Sin Novedad En El Frente

Capítulo IX

Viajamos algunos días en el tren. Aparecen en el cielo los primeros aviones. Pasan convoyes de transporte. Cañones, cañones. Nos recibe el ferrocarril de campaña. Busco mi regimiento, nadie sabe, con exactitud, dónde se encuentra. Pernocto en cualquier lugar; por la mañana me proporcionan víveres y algunas vagas instrucciones. Cojo la mochila y el fusil y me pongo de nuevo en camino.

Cuando llego al pueblecito, que está destruido, ya no queda nadie. Me dicen que nos han organizado como división volante destinada a correr por todas partes donde huela a cuerno quemado. No me hace ninguna gracia esto. Me cuentan que hemos sufrido muchas bajas. Pregunto por Kat y Albert. Nadie sabe nada.

Sigo buscando, voy de un lado a otro con una inquietud extraña. He de acampar todavía dos noches como un piel roja. Por fin obtengo noticias concretas y, por la tarde, puedo presentarme en la oficina de la compañía.

El sargento mayor me retiene. La compañía llegará dentro de dos días; no es preciso mandarme al frente.

—¿Qué tal el permiso? —me pregunta—. Espléndido, ¿no?

—Así, así —respondo.

—Sí… —suspira—, si no se tuviera que volver… Eso es lo que amarga la segunda mitad.

Ganduleo por allí hasta la mañana que llega la compañía. Gris, sucia, malhumorada, mustia. De un salto me meto entre las filas y busco ávidamente… Allí está Tjaden y aquí Müller que se está sonando. Encuentro también a Kat y Kropp. Disponemos nuestras colchonetas una al lado de otra. Me siento culpable al mirarles y, sin embargo, no hay motivo. Antes de acostarme saco el resto de los buñuelos y la mermelada para que también ellos los prueben.

Los dos buñuelos de los extremos se han enmohecido un poco, pero todavía pueden comerse. Los reservo para mí y doy los más frescos a Kat y Albert.

Kat come y pregunta:

—¿Los ha hecho tu madre?

Hago un gesto afirmativo.

—Se conoce en el sabor.

Tengo ganas de llorar. No me reconozco a mí mismo. Pero ahora todo irá mejor; vuelvo a estar con Kat, Albert y los demás. Me encuentro en mi ambiente.

—Has estado de suerte —murmura Kropp adormeciéndose—. Se dice que nos mandan a Rusia.

¡A Rusia! Allí ya no hay guerra.

En la lejanía retumba el frente. Tiemblan las paredes de las barracas.

Nos mandan hacer una rigurosa limpieza. Las órdenes se suceden. Nos pasan revista una vez tras otra. Lo que está roto lo cambian por equipo en buen estado. En todo esto yo puedo pescar una irreprochable guerrera nueva y Kat, naturalmente, un equipo completo. Corre la voz de que se acerca la paz, pero la otra versión es más aceptable, seguramente nos mandan a Rusia. Sin embargo, ¿para qué necesitamos en Rusia un uniforme en buen estado? Por fin todo queda aclarado: el Káiser viene a pasar revista. Ahora se explican todos estos preparativos.

Ocho días trabajando sin parar, esto parece un cuartel de reclutas con tanto ejercicio y tanta limpieza. Todos estamos enfadados y nerviosos; una limpieza tan exagerada ya no es para nosotros y el paso de desfile todavía menos. Precisamente estas cosas son las que nos ponen furiosos cuando estamos en las trincheras.

Por fin llega el momento. Nos cuadramos, rígidos, y aparece el Káiser. Sentimos curiosidad por ver su aspecto. Pasa por delante de nosotros, andando a lo largo de las hileras y, a decir verdad, me decepciona un poco; por las fotografías me lo había imaginado más alto, más vigoroso y, sobre todo, con una voz de trueno.

Reparte cruces de hierro y habla con algunos. Después nos retiramos.

Al cabo de un rato lo comentamos entre nosotros. Tjaden dice asombrado:

—¿Así, éste es el que manda más que nadie? ¿Delante de éste se han de cuadrar todos, absolutamente todos?

Medita.

—¿Hindemburg también ha de cuadrarse delante de él? ¿Qué os parece?

—Naturalmente —contesta Kat.

Tjaden todavía no está satisfecho. Piensa un rato y pregunta:

—¿Y un rey? ¿También un rey debe cuadrarse delante de un emperador?

Nadie lo sabe a ciencia cierta, pero parece que no. Ambos están en un plano tan elevado que ya no debe regir esto de cuadrarse.

—¡Qué cosas se te ocurren! —dice Kat—. Lo esencial, para ti, es que tú sí debes cuadrarte.

Sin embargo Tjaden está completamente fascinado. Su imaginación, tan pequeña normalmente, trabaja ahora a todo gas.

—¿Sabéis? —declara—, no puedo comprender que un káiser tenga que ir al retrete igual que yo.

—Pues ya puedes jurarlo —dice Kropp riendo.

—Muchacho, tres locos y tú sumaríais siete locos —añade Kat—. Tienes piojos en el cerebro Tjaden. Si quieres un consejo, vete a dar una vuelta por las letrinas a ver si se te aclaran las ideas y no hablas como un niño de teta.

