo la viveza de la luz, los instrumentos brillan como malignas bestezuelas. El dolor es insoportable. Dos enfermeros me sostienen fuertemente por los brazos, pero de una sacudida logro soltarme e intento golpear las gafas del médico, que se da cuenta y retrocede de un salto.

—¡Cloroformizadme a este hombre! —grita, furioso.

Entonces me sosiego.

—Perdone, doctor. Me estaré quieto, pero no me cloroformice.

—Bien, bien —murmura cogiendo de nuevo los instrumentos.

Es un muchacho rubio que tiene como máximo unos treinta años, con aspecto de estudiante y unas antipáticas gafas de oro. Me doy cuenta de que ahora sólo pretende hacerme sufrir; revuelve en la herida, y de vez en cuando, me echa una mirada por encima de sus gafas. Tengo las manos destrozadas de tanto apretar los asideros de la mesa de operaciones. Pero antes reventaré que soltar el más mínimo quejido.

Ha encontrado un trozo de metralla y me lo pasa por las narices. Parece satisfecho de mi actitud, pues ahora me venda cuidadosamente y dice:

—Mañana a casa.

Después me escayolan. Cuando regreso al lado de Kropp le explico que mañana, probablemente, llegará un tren sanitario.

—Tenemos que hablar con el sargento mayor de sanidad para que nos deje ir juntos, Albert.

Consigo hacer llegar a manos del sargento, con algunas frases apropiadas, un par de mis cigarros con vitola. Los huele y pregunta:

—¿Tienes más?

—Un buen manojo, y mi camarada —señalo a Kropp— también. Nos gustaría mucho a ambos poder ofrecérselos desde la ventanilla del tren sanitario.

Naturalmente, comprende enseguida. Los vuelve a oler y dice:

—Entendidos.

Por la noche no podemos dormir ni un momento. En nuestra sala mueren siete hombres. Uno de ellos, antes de agonizar, canta durante más de una hora himnos religiosos, con una estrangulada voz de tenor. Otro se arrastra desde la cama a la ventana. Queda tendido allí, como si hubiera querido mirar por última vez al exterior.

Nuestras literas están en el andén. Aguardamos la llegada del tren. Llueve y la estación no tiene marquesina. Las mantas son delgadas. Hace ya dos horas que esperamos.

El sargento mayor nos cuida como una madre. A pesar de que me encuentro muy mal, no olvido nuestro plan. Como quien no quiere la cosa, le enseño el paquete y le doy un cigarro por adelantado. A cambio, nos cubre con una lona de tienda de campaña.

—¡Hombre, Albert! —exclamó de pronto—, ¿Y nuestra cama con dosel? ¿Y el gato?

—¿Y las butacas? —añade.

Las butacas de terciopelo rojo. Por la noche nos sentábamos en ellas como príncipes y nos proponíamos alquilarlas por horas, más tarde. A cigarrillo por hora. Hubiera sido una vida sin preocupaciones y un buen negocio.

—Albert —digo con brusquedad—, ¿y los sacos de comida?

Nos entristecemos. Tan bien como nos hubieran venido estas cosas… Si el tren llega a partir un día más tarde, seguro que Kat nos encuentra y nos trae la mercancía.

¡Qué fallo! En el estómago llevamos tan sólo una sopita de harina, escasa comida de hospital, mientras en nuestros sacos hay latas de cerdo asado en conserva. Sin embargo, estamos tan débiles que ya ni podemos indignarnos.

Las literas están caladas cuando ya entrada la mañana llega el tren. El sargento procura que nos instalen en el mismo vagón. Hay un enjambre de señoritas de la Cruz Roja. A Kropp le ponen abajo.

A mí me levantan un poco para colocarme en la litera que está encima de la suya.

—¡Dios mío! —se me escapa.

—¿Qué pasa? —pregunta la enfermera.

Vuelvo a mirar la cama. Está hecha con sábanas blancas como la nieve, de una limpieza inimaginable, que todavía conservan los dobleces de la plancha. En cambio, mi camisa no ha sido lavada desde hace seis semanas y está enormemente sucia.

—¿No puede acostarse solo? —inquiere la enfermera, solícita.

—Sí, eso sí —respondo, sudando—. Pero antes saquen la ropa de la cama.

—¿Por qué?

