Capítulo XI
Ya no contamos las semanas. Estábamos en invierno cuando llegué, y al estallar las granadas, los terrones helados eran casi tan peligrosos como la metralla. Ahora los árboles han vuelto a verdear. Nuestra vida oscila entre el frente y las barracas. En parte ya estamos acostumbrados; la guerra es una causa de muerte como el cáncer o la tuberculosis, como la gripe o la disentería. Sólo que los casos mortales son más frecuentes, más variados y más crueles.
Nuestros pensamientos son como barro que el paso del tiempo va moldeando: buenos cuando estamos en las barracas e inexistentes mientras permanecemos bajo el fuego. Hay embudos en los campos y en nuestros espíritus.
Todos son así, no sólo nosotros. No existe el pasado, nadie sabe a ciencia cierta cómo era. Las diferencias creadas por la cultura y la instrucción casi se han borrado, apenas son perceptibles. A veces proporcionan algunas ventajas para sacar mejor partido de una situación; pero a menudo ocasionan inconvenientes, pues suscitan escrúpulos que ya tenían que haber desaparecido. Es como si antes todos hubiéramos sido monedas de distintos países; las han fundido, y ahora todas llevan el mismo cuño. Si se quieren encontrar diferencias ha de acudirse a la primera materia. Somos soldados, y tan sólo después, extraña y vergonzosamente, nos consideramos individuos. Hay entre nosotros una gran fraternidad que, de una manera singular, reúne un reflejo de la camaradería de las canciones populares, algo del sentimiento solidario de los presidiarios y el desesperado auxilio mutuo de los condenados a muerte; una fraternidad que lo funde todo y lo sitúa en un plano de nuestra existencia, donde incluso en medio del peligro, sobresale de la angustia y la desesperación de la muerte y se apodera rápidamente de las horas rescatadas para la vida, sin que en todo ello encuentre lugar el patetismo. Si quisiéramos definirla, diríamos que es heroísmo y trivialidad al mismo tiempo; pero, ¿quién se preocupa de esto?
Es a causa de ese estado de ánimo que cuando se anuncia un ataque enemigo, Tjaden traga a toda prisa su sopa de guisantes con tocino, porque ignora si dentro de una hora seguirá vivo. Hemos discutido mucho a propósito de si esto está bien o mal hecho. Kat lo desaprueba diciendo que es preciso contar con la eventualidad de recibir una bala en el vientre, cosa que es mucho más peligrosa si el estómago está lleno que si está vacío.
Estos son nuestros problemas; nos los tomamos muy en serio y no podría ser de otro modo. La vida, aquí en la frontera de la muerte, tiene una línea de extraordinaria simplicidad, se limita a lo estrictamente necesario; el resto está profundamente dormido. Esto es nuestro primitivismo y nuestra salvación. Si nos comportáramos de otro modo, haría tiempo ya que habríamos enloquecido, desertado o muerto. Es como una expedición a las regiones polares; toda manifestación vital ha de aplicarse, tan sólo, a conservar la existencia y debe forzosamente orientarse en este sentido, el resto está de más, ya que consumiría inútilmente energías.
Es el único modo de salvarnos, y a menudo, yo me considero un extraño cuando en las horas de tranquilidad, el reflejo misterioso de otros tiempos me revela, como en un espejo empañado, el contorno de mi actual existencia; entonces me admira que esa inefable actividad que conocemos por vida haya podido adaptarse incluso a esta forma. Todas las demás manifestaciones están sumidas en un sueño invernal; la vida es tan sólo un constante estar alerta contra la amenaza de la muerte; nos ha convertido en bestias pensantes para entregarnos el arma del instinto; ha embotado nuestra sensibilidad para que no desfallezcamos ante el horror que, con la conciencia clara, nos aniquilaría; ha despertado en nosotros el sentido de camaradería para librarnos del abismo del aislamiento; nos ha prestado la indiferencia de los salvajes para que, a pesar de todo, podamos encontrar siempre el elemento positivo y nos sea posible conservarlo como defensa contra los ataques de la nada; vivimos así una existencia cerrada y dura, puramente superficial y sólo de vez en cuando, un acontecimiento hace saltar algunas chispas de nuestro interior. Entonces, sin embargo, se levanta en nosotros una enorme llamarada, pesada y terrible, de anhelo.
Estos son los momentos peligrosos que nos demuestran que, no obstante, la adaptación es sólo artificial; que no es verdadera calma, sino únicamente una potente tendencia a la calma. Por lo que respecta a las formas exteriores de vida, no se diferencian apenas de aquellas que detentan los negros de la selva; pero mientras ellos pueden permanecer siempre así porque es su estado natural y seguirán desarrollándose tan sólo por el esfuerzo de sus facultades, en nosotros sucede lo contrario; nuestras fuerzas interiores están obligadas, no a un desarrollo, sino a una regresión. Ellos son libremente normales; nosotros forzosamente artificiales.
Y es con espanto que por la noche, al despertar de un sueño y a la merced del encantador torrente de visiones que nos inunda, sentimos la fragilidad del soporte y la debilidad del muro que nos separa de las tinieblas. Somos llamitas ligeramente protegidas por delgadas pantallas contra la desatada tempestad del aniquilamiento y de la locura, a causa de la que oscilamos y algunas veces casi nos extinguimos. Después, el sordo rumor de la lucha es como un anillo que nos rodea; nos acurrucamos en nosotros mismos, y con los ojos muy abiertos, contemplamos la noche. Tenemos como único consuelo el jadeo de los camaradas que duermen, y así esperamos el amanecer.
Cada día y cada hora, cada granada y cada muerte, van royendo este frágil soporte, y los años lo liman rápidamente. Me doy cuenta de que, poco a poco, va desmoronándose a mi alrededor.
Aquí tenemos, como ejemplo, la estúpida historia de Detering.
Era uno de los más encerrados en sí mismos. Su desgracia provino de haber visto, en un huerto, un cerezo florido. Precisamente regresábamos del frente, y al dar