Tjaden desaparece.

—Me gustaría saber una cosa —dice Albert—. ¿Hubiera estallado la guerra si el Káiser se hubiera negado?

—Seguro —afirmo—. Todos dicen que él no la deseaba.

—Bien; si se hubiera negado él tan sólo quizá sí. Pero si lo hubieran hecho veinte o treinta personas en el mundo…

—Es muy probable que no —concedo—, pero precisamente estas personas son las que la han querido.

—Es curioso pensar en esto —sigue Kropp—; nosotros estamos aquí para defender nuestra patria. Pero también los franceses defienden la suya. Entonces, ¿quién tiene razón?

—Quizá los unos y los otros —murmuro sin convicción.

—Correcto —dice Albert y leo en su cara que quiere meterme en un callejón sin salida—, pero nuestros profesores, nuestros pastores y nuestros periódicos dicen que sólo tenemos razón nosotros y quiero creerlo; sin embargo, los profesores, los pastores y los periódicos franceses pretenden tener razón tan sólo ellos. ¿Cómo te lo explicas?

—No lo sé —digo yo—. Sea como sea, estamos en guerra y, cada mes, entran en ella nuevos países.

Vuelve Tjaden. Está todavía muy exaltado y se mete, de nuevo, en la conversación. Ahora quiere saber cómo se produce una guerra.

—Generalmente porque un país ofende gravemente a otro —responde Albert con cierto tonillo de superioridad.

Pero Tjaden permanece impasible.

—¿Un país? No lo comprendo. Una montaña alemana no puede ofender a una montaña de Francia. Ni un río, ni un bosque, ni un campo de trigo…

—¿Eres tonto o lo aparentas? —gruñe Kropp—. No he querido decir esto. Un pueblo ofende a otro…

—Siendo así, yo no tengo nada que hacer aquí —replica Tjaden—; no me siento ofendido en absoluto.

—¡A ti van a darte explicaciones, si te parece! —dice Albert enfurecido—; ¿no te das cuenta de que eres media mierda que no pinta nada?

—¡Pues me marcho a casa enseguida! —insiste Tjaden ante la hilaridad de todos.

—Pero, ¡pedazo de idiota! Se trata del pueblo en conjunto, es decir, del Estado… —grita Müller.

—El Estado, el Estado… —dice Tjaden haciendo sonar los dedos con malicia—. Guardia civil, policía, contribuciones, he aquí a vuestro Estado. Si eso es lo que interesa, paga tú el pato.

—De acuerdo —le apoya Kat—. Es la primera vez que has dicho algo razonable, Tjaden. Entre el Estado y la patria hay algunas diferencias.

—Pero se corresponden mutuamente. No existe una patria sin Estado.

—Está bien; sin embargo, piensa que la mayoría de nosotros somos gentes sencillas. Y, en Francia casi todos los hombres son, también, obreros, peones o pequeños empleados. ¿Cómo puede querer atacarnos un zapatero o un cerrajero francés? No, tan sólo es el Gobierno. Yo no había visto ningún francés antes de venir y a la mayoría de franceses les debe pasar lo mismo con nosotros. Tampoco les han preguntado a ellos.

—Entonces, ¿por qué hay guerra? —pregunta Tjaden.

Kat se encoge de hombros.

—Alguien debe sacar tajada.

—Este no soy yo, palabra —dice Tjaden irónico.

—Ni tú ni ninguno de nosotros.

—¿Quién, entonces? —insiste Tjaden—. El Káiser tampoco saca de ella ningún provecho. Tiene ya todo lo que necesita.

—Yo no lo aseguraría —replicó Kat—. Hasta el momento no había tenido ninguna guerra. Y todo gran emperador necesita, por lo menos, una guerra. Si no, no se hace célebre. Verás, míralo en tus libros de clase.

Los generales también se hacen célebres en la guerra —dice Detering.

—Aún más que los emperadores —continúa Kat.

—Seguro que también hay, detrás de ellos, otros que piensan hacerse ricos a costa de la guerra —gruñe Detering.

—Yo creo, más bien, que es una especie de fiebre —dice Albert—. Nadie la quiere en realidad y, de pronto, se presenta. Nosotros no la hemos querido, los otros dicen que tampoco… y, con todo, medio mundo está en danza.

—Sin embargo, ellos mienten más que nosotros —respondo yo—; acordaos, si no, de aquellas hojas que cogimos a unos prisioneros y en las que decían que nos comíamos a los niños belgas. Los estúpidos que escriben estas cosas deberían ser colgados. Ellos son los verdaderos culpables.

Müller se levanta.

—No obstante, es mejor que la guerra se haga aquí y no en Alemania. Mirad estos campos llenos de embudos…

—Eso es verdad —confiesa el mismo Tjaden—; pero todavía sería mejor que no la hubiera en ningún sitio.

Y se aleja muy orgulloso porque nos ha dado una lección, a nosotros que somos estudiantes. Su opinión es realmente típica de estas latitudes; topamos con ella a menudo y no podemos replicar nada porque excluye la noción de las conexiones entre las cosas. El sentimiento nacional del simple soldado consiste en encontrarse aquí, y basta. No quiere oír hablar de nada más. El resto lo juzga desde un punto de vista práctico y según su mentalidad.