Experimento la sensación de que estoy hecho un cerdo. ¿Yo he de meterme aquí dentro?

—Es que esto quedará…

Titubeo.

—¿Algo sucio? —pregunta, animándome—. No importa. Ya volveremos a lavarlo.

—No, no es por esto… —digo, nervioso.

Me asombra la presencia de la civilización.

—Si usted ha estado en la trinchera, bien podemos lavar unas sábanas nosotras —continúa.

La miro. Es joven y atractiva. Va muy limpia y es fina como todo lo que hay aquí. No puede comprenderse que no esté reservado a los oficiales; uno se encuentra cohibido y, en cierta manera, casi amenazado, aquí dentro.

La mujer, sin embargo, parece un verdugo. Me obliga a decírselo todo.

—Es que… —me detengo.

Ya hubiera debido comprender lo que deseo.

—¿Qué más?

—¡Los piojos! —grito finalmente.

Se ríe.

—También necesitan pasarlo bien algunos días.

Ahora ya no me importa. Me meto en la litera y me cubro con la sábana.

Una mano golpea levemente el cubrecama. El sargento mayor. Se larga con los cigarros.

Al cabo de una hora nos damos cuenta de que el tren está en marcha.

Despierto por la noche. Kropp también se mueve. El tren rueda silenciosamente por los raíles. Todo me parece todavía incomprensible; una cama, un tren, el regreso a casa.

En voz baja, digo:

—¡Albert!

—¿Qué?

—¿Sabes dónde está el retrete?

—Me parece que está en la otra punta, a la derecha de la puerta.

—Voy a ver.

Está oscuro. Palpo el borde de la cama y quiero bajar con precaución. Pero el pie no encuentra ningún apoyo; resbalo, no puedo utilizar la pierna escayolada, y caigo al suelo en medio de un gran estruendo.

—¡Maldita sea! —digo.

—¿Te has dado un golpe? —pregunta Albert.

—Ya has podido oírlo, ¿no? —gruño—. Aquí, en la cabeza…

En un extremo del vagón se abre la puerta. Se acerca la enfermera con una luz y me ve.

—¿Se ha caído de la cama?

Me toma el pulso y pone su mano en mi frente.

—Pues no tiene fiebre.

—No —confieso.

—¿Estaba soñando?

—Eso parece —digo, eludiendo la respuesta.

Ya vuelve el interrogatorio. Me mira con sus ojos brillantes; es tan fina y tan maravillosa que todavía me atrevo menos a decirle lo que deseo.

Me ayuda a meterme de nuevo en la cama. ¡La estoy haciendo buena! En cuanto se haya marchado, tendré que volver a bajar a toda prisa. Si fuera una mujer vieja, sería más fácil decírselo, pero todavía es muy joven; veinticinco años, como máximo. No hay nada que hacer. No puedo decírselo. Entonces, Albert viene en mi ayuda. No le cohíbe tanto porque la cosa no se refiere a él directamente. Llama a la enfermera. Ella se vuelve.

—Señorita, él desearía…

Pero tampoco Albert sabe ya expresarse correcta y decorosamente. Entre nosotros, en el frente, esto se arregla con una sola palabra, pero aquí, delante de una señorita como ésta… De pronto, sin embargo, Albert se acuerda del colegio y dice de corrido:

—El quisiera salir un momento.

—¡Ah! Bueno —dice la enfermera—. Para eso no era necesario que bajara de la cama con la pierna escayolada. ¿Qué desea que le traiga? —pregunta, volviéndose hacia mí.

Este nuevo giro me llena de un terror mortal, ya que no tengo ni la menor idea de cómo se llaman técnicamente estas cosas.

La enfermera me ayuda.

—¿El grande o el pequeño?

¡Qué vergüenza! Sudo como una mula, y, por fin, digo con voz insegura:

—Bien, pues… tan sólo el pequeño…

A pesar de todo, todavía he estado de suerte.

Me trae una especie de botella. Al cabo de algunas horas ya no soy el único. A la mañana siguiente, nos hemos acostumbrado y pedimos lo que necesitamos sin enrojecer.

El tren va despacio. De vez en cuando se detiene para descargar a los muertos. Se detiene a menudo.

Albert tiene fiebre. Yo voy bien. Me duele, pero lo peor son los piojos que tengo bajo la escayola. Me pica terriblemente y no puedo rascarme.