Albert se tumba, malhumorado, en la hierba.

—Es preferible no hablar de todo este enredo.

—Tampoco vamos a sacar nada en limpio —confirma Kat.

Para terminarlo de arreglar nos hacen devolver casi todas las piezas nuevas que nos habían dado y nos endosan de nuevo nuestros andrajos. Aquello era tan sólo para la parada.

En lugar de ir hacia Rusia, volvemos al frente. Por el camino atravesamos un bosque lamentable, de árboles astillados y con la tierra reventada. En algunos lugares se abren unos espantosos agujeros.

—¡Dios! Han zumbado fuerte aquí —digo a Kat.

—Lanzaminas —responde, indicándome que mire hacia arriba.

De los árboles cuelgan cadáveres. Un soldado desnudo está suspendido en la horquilla de dos ramas. Lleva, todavía, puesto el casco, pero ninguna ropa cubre su cuerpo. En realidad tan sólo una mitad está allí arriba, el busto; le faltan las piernas.

—¿Cómo ha sido esto? —pregunto.

—Sí, mira, que le han desenfundado de una explosión —gruñe Tjaden.

Kat dice:

—Es curioso; ya lo hemos observado otras veces. Cuando una mina te coge de lleno, sales disparado del vestido. Debe ser la presión del aire.

Sigo mirando. Realmente es así. Allá abajo hay tan sólo colgajos de uniforme. En otro lugar está enganchada una pasta sanguinolenta que antes eran miembros humanos. Hay un cuerpo tendido en el suelo que lleva, por todo vestido, un trozo de calzoncillos en una pierna y el cuello de la guerrera. Por lo demás, va desnudo; el uniforme cuelga de un árbol. Le faltan los dos brazos, como si se los hubieran destornillado. Uno de ellos se halla a más de veinte metros, entre unas matas. El cadáver está boca abajo. En los lugares de las heridas que han dejado los brazos arrancados, la tierra está oscurecida por la sangre. Bajo sus pies la hierba aparece aplastada y trinchada, como si el hombre hubiera, todavía, pataleado.

—No son bromas, Kat —digo yo.

—Tampoco lo es un pedazo de metralla en pleno vientre —responde encogiéndose de hombros.

—No os pongáis tiernos —protesta Tjaden.

Todo esto debe ser reciente; la sangre está fresca todavía. Como sea que vemos tan sólo cadáveres no nos detenemos, ya avisaremos a la primera ambulancia. Al fin y al cabo nuestro trabajo no consiste en hacerles la tarea a esas bestias de carga.

Ha de salir una patrulla para constatar hasta qué punto están ocupadas, todavía, las posiciones enemigas. A causa de mi permiso experimento frente a los otros un sentimiento muy especial y, por esto, me ofrezco voluntario. Concertamos el plan, nos deslizamos a través de la alambrada y nos separamos para arrastrarnos cada uno por su lado. Al cabo de un rato encuentro un embudo poco profundo y me dejo resbalar dentro. Desde aquí observo los alrededores.

El terreno está batido por un moderado fuego de ametralladoras. Toda la zona está regada por las balas; no muy densamente, pero, sin embargo, lo suficiente para no permitirme levantar demasiado los huesos de este agujero.

Un cohete luminoso despliega en el aire su paracaídas. El terreno parece cuajarse bajo una claridad lívida. Después, la oscuridad se le cierra encima, mucho más tenebrosa que antes. En la trinchera han dicho que había negros aquí delante. Es desagradable. No se les puede ver bien y, además, son muy diestros para patrullar. En cambio, cosa rara, a menudo son, también, muy imprudentes; tanto Kat como Kropp tumbaron, una vez cada uno, toda una contrapatrulla porque los negros, en su pasión por los cigarrillos, marchaban fumando. Kat y Albert no tuvieron más que tomar como referencia los puntitos brillantes de los cigarrillos.

Cerca de mí zumba una pequeña granada. No la he oído venir y tengo un sobresalto. Al mismo tiempo se apodera de mí un terror loco. Estoy aquí solo y casi desvalido en la oscuridad… quizás hace rato que, desde otro embudo, unos ojos me están observando y una granada de mano está dispuesta a ser lanzada para destrozarme. Intento dominarme. No es la primera patrulla que hago ni tampoco es particularmente peligrosa. Pero es la primera vez después del permiso y, por otra parte, no conozco el terreno.

Procuro convencerme de que mi emoción es estúpida, que, de seguro, no hay nadie espiándome en la oscuridad, si fuera así no podrían hacer un fuego tan rasante.

En vano. Mil pensamientos asaltan mi cabeza, en confuso tropel; siento la exhortadora voz de mi madre; veo a los rusos, con sus barbas flotantes al viento, apoyados en la alambrada; se presenta delante de mí la agradable visión de una cantina con sus mesas, de un cine en Valenciennes; en mi imaginación angustiada, veo la horrible boca gris de un fusil implacable que me persigue silenciosamente, amenazándome cuando intento mover la cabeza. Sudo por todos los poros de mi cuerpo.

Permanezco en el agujero. Miro la hora; han transcurrido muy pocos minutos. Tengo la frente húmeda; los ojos mojados; me tiemblan las manos y jadeo en voz baja. No es más que un terrible acceso de miedo, un simple y vulgar terror canino de sacar fuera la cabeza y avanzar.