Pasamos los días medio adormecidos. El paisaje resbala silenciosamente por la ventana. La tercera noche llegamos a Herbesthal. Oigo decir a la enfermera que Albert, a causa de su fiebre, deberá quedarse en la próxima estación.

—¿Hasta dónde va el tren? —pregunto.

—Hasta Colonia.

—Albert, permaneceremos juntos —le digo—. Ya lo verás.

En la próxima ronda de la enfermera, contengo la respiración y la sangre se me sube a la cabeza. Me pongo rojo. La enfermera se detiene.

—¿Le duele?

—Sí —gimo—. Así, de pronto…

Me da un termómetro y pasa de largo. No sería un buen discípulo de Kat si no supiera lo que es necesario hacer. Estos termómetros no son gran obstáculo para un soldado veterano. Se trata simplemente de hacer subir el mercurio; entonces se inmoviliza dentro del tubito y no vuelve a bajar.

Sostengo el termómetro bajo el brazo, puesto al revés, oblicuamente, y con el índice lo froto sin cesar; después lo sacudo boca abajo. Así obtengo 37,9 grados. No es suficiente. Una cerilla colocada con precaución le hace subir hasta 38,7.

Cuando la enfermera regresa, vuelvo a retener el aliento; respiro muy despacio, con intermitencias, la miro fijamente con los ojos muy abiertos, como encantado, me agito y murmuro:

—No puedo más…

Apunta mi nombre en una ficha. Sé perfectamente que, si no es imprescindible, no me desharán el escayolado.

Albert y yo hemos sido desembarcados juntos.

Estamos en un hospital católico, los dos en la misma sala. Hemos tenido suerte, pues los hospitales católicos son célebres por su buen trato y por su excelente comida. Nuestro tren ha llenado todas las salas; entre nosotros hay muchos casos graves. Hoy todavía no pueden reconocernos porque faltan médicos. Por los pasillos pasan continuamente las camillas con ruedas de goma y siempre va alguien en ellas. Es una maldita postura esta de estar tanto tiempo tumbado. Sólo es buena cuando se duerme.

La noche pasa intranquila. Nadie puede pegar un ojo. Al amanecer vamos adormeciéndonos. Despierto cuando clarea. La puerta está abierta y oigo voces en el pasillo. Los otros también despiertan. Uno que está aquí desde hace tiempo nos explica lo que pasa.

—Es que aquí arriba, en el pasillo, las monjas rezan cada mañana. Lo llaman la oración matinal; abren la puerta para que todos recibáis vuestra parte.

Eso podrá ser una buena idea, pero a nosotros nos duelen la cabeza y los huesos.

—¡Qué burrada! —digo—. Precisamente ahora que habíamos logrado dormir un poco.

—Aquí arriba tienen los casos más leves. Por esto lo hacen —contesta.

Albert gime. Enfurezco y grito:

—¡Cállense los de ahí fuera!

Al cabo de un minuto aparece una monja. Pequeña, con su hábito blanco y negro, parece un bibelot.

Alguien dice:

—¡Cierre la puerta, hermana!

—Estamos rezando; por esto está abierta —responde.

—Es que queremos dormir todavía.

—Es mejor rezar que dormir.

Se está quieta mientras sonríe candorosamente.

—Además, ya son las siete.

Albert vuelve a gemir.

—¡Cerrad la puerta! —grito.

Se turba. Parece no poder comprender una cosa así.

—¡Pero si también rezamos por usted!

—No me importa. ¡Cierre la puerta!

Desaparece, dejando la puerta abierta. Vuelve a oírse la letanía. Me exalto y digo:

—Contaré hasta tres. Si mientras no han callado, les tiraré algo.

—Yo también —añade otro.

Cuento hasta cinco. Entonces cojo una botella, afino bien mi puntería y la tiro al pasillo a través de la puerta. Se rompe en mil pedazos. Cesa el rezo. Aparece un enjambre de monjas, gruñendo en voz baja.

—¡Cerrad la puerta! —gritamos.

Se marchan. La pequeña es la última en salir.

—¡Herejes! —murmura.

Pero cierra la puerta. Hemos vencido.

A mediodía viene el inspector del hospital y nos echa un rapapolvo. Nos promete el calabozo y no sé cuántas cosas más. Ahora bien, un inspector de hospital, al igual que un inspector de víveres, a pesar de llevar un gran sable y unas hermosas charreteras, al fin y al cabo no es más que un funcionario a quien ni los caloyos se toman en serio. Le dejamos hablar. En realidad, ¿qué puede ocurrir?

—¿Quién tiró la botella? —pregunta.

Y antes de que pueda decidir si debo denunciarme, alguien dice:

—¡Yo!

Un hombre de barba enmarañada se incorpora en el lecho. Todos nos preguntamos por qué se acusará.

—¿Usted?

—Sí, señor. Estaba alterado porque nos han despertado sin necesidad. He perdido el control. No sabía lo que me hacía.

Habla como un libro.

—¿Cómo se llama?

—José Hamacher, de la segunda reserva.

El inspector se va.

Le preguntamos, intrigados:

—Pero, ¿por qué te has acusado? No habías sido tú.

Ríe irónicamente.

—No importa. Tengo licencia de caza.

Así se comprende. Quien tiene «licencia de caza» puede permitírselo todo.

—Sí —explica—. Recibí una bala en la cabeza, y por esta causa, me extendieron un certificado conforme algunas veces soy irresponsable de mis actos. Desde entonces me lo paso muy bien. No pueden enojarse. Y lógicamente todo marcha como la seda. Va listo ese mastuerzo. He dicho que había sido yo porque lo de la botella me hizo mucha gracia. Si mañana vuelven a abrir la puerta les echaremos otra.

Estamos encantados. Con José Hamacher en nuestro grupo, podemos arriesgarnos a todo.

Después, vienen a buscarnos las silenciosas camillas.

Las vendas están pegadas a la herida. Bramamos como toros.

En nuestra sala hay ocho hombres. El que está más grave es Pedro, un muchacho de pelo negro y ensortijado. Tiene un tiro en el pulmón; cosa delicada. Francisco Wächter, que está a su lado, tiene un brazo destrozado. Al principio no tenía mal aspecto, pero la tercera noche nos llama para que hagamos sonar el timbre, pues le parece que pierde sangre.

Llamo enérgicamente. La hermana que está de guardia no aparece. Al anochecer la hemos hecho correr mucho de un lado a otro, porque todos llevábamos vendajes nuevos y, por lo tanto, nos dolían las heridas. Este quería la pierna vuelta hacia un lado; aquél la quería hacia el otro. Un tercero pedía agua. El cuarto que le pusiesen bien la almohada. La gruesa anciana ha terminado por gruñir aviesamente y cerrar la puerta de un golpe. Ahora debe sospechar algo parecido y por eso no viene. Aguardamos. Después, Francisco me dice:

—Vuelve a llamar.

Lo hago. La monja, sin embargo, no se deja ver. En esta ala del hospital, por la noche no hay más que una hermana de guardia; quizá tenga, ahora precisamente, trabajo en otra sala.

—¿Estás seguro, Francisco, de que sangras? —le pregunto—. Porque si no, volverá a haber escándalo.

—Tengo la cama empapada. ¿No podéis dar la luz?

Imposible. El interruptor está al lado de la puerta y no puede levantarse nadie. Pongo el pulgar sobre el botón del timbre y aprieto hasta notar calambres en el dedo. La monja debe estar echando un sueñecito. En realidad, tienen mucho trabajo y van muy cansadas todo el día. Además, están rezando continuamente.

—¿Tendremos que tirar alguna botella? —pregunta José Hamacher, el de la «licencia de caza».

—Aún lo oiría menos que el timbre.

Por fin se abre la puerta. Entra la vieja con el ceño fruncido. Cuando se da cuenta de lo que le sucede a Francisco, se apresura gritando:

—¿Por qué no me ha avisado nadie?

—¡Pero si hemos tocado el timbre! Aquí nadie puede andar.

Ha perdido mucha sangre y le renuevan los vendajes. A la mañana siguiente contemplamos su rostro; lo tiene alargado y amarillo, en cambio, la noche anterior su aspecto era casi saludable.

Ahora viene con más frecuencia una hermana.

De vez en cuando vienen también a visitarnos damas de la Cruz Roja… Son afables, pero a menudo algo torpes. Cuando nos arreglan la cama nos hacen daño casi siempre, y entonces se azaran tanto que aún nos hacen más.