Mi ansiedad, desbordada como una pasta clara, se concreta en mi deseo de permanecer aquí. Mis miembros se han incrustado en la tierra; hago una tentativa vana… no quieren ceder. Me aprieto contra el suelo; no puedo avanzar; resuelvo quedarme.

Pero me inunda enseguida una ola renovadora, una ola de vergüenza, de arrepentimiento y de entereza. Me levanto un poco para observar. Me escuecen los ojos de tan fijamente como miro la oscuridad. Se eleva un cohete luminoso y vuelvo a agazaparme.

Sostengo una lucha insensata y turbia contra mí mismo, quiero salir de mi agujero y, a pesar de todo, me precipito en él. Me digo: «Debes hacerlo; por tus camaradas; no es una misión muy arriesgada». Pero añado enseguida: «Y a mí qué me importa. Tengo sólo una vida que perder…» «Todo es a causa de este permiso», pienso, con amargura, para excusarme. Pero ni yo mismo lo creo; me siento desfallecer; me incorporo poco a poco, me levanto, saco los brazos, me apoyo en ellos, izo mi cuerpo y quedo, la mitad fuera y la otra dentro, tendido en el borde del embudo. Pero siento unos rumores y vuelvo a deslizarme dentro. A pesar del ruido de la artillería pueden oírse unos murmullos sospechosos. Escucho; los rumores están a mi espalda. Es nuestra gente que pasa por la trinchera. Ahora oigo también voces ahogadas. Por el tono de una de ellas diríase que es Kat quien habla.

De pronto me invade un calor extraordinario. Estas voces, estas pocas palabras murmuradas a mi espalda, estos pasos en la trinchera que está detrás de mí, me arrancan del angustioso aislamiento, del terror a la muerte en el que iba, casi, a abandonarme. Son mucho más que mi vida, estas voces; son mucho más que el amor de una madre y que el miedo; son lo más fuerte y lo más eficaz para protegeros que existe en el mundo; son las voces de los camaradas.

No soy ya un poco de vida, temblorosa, sola en las tinieblas…, les pertenezco y ellos me pertenecen; todos tenemos la misma vida; estamos unidos de una forma simple y profunda. Querría sumergir el rostro, apretarme contra estas voces que me han salvado y que me sostendrán.

Cautelosamente me deslizo fuera del embudo y me arrastro hacia adelante. Después avanzo gateando, con el rostro a ras de suelo. Todo va bien. Miro de reojo a mi alrededor, para orientarme; me fijo en los fogonazos de la artillería con el fin de encontrar el camino de regreso. Después intento ponerme en contacto con el resto de la patrulla.

El miedo subsiste, pero es un miedo razonable, una precaución extremada. La noche es ventosa y las sombras bailan, aquí y allá, con los fogonazos de la artillería. Es por esto que veo demasiado y demasiado poco al mismo tiempo. A menudo, el terror me paraliza, pero no sucede nada. De esta manera avanzo bastante y vuelvo atrás trazando un semicírculo. No he encontrado a los demás. Cada metro que me acerco a nuestras trincheras me infunde más aplomo; avanzo, ahora, muy deprisa, pues tendría poca gracia que me hiriera una bala perdida.

Me acomete un nuevo temor. No encuentro con exactitud la dirección. Silenciosamente me agazapo en un embudo e intento orientarme. Ha sucedido más de una vez que alguien ha saltado alegremente en una trinchera y no se ha percatado de que era enemiga hasta que ha sido demasiado tarde.

Al cabo de un rato vuelvo a aguzar el oído. No encuentro el camino. La maraña de embudos me parece ahora tan indescifrable que, en mi turbación, no sé hacia dónde avanzar.

Quizá me arrastro paralelamente a las trincheras y entonces eso puede durar indefinidamente. Es por esta razón que doy, de nuevo, una vuelta.

¡Estos malditos cohetes! Parece que tarden una hora en apagarse; no se puede hacer ningún movimiento sin que una bala silbe a tu alrededor.

Sin embargo, no hay más remedio, he de salir. Deteniéndome de vez en cuando, avanzo penosamente rastreando como un cangrejo y me corto las manos con los fragmentos dentados de metralla, más afilados que cuchillas de afeitar. A veces tengo la impresión de que el cielo se aclara un poco en el horizonte; pero esto puede ser, también, una ilusión.

Poco a poco voy dándome cuenta de que mi vida depende de los movimientos que haga.

Estalla una granada. En seguida dos más. Empieza la danza. Una lluvia de fuego. Las ametralladoras crepitan. De momento no puedo hacer más que quedarme aquí. Al parecer los otros preparan un ataque. Se elevan de todas partes cohetes luminosos. Sin parar.

Estoy encogido en el interior de un gran embudo. Con agua hasta el vientre. Cuando el ataque haya comenzado, me hundiré tanto como pueda en el agua fangosa, procurando no ahogarme. Fingiré estar muerto.

Súbitamente me doy cuenta de que el fuego se acorta. Me dejo resbalar hacia el interior del charco con el casco en el cogote y el rostro levantado, lo justo para permitirme respirar.