Las monjas son más hábiles. Saben cómo manejarnos, pero a veces nos gustaría que fueran más alegres. Algunas, ciertamente, son joviales; es excelente. ¿Quién no haría cualquier cosa por la admirable hermana Libertina, que esparce, sólo con su presencia, el buen humor y la alegría por todo el ala del hospital? Y hay más de una como ella. Por éstas seríamos capaces de arrojarnos al fuego. No podemos quejarnos; nos tratan tan bien como a civiles. En cambio, uno se horroriza con sólo pensar en los hospitales de campaña.

Francisco Wächter no se recupera. Un día se lo llevan y ya no vuelve. José Hamacher sabe de qué se trata.

—No volveremos a verle. Se lo han llevado a la habitación de la muerte.

—¿De qué habitación hablas? —pregunta Kropp.

—Bueno; pues de la habitación donde se muere.

—¿Qué quieres decir? —pregunta de nuevo Kropp.

—Una habitación que hay al final del pasillo, en el extremo de este pabellón. Se llevan allí a los que están a punto de espichar. Hay dos camas. Todos la llamamos «la habitación de la muerte».

—Pero, ¿por qué lo hacen?

—Así no tienen tanto trabajo luego. Además, les es más cómodo porque la habitación está situada al lado mismo del ascensor que lleva al depósito de cadáveres. Quizá también lo hagan para que no muera nadie en las salas. Podría causar mal efecto a los demás. Por otra parte, estando solos pueden asistirles mejor.

—¿Y el moribundo?

José se encoge de hombros.

—Generalmente no se da cuenta de nada.

—¿Lo saben todos esto?

—Los que hace tiempo que estamos aquí, es lógico que lo sepamos.

Por la tarde traen otro herido a la cama de Francisco Wächter. Algunos días después vuelven a llevárselo. José hace un significativo gesto con la mano. Todavía vemos llegar y partir a algunos otros.

A veces, cerca de la cama, están sentados parientes que lloran o hablan en voz baja, cohibidos. Una mujer anciana no quiere marcharse de ninguna manera, pero no está permitido pasar la noche aquí. Al día siguiente vuelve muy de mañana, pero demasiado tarde ya; al acercarse a la cama ve que está ocupada por otro. Ha de bajar al depósito. Nos reparte las manzanas que le traía. Pedro también empeora. Su hoja de temperatura presenta un mal aspecto y un día la camilla de ruedas se detiene ante su cama.

—¿Adonde me llevan? —pregunta.

—A la sala de curas.

Le colocan en la camilla, pero la monja comete la imprudencia de descolgar la guerrera y ponerla también encima de la carriola para ahorrarse un viaje. Pedro se da cuenta enseguida y quiere tirarse de la litera.

—¡Yo me quedo aquí! —grita.

Le obligan a tenderse de nuevo. Grita afónico, con su pulmón atravesado:

—¡No quiero ir a la habitación de la muerte!

—¡Pero si te llevamos a la sala de curas!

—Entonces, ¿por qué ha cogido la guerrera?

Casi no puede hablar. Ronco, agitado, murmura:

—Dejadme aquí.

Se lo llevan sin responderle. Antes de llegar a la puerta intenta incorporarse. Su cabeza, negra y crespa, vacila; tiene lágrimas en los ojos.

—¡Volveré! ¡Volveré! —grita.

La puerta se cierra. Todos estamos conmovidos, pero callamos. Por fin, José dice:

—Muchos han dicho lo mismo. Pero una vez allí, no hay quien aguante.

Me operan y paso dos días vomitando. Mis huesos no quieren soldarse, según dice el secretario del médico. A otro se le han unido mal y han tenido que volvérselos a romper. Es un desastre. Entre los recién llegados hay dos soldados jóvenes que tienen los pies planos. Al hacer la visita, el médico principal se da cuenta y se detiene ante ellos encantado.

—Eso hay que arreglarlo —explica—. Os haremos una pequeña operación y los pies quedarán como nuevos. Tome nota, hermana.

Cuando se ha marchado, José, que lo sabe todo, les advierte:

—No os dejéis operar. Es tan sólo una manía de sabio que tiene el viejo. Se entusiasma como un salvaje en cuanto ve a alguien así. Os operará los pies y, efectivamente, dejaréis de tenerlos planos, pero os quedarán zambos y toda vuestra vida tendréis que andar con muletas.

—Pero, ¿qué podemos hacer?