Permanezco inmóvil pues empieza a aproximarse un tintineo y escucho unos pasos pesados, cada vez más cerca. Todos mis nervios se contraen como helados. El rumor pasa sobre mi cabeza, la primera oleada de asaltantes se aleja. No he tenido más que un pensamiento desgarrador: «¿Qué hacer si alguien salta dentro del agujero?» Ahora desenfundo el puñal, lo aprieto con fuerza y lo hundo, sin soltarlo, en el lodo. «Si alguien salta dentro lo apuñalaré enseguida —este pensamiento me martillea la cabeza— le atravesaré la garganta para que no pueda chillar; no hay más remedio. Estará tan asustado como yo y el mismo terror nos abalanzará el uno sobre el otro; es preciso que yo sea el primero.»

Ahora disparan nuestras baterías. Los obuses estallan a mi alrededor. Esto me enfurece hasta la locura; sólo faltaría que me mataran mis propios compañeros; maldigo y rechino de dientes dentro del lodo; es una explosión de rabia; finalmente no puedo hacer nada sino gemir e implorar.

Las detonaciones retumban en mis oídos. Si los nuestros contraatacan estoy salvado. Aprieto la cabeza, contra el suelo y escucho un sordo rumor, como explosiones de minas lejanas; luego la levanto un poco y oigo el ruido que me llega de arriba.

Las ametralladoras claquetean. Sé que nuestras alambradas de espino se mantienen firmes y casi intactas. Están cargadas, en una de sus partes, con una corriente de alta tensión. Aumenta el fuego de fusilería. El enemigo no puede pasar, deberán replegarse.

Me hundo de nuevo, preso de una tensión extremada. El crujir, el arrastrarse, el tintinear son perceptibles de nuevo. Por en medio de ellos se oye un agudo grito aislado. Los acribillan a balazos. El ataque ha sido repelido.

Ya clarea algo más. Cerca de mí escucho unos pasos apresurados. Los primeros. Ya han pasado. Otros. Las ráfagas de ametralladora se encadenan sin cesar. Precisamente cuando intento darme la vuelta oigo un súbito rumor y con un golpe sordo, un cuerpo cae en el embudo, resbala y se me viene encima.

No pienso ni decido nada… Apuñalo con furia y siento, tan sólo, cómo aquel cuerpo se estremece y se afloja doblándose como un saco. Mi mano está pegajosa y mojada cuando vuelvo en mí.

El otro jadea roncamente. Parece como si bramara, cada expiración es como un grito, como un trueno…, pero tan sólo me lo parece a causa de mis sienes que laten con fuerza. Quisiera taparle la boca, llenársela de tierra, coserlo a puñaladas para que callara, pues me está traicionando…, pero ha vuelto en sí y, de pronto, me siento tan débil que no puedo levantar la mano contra él.

Me arrastro, pues, hacia el rincón más alejado y permanezco allí, mirándolo fijamente, el cuchillo empuñado, dispuesto a saltarle nuevamente encima en cuanto se mueva. Pero no hará ya nada más. Bien que lo conozco en su estertor.

Lo veo confusamente. No tengo más que un deseo, huir. Si no lo hago pronto habrá demasiada luz; ya ahora es difícil. Sin embargo, cuando intento sacar la cabeza me doy cuenta de la imposibilidad de escaparme. El fuego de las ametralladoras es tan espeso que me acribillará antes del primer salto.

Lo pruebo con el casco, lo levanto un poco para ver el nivel a que pasan las balas. Un instante después, un proyectil me lo arranca de la mano. El fuego es rasante. No estoy suficientemente alejado de las posiciones enemigas y sería cazado enseguida por los buenos tiradores si intentara huir.

La luz va aumentando. Espero, consumiéndome, un ataque de los nuestros. Tengo los nudillos de los dedos blancos de tanto como aprieto las manos, implorando que cese el fuego y mis camaradas puedan acercarse.

Los minutos se eternizan. No me atrevo a contemplar la oscura figura que está tendida en el embudo. Me esfuerzo en mirar hacia otro lado y espero, espero. Los proyectiles silban tejiendo una espesa malla de acero y no cesan, no cesan.

Me doy cuenta de que tengo la mano llena de sangre y siento, de pronto, náuseas. Cojo un puñado de tierra y froto mi piel; por lo menos, ahora, está sucia y no puede verse la sangre.

El fuego no decrece. Viene de ambos frentes con la misma intensidad. Seguro que los míos hace rato que me consideran perdido.

Amanece; una claridad gris, la del día que nace. El estertor continúa. Me tapo las orejas, pero pronto aparto las manos ya que, de otra manera, no podría oír lo que pasa fuera.

La figura de enfrente se mueve. Me estremezco e, involuntariamente, la miro. Los ojos me quedan ahora incrustados en ella. Un hombre con un bigotito está tendido allí, con un brazo medio doblado sobre el que apoya la cabeza inerte. La otra mano reposa sobre el pecho ensangrentado.

«Ha muerto —me digo—; debe estarlo; no se da cuenta de nada; esto que gime es tan sólo el cuerpo. Pero la cabeza intenta levantarse y el gemido se hace más fuerte, es sólo un momento…» Después la frente cae, nuevamente, sobre el brazo. No ha muerto; agoniza pero no ha muerto. Me acerco a él arrastrándome; me detengo, apoyo el cuerpo en las manos; rastreo de nuevo un poco, espero; después un poco más; un atroz recorrido de tres metros, un largo y terrible recorrido. Por fin, estoy a su lado.

Entonces, abre los ojos. Debe de haberme oído y me mira con una espantosa expresión de terror. El hombre permanece inmóvil, pero se lee en sus ojos un deseo de huir tan intenso que, por un momento, creo que tendrá fuerzas suficientes para arrastrar el cuerpo a centenares de kilómetros. Pero sigue inmóvil, completamente quieto y, ahora, silencioso; el estertor ha cesado, pero los ojos aúllan; toda la vida se ha concentrado en ellos en un extraordinario esfuerzo para huir, en un alucinante terror de la muerte y de mí.

Se me doblan las articulaciones y caigo sobre los codos.

—No, no —le digo en voz baja.

Sus ojos me siguen. Soy incapaz de hacer cualquier movimiento mientras él me mire.

Entonces aparta, lentamente, su mano del pecho; tan sólo un poco, la desplaza algunos centímetros; pero este movimiento relaja la fuerza de los ojos. Me inclino hacia adelante y le digo «no» con la cabeza mientras murmuro en voz baja:

—No, no, no…

Levanto la mano en el aire para demostrar que quiero ayudarle y se la paso por su frente.

Los ojos retroceden, aterrorizados, al verla acercarse; pierden su fijeza, los párpados se cierran, la tensión cede. Le desabrocho el cuello de la guerrera y coloco su cabeza más cómodamente.

Tiene los labios semiabiertos; se esfuerza por articular alguna palabra. Su boca está seca y yo no he traído la cantimplora. Pero hay agua entre el lodo del fondo del embudo. Bajo hasta allí, saco el pañuelo, lo extiendo sobre el barro, aprieto y recojo en las manos unidas el agua amarillenta que va filtrándose.

La bebe. Le traigo más. Después le desabrocho la guerrera para curarlo si es posible. He de intentar hacerlo, de todas maneras, para que, si me cogen prisionero los de aquí enfrente, se den cuenta de que he querido socorrerle y no me fusilen. Intenta impedirlo, pero su mano está muy débil. La camisa se ha pegado a la herida y no puede apartarla; está abrochada a su espalda, no tengo otra solución que cortarla.

Busco el cuchillo y lo encuentro. Pero en el momento en que intento cortar la camisa vuelve a abrir los ojos y puedo leer en ellos una explosión de terror loco, parecen gritar. He de cerrárselos, taparlos, murmurando en voz baja:

—¡Pero si quiero ayudarte, camarada!…

Y añado en francés:

—Camarade, camarade, camarade… —insistiendo en esta palabra para que la comprenda.

Tiene tres puñaladas. Las cubro con mis paquetes de vendas. Por debajo de ellas se desliza la sangre. Las aprieto con más fuerza y, entonces, gime.

Es todo lo que puedo hacer. Ahora ha de esperar, esperar.

¡Ah! ¡Aquellas horas! Vuelve a comenzar el estertor… ¡Con qué lentitud muere un hombre! Porque me doy perfecta cuenta de que no se salvará. He procurado convencerme de lo contrario pero, hacia el mediodía, sus gemidos han aniquilado mi vana esperanza. Si, por lo menos, no hubiera perdido el revólver durante el rastreo, le mataría de un tiro. No puedo apuñalarle.

Al mediodía alcanzo el límite crepuscular del pensamiento. El hambre me trastorna; casi lloraría de tanto apetito, pero no puedo hacer nada para remediarlo. Varias veces voy a buscar agua para el moribundo y bebo yo mismo.

Es el primer hombre que he matado con mis propias manos a quien puedo contemplar tan detenidamente, dándome cuenta de que su muerte es obra mía. Kat, Kropp y Müller ya han pasado por esto, al igual que muchos otros; a menudo en un cuerpo a cuerpo…

Pero cada jadeo desnuda mi corazón. Este moribundo tiene el tiempo de su parte y me hiere con él como con un cuchillo invisible; el tiempo y mis pensamientos.

¡No sé lo que pagaría para que sobreviviese! ¡Es tan penoso estar tendido aquí dentro y tener que verle y oírle!

Muere a las tres de la tarde.

Respiro. Sin embargo, es por poco tiempo. Pronto el silencio me parece más difícil de soportar que los gemidos. Querría oír de nuevo aquel jadeo, intermitente, ronco; a veces leve como un silbido, otras ruidoso y profundo.

Es insensato lo que hago, pero he de ocuparme en algo. Pongo el cadáver en otra posición para que descanse con más comodidad, aunque no se dé cuenta de nada. Cierro sus ojos. Son castaños. El pelo negro se riza un poco sobre las sienes.

La boca es gruesa y tierna bajo el bigote; la nariz algo curvada; la piel morena; no está ahora tan pálido como cuando agonizaba. Durante unos instantes, su rostro parece casi el de un hombre sano; después se transforma rápidamente en una de estas extrañas caras de muerto que he visto tan a menudo y que todas se asemejan.