—Negaos. Estáis aquí para que os curen las heridas y no los pies planos. ¿No los teníais igual en el frente? ¡Pues ya está! Ahora todavía podéis correr, pero si caéis en las zarpas de ese vejestorio, bajo su bisturí, quedaréis tullidos para siempre. Necesita conejos para experimentar. Para él, la guerra, precisamente por esto, es una época magnífica; como para todos los médicos. Allí abajo, en el centro sanitario, hay una docena de individuos que él operó y que sólo pueden arrastrarse. Algunos están allí desde el año catorce o quince. No hay ni uno que pueda andar mejor que antes. Casi todos lo hacen peor y la mayoría con las piernas enyesadas. Cada medio año vuelve a agarrarlos y les rompe de nuevo los huesos, asegurándoles que pronto sanarán. Id con cuidado; si vosotros os negáis, él no podrá hacer nada.

—Muchacho —dice uno de ellos, con voz cansada—, mejor es en los pies que no en la cabeza. ¿Sabes, por casualidad, lo que puede ocurrirte si vuelves al frente? Que hagan lo que quieran mientras pueda regresar a casa. Es preferible tener los pies zambos que estar muerto.

El otro, un joven como nosotros, no quiere que se lo hagan. A la mañana siguiente, el viejo los manda llamar a los dos y les habla y amenaza hasta que acceden. ¡Qué otra cosa podían hacer! No son sino unos pobres caloyos y él es un pez muy gordo. Regresan escayolados y cloroformizados.

Albert sigue mal. Vienen a buscarle para amputar. Le cortan la pierna. Ahora apenas habla. Un día dice que, cuando le sea posible, cogerá un revólver y se suicidará.

Llega otro cargamento. A nuestra sala vienen dos ciegos.

Uno de ellos, muy joven, es músico. Las hermanas no traen nunca cuchillo cuando le sirven la comida, ya que una vez se lo arrebató a una de ellas. A pesar de esta precaución, se produce un incidente. Por la noche, mientras le dan de cenar, llaman a la hermana desde otra sala y ella deja el plato y el tenedor encima de la mesita. El busca a ciegas el tenedor y cuando lo ha encontrado, se lo clava con fuerza sobre el corazón; después coge un zapato y golpea el mango con toda su fuerza. Pedimos auxilio y se precisan tres hombres para arrancarle el instrumento del pecho. Las romas púas habían penetrado profundamente. Nos inquieta durante toda la noche y nadie puede dormir. Por la mañana sufre una violenta crisis nerviosa.

Las camas siguen desocupándose. Transcurren días y más días entre dolores, angustias, gemidos y agonías. La «habitación de la muerte» ya no resuelve el problema; faltan camas. Por la noche la gente muere incluso en nuestra sala. Los óbitos se suceden con tanta rapidez, que las monjas se ven impotentes para dar abasto.

Sin embargo, un día se abre bruscamente la puerta de la sala y Pedro entra tendido en la camilla. Está pálido, demacrado, pero se incorpora triunfal luciendo sus enmarañados rizos negros. La hermana Libertina, con el rostro radiante, lo conduce hasta su antigua cama. Ha vuelto de la «habitación de la muerte» cuando hacía tiempo ya que le creíamos enterrado. Mira a su alrededor.

—¿Eh? ¿Qué os parece?

Y el mismo José debe reconocer que es la primera vez que esto sucede.

Paulatinamente, alguno de nosotros podemos levantarnos. También a mí me dan dos muletas para cojear de un lado a otro. Sin embargo, las utilizo poco. No puedo soportar la mirada de Albert mientras paseo por la sala. ¡Me contempla con unos ojos tan extraños! Por eso, algunas veces me escapo hacia el pasillo; allí puedo moverme con más libertad.

En el piso de abajo están los heridos en el vientre, en la columna vertebral, en la cabeza y los amputados de dos miembros. En el ala derecha están los heridos en los maxilares, los enfermos de gases o los que han recibido tiros en la nariz, las orejas y la garganta. En el ala izquierda los ciegos, los heridos en el pulmón, en la pelvis, en las articulaciones, en los riñones, en los testículos y en el estómago. Aquí uno se da cuenta de en cuántos lugares puede ser herido un hombre.