Seguro que su esposa piensa en él; ignorando lo que ha sucedido. Tiene cara de haberle escrito a menudo, quizás ella reciba todavía alguna carta, mañana o de aquí en una semana; es posible incluso que reciba dentro de un mes alguna misiva extraviada. La leerá y le parecerá que él le está hablando.

Mi estado empeora; ya no puedo contener mis pensamientos. ¿Cómo debe ser esta mujer? ¿Como aquella morena esbelta del otro lado del canal? ¿Me pertenece ya a causa de lo que ha sucedido? ¡Ah! ¡Si Kantorek estuviera aquí, a mi lado! ¡Si mi madre me viera ahora! Seguramente el muerto hubiera podido vivir treinta años más con sólo que yo hubiera podido recordar mejor el camino de regreso. Si hubiera pasado dos metros hacia la izquierda, ahora estaría en la trinchera y escribiría otra carta a su mujer.

¡Pero qué asco de todo esto! Es el destino de cada uno. Si Kemmerich hubiera tenido la pierna diez centímetros a la derecha, si Haie se hubiera agachado cinco centímetros más…

El silencio se prolonga. Hablo, he de hablar forzosamente. Por esto me dirijo al muerto y le digo:

—Camarada, no quería matarte. Si volvieras a saltar aquí dentro, no lo haría, a condición de que tú también fueras razonable. Pero ante todo, tú has sido para mí una idea, una combinación que vivía en mi cerebro y que exigía una decisión; es esta combinación lo que yo he apuñalado. Tan sólo ahora comprendo que tú eras un hombre como yo. He pensado en tus granadas de mano, en tu bayoneta, en todas tus armas… Ahora veo tu mujer y tu rostro, aquello que tenemos en común. ¡Perdóname, camarada! Siempre nos damos cuenta demasiado tarde de las cosas. ¿Por qué no nos dicen continuamente que vosotros sois unos pobres infelices como nosotros, que vuestras madres viven en la misma angustia que las nuestras y que todos tenemos el mismo miedo a la muerte, el mismo agonizar y los mismos dolores? ¡Perdóname, camarada! ¿Cómo podías ser mi enemigo? Si tiráramos estas armas y este uniforme, tú podrías ser mi hermano, al igual que Kat y Albert. ¡Toma veinte años de los míos, compañero, y levántate! Toma más, si quieres, pues yo no sé tampoco qué hacer con ellos.

Quietud. El frente está tranquilo, si exceptuamos el fuego de fusilería. Las balas cruzan espesas. No disparan al azar, apuntan bien en ambos lados. No puedo marcharme.

—Escribiré a tu mujer —digo precipitadamente al cadáver—. Quiero escribirle; ha de saberlo por mí… Quiero decirle todo lo que te digo a ti; no quiero que sufra; la ayudaré y ayudaré también a tus padres y a tus niños…

Su guerrera está desabotonada. La cartera es fácil de encontrar. Sin embargo, dudo antes de abrirla. Dentro está la cartilla con su nombre. Mientras yo lo ignore quizá pueda todavía olvidar; quizá el tiempo borre esta imagen. Pero su nombre será un clavo del que no podré desprenderme nunca. Tendrá la fuerza de evocarlo todo, de reproducirlo, de presentármelo siempre delante. Indeciso, permanezco con la cartera en la mano. Me cae al suelo y se abre. Fotografías y cartas se extienden por tierra. Lo recojo para volverlo a guardar, pero la depresión que me tortura, toda esta incierta situación, el hambre, el peligro, estas horas pasadas cerca del muerto, me han desesperado. Quiero acelerar el desenlace y aumentar mi tormento; terminar de una vez, como quien golpea contra la pared, pase lo que pase, una mano mordida por un dolor insoportable.

Son fotografías de una mujer y una niña. Pequeñas fotografías de aficionado, tomadas ante una pared cubierta de hiedra. También hay cartas. Intento leerlas. La mayor parte de las palabras no las entiendo, cuesta descifrarlas, sé muy poco francés. Pero cada vocablo que puedo traducir me atraviesa el pecho como una bala, como una puñalada.

Estoy extraordinariamente sobreexcitado. Sin embargo, comprendo todavía que nunca podré escribir a esta gente como pensaba hace poco. Imposible. Miro de nuevo los retratos; no son gente rica. Podría enviarles dinero anónimamente, si más tarde gano lo suficiente. Me aferró a esta idea; al menos es un pequeño soporte. Esta muerte está ligada a mi vida, he aquí por qué debo hacerlo todo y prometerlo todo para salvarme. Juro, pues, ciegamente, que no quiero vivir más que para él y su familia. Es a él a quien me dirijo con los labios húmedos cuando murmuro esto, mientras en lo más profundo de mi ser alienta la esperanza de rescatarme quizá con esta pequeña argucia, salir de aquí, y más tarde siempre estaré a tiempo de arrepentirme y volver a considerar estos juramentos. Es por esto que abro la cartilla y leo, lentamente:

—Gerard Duval, tipógrafo.

Con el lápiz del muerto apunto la dirección en una carpeta y después rápidamente vuelvo a metérselo todo en la guerrera.