Dos enfermos mueren de tétanos bacilar. La piel se les pone lívida, los miembros rígidos y, finalmente, durante mucho tiempo, sólo los ojos parecen vivos. Hay algunos con el miembro herido suspendido en el aire por una especie de horca, mientras debajo, en el suelo, una palangana recoge el pus que gotea de la herida. Cada dos o tres horas vacían el recipiente. Otros están metidos en un aparato de distensión continua con grandes pesas colgando de su cama. Veo heridas en los intestinos que están constantemente llenas de excrementos. El secretario del médico me muestra radiografías de rodillas, omoplatos y caderas completamente astillados.

No puede comprenderse que encima de unos cuerpos tan destrozados se sostengan todavía rostros humanos en los que la vida siga su curso cotidiano. Y este es tan sólo uno de los innumerables centros sanitarios, es un solo hospital. Los hay a miles en Alemania; a miles en Francia; a miles en Rusia. ¡Qué inútil debe ser todo lo que se ha escrito, hecho o pensado en el mundo, cuando todavía es posible una cosa así! Forzosamente, todo ha de ser mentira e insignificancia cuando la cultura de miles de años no ha podido impedir que se derramaran estos torrentes de sangre ni que existieran esas cárceles del dolor y el sufrimiento. Tan sólo el hospital da un auténtico testimonio de lo que es la guerra.

Soy joven, tengo veinte años, pero no conozco de la vida más que la desesperación y la muerte, la angustia y el tránsito de una existencia llena de la más estúpida superficialidad a un abismo de dolor. Veo que los pueblos son lanzados los unos contra los otros, y se matan sin rechistar, sin saber nada, locamente, dócilmente, inocentemente. Veo cómo los más ilustres cerebros inventan armas y frases para hacer posible todo esto durante más tiempo y con mayor refinamiento. Y como yo, lo ven todos los hombres de mi edad, aquí y entre los otros, en todo el mundo; conmigo lo está viviendo toda mi generación. ¿Qué harán nuestros padres si un día nos levantamos y les exigimos cuentas? ¿Qué esperan de nosotros cuando la guerra haya terminado? Durante años enteros, nuestra ocupación ha sido matar; ha sido el primer oficio de nuestra vida. Nuestro conocimiento de la vida se reduce a la muerte. ¿Qué puede, pues, suceder después de esto? ¿Qué podrán hacer de nosotros?

El más viejo de nuestra sala es Lewandowski. Tiene cuarenta años y hace diez meses que está en el hospital con una grave herida en el vientre. Hasta estas últimas semanas no ha mejorado lo suficiente para poder cojear, encorvado, por la sala.

Hace unos días que está muy inquieto. Su mujer le ha escrito, desde su pueblecito de Polonia, diciéndole que ha podido reunir el dinero que cuesta el viaje y que viene a verle.

Ya está en camino y puede llegar de un momento a otro. Lewandowski no prueba bocado. Incluso nos cede la salchicha con coles después de darle algunos mordiscos. Siempre va arriba y abajo con la carta entre los dedos. Todos la hemos leído una docena de veces. Y ya no recuerdo en cuántas ocasiones hemos examinado el sello. Apenas son legibles las letras entre huellas de dedos sucios y manchas de grasa; finalmente, sucede lo inevitable. Lewandowski empeora y tiene que acostarse de nuevo.

Hace dos años que no ha visto a su mujer. Entretanto, ella ha tenido un niño. Lo trae. Sin embargo, no es esto lo que preocupa a Lewandowski. El creía poder obtener autorización para salir cuando ella llegara. Ya que, naturalmente, verse está muy bien, pero cuando uno vuelve a encontrar a su mujer después de tanto tiempo, quiere, si es posible, algo más.

Lewandowski ha hablado de ello con todos nosotros durante horas enteras; en el servicio no tenemos secretos de este tipo, y nadie lo ha encontrado censurable. Los que ya pueden salir a la calle le han indicado algunos rincones propicios; paseos y parques donde podrá hacerlo sin que le molesten. Incluso alguien sabe de una habitación.

Pero, ¿cómo se las arreglará ahora? Lewandowski ha tenido que acostarse y está preocupado. Si debe privarse de esto, todo le es ya indiferente. Intentamos consolarle y le prometemos arreglarlo de una forma u otra. Al día siguiente, por la tarde, llega su mujer; una cosa menuda y marchita con ojillos de pájaro asustado, que lleva una especie de manteleta negra llena de cintas y lazos. Sabe Dios de dónde la habrá sacado.