He matado al tipógrafo Gerard Duval. Tengo que hacerme tipógrafo, pienso, trastornado. Tengo que hacerme tipógrafo, tipógrafo…

Por la tarde me calmo un poco. Mi miedo era infundado. El nombre ya no me turba. La crisis va remitiendo.

—Camarada —le digo al cadáver, serenamente ya—. Hoy tú, mañana yo. Pero si salgo de ésta, camarada, lucharé contra todo esto que nos ha destrozado a los dos. A ti, quitándote la vida… ¿Y a mí? La vida también. Te lo prometo, camarada. ¡Esto no ha de suceder jamás!

El sol nos llega en diagonal. Estoy aturdido por la fatiga y el hambre. El ayer parece una niebla; no me quedan esperanzas de salir de aquí. Desfallezco y no me doy cuenta de que anochece. Se acerca el crepúsculo. Ahora me da la impresión de que se aproxima rápidamente. Todavía una hora. Si estuviéramos en verano, tres. Todavía una hora.

Súbitamente, tiemblo aterrado temiendo que, entretanto, me suceda algo. Ya no pienso en la muerte; ha perdido significado para mí. Con una sacudida se levanta en mi interior el deseo de vivir y todo lo que me había propuesto se hunde ante este anhelo. Es tan sólo para no exponerme a una desgracia que musito mecánicamente:

—Lo cumpliré todo. Cumpliré todo lo que te he prometido.

Pero sé, desde ahora, que no es verdad.

De pronto, se me ocurre que mis propios camaradas pueden disparar sobre mí, cuando yo me acerque rastreando; no saben que yo esté aquí. Gritaré tan pronto como pueda para que me oigan venir. Permaneceré tendido ante la trinchera hasta que me respondan.

La primera estrella. El frente sigue tranquilo. Tomo aliento, y en mi emoción, me hablo a mí mismo:

—Sobre todo, no hagas ninguna tontería, Pablo… Calma, Pablo, calma… Si tienes serenidad podrás salvarte…

Pronunciando mi nombre me parece oírselo decir a otro y tiene más fuerza sobre mí.

La oscuridad se hace más densa. Mi emoción decrece; por prudencia aguardo hasta que se elevan los primeros cohetes. Entonces repto fuera del embudo. He olvidado el cadáver. Delante de mí se abre la noche que comienza y el campo de batalla pálidamente iluminado. Veo un agujero; en el momento en que la luz se extingue, salto hacia él; palpo delante de mí con precaución, encuentro otro embudo y me agazapo dentro; así voy deslizándome hacia adelante.

Me acerco. Entonces, a la luz de un cohete, vislumbro algo que se mueve entre las alambradas y queda después inmóvil. Me detengo. Con el próximo cohete puedo verlo con más claridad. Son seguramente camaradas de nuestra trinchera. Pero soy prudente hasta que reconozco sus cascos. Entonces grito.

En seguida resuena mi nombre como respuesta:

—¡Pablo! ¡Pablo!

Vuelvo a gritar. Son Kat y Albert, que, con un trozo de lona, han salido a buscarme.

—¿Estás herido?

—No, no…

Nos dejamos resbalar dentro de la trinchera. Pido de comer y lo devoro. Müller me tiende un cigarrillo. En pocas palabras les cuento lo que me ha sucedido. No es nada del otro jueves; cosas así ocurren todos los días. Tan sólo el ataque nocturno presta un interés particular a la historia. Pero Kat, una vez en Rusia, permaneció dos días detrás del frente enemigo sin poder regresar a nuestras posiciones.

Del tipógrafo muerto no digo nada.

Pero a la mañana siguiente no puedo resistirlo. He de contárselo a Kat y Albert. Ambos me tranquilizan.

—No podías evitarlo. ¿Qué querías hacer, si no? Para esto estás aquí.

Los escucho tranquilizado, consolado por su presencia. ¡Qué tonterías he soñado dentro de aquel embudo!

—Mira allí —me dice Kat.

En los parapetos hay algunos tiradores. Tienen fusiles equipados con catalejos y examinan el sector enemigo. De vez en cuando, suena un disparo.

Ahora oímos sus exclamaciones:

—¡Tocado!

—¿Has visto el brinco que ha pegado?

El sargento Oellrich se da la vuelta y se apunta, orgullosamente, un impacto. Hoy está en cabeza del campamento de tiro con tres disparos que, de forma indudable, han hecho blanco.

—¿Qué te parece esto? —pregunta Kat.

Yo agacho la cabeza.

—Si sigue así, hoy por la noche lucirá otro pájaro coloreado en el ojal de la solapa —dice Kropp.

—O lo ascenderán enseguida a sargento mayor de segunda —añade Kat.

Nos miramos.

—Yo no lo haría —murmuro.

—Sí, pero te ha ido muy bien verlo precisamente ahora.

El sargento Oellrich vuelve al parapeto. La boca de su fusil se desplaza lentamente de un punto a otro.

—Ya ves que es perder el tiempo hablar de tu historia —dice Albert, balanceando la cabeza.

Incluso yo no puedo comprenderlo ya.

—Fue a causa del tiempo que tuve que permanecer con él —digo—. Al fin y al cabo, la guerra es la guerra.

El fusil de Oellrich suelta un estampido breve y seco.

Descargar Newt

Lleva Sin Novedad En El Frente contigo