Murmura algo en voz baja y permanece tímidamente en el dintel. Se asusta al ver que hay seis hombres.

—Vamos, María —dice Lewandowski, y las palabras parecen tropezar con su nuez—. Entra sin miedo, que no te harán nada.

Entra y va de uno a otro dándonos la mano. Después nos enseña el niño que, mientras, se ha ensuciado en los pañales. Abre una gran bolsa bordada con lentejuelas de la que saca un pañal limpio para mudar, diestramente, al pequeño. Con esto parece haberse animado algo, y marido y mujer comienzan a charlar.

Lewandowski está muy nervioso. Nos mira a cada momento con sus ojos como platos en los que brilla la desilusión.

La hora es favorable. El médico ya nos ha visitado. Sólo alguna que otra monja podría asomar la nariz por la sala. Es por esto que uno de nosotros sale a espiar al pasillo. Vuelve y dice:

—No se ve ni una rata. Vamos, Juan, díselo pronto y termina de una vez.

Empiezan a hablar en su idioma. La mujer nos mira ruborosa y cohibida. Sonreímos amistosamente, y con las manos le hacemos unos gestos desenvueltos como queriendo decir: «¡Venga, venga!» ¡Al diablo los prejuicios! Estaban bien en otro tiempo; ahora el ebanista Juan Lewandowski, soldado herido, ha vuelto a ver a su mujer. ¡Quién sabe cuándo se encontrarán de nuevo! ¡Quiere poseerla y la poseerá: la cosa es sencilla!

Dos hombres se colocan ante la puerta para detener a las monjas y entretenerlas si por casualidad quisieran entrar. Están dispuestos a vigilar durante un cuarto de hora.

Lewandowski sólo puede tenderse sobre un lado. Por esta razón debemos colocarle unas almohadas en la espalda. Albert se hace cargo del niño; nosotros nos volvemos un poco; la manteleta negra desaparece debajo del cobertor y nos ponemos a jugar a cartas hablando en voz alta de cualquier cosa. Todo va bien. Tengo en las manos un juego terrible, pero todavía conservo esperanzas de arreglarlo. Así llegamos casi a olvidar a Lewandowski. Al cabo de un rato, el niño empieza a llorar, a pesar de que Albert lo mece desesperadamente. Después oímos un leve crujido, un ligero rumor, y cuando incidentalmente levantamos la cabeza, vemos que el niño tiene ya el biberón en la boca y está con su madre. La cosa ha funcionado.

Ahora nos sentimos como una gran familia. La mujer está muy animada y Lewandowski, empapado en sudor, nos sonríe desde su cama.

Vacía la bolsa bordada y salen de ella unas excelentes salchichas. Lewandowski coge el cuchillo como si fuera un ramo de flores y corta la carne en pedazos. Nos señala con un gesto magnánimo y la mustia mujercita va sonriendo de uno a otro, mientras distribuye las porciones. En estos momentos, la encuentro hasta bonita. Le llamamos «mamá». Ella, contenta, nos ahueca las almohadas.

Al cabo de unas semanas he de ir, cada mañana, al Instituto Zander. Allí sujetan mi pierna a un aparato y la obligan a hacer movimientos. El brazo ha sanado hace tiempo.

Del frente van llegando más transportes. Las vendas no son ya de tela; están hechas simplemente con papel blanco y rizado. En el frente escasea el tejido para los apósitos.

El muñón de Albert sana bien. La herida casi está completamente cerrada. Dentro de algunas semanas tendrá que ir a un instituto de prótesis. Sigue hablando poco y es mucho más serio que antes. A menudo se interrumpe a la mitad de una conversación y se queda mirando fijamente hacia adelante. Si no estuviera con nosotros hace tiempo que se hubiera suicidado. Sin embargo, ahora ha superado el período más difícil. A veces nos contempla mientras jugamos a cartas.

Obtengo un permiso de convalecencia.

Mi madre no quiere dejarme marchar. ¡Está tan débil! Todo ha sido peor todavía que la última vez.

Después me reclaman del regimiento y regreso al frente.

Me es doloroso despedirme de mi amigo Albert Kropp. Pero en la vida militar uno se acostumbra a todo; es cuestión de tiempo.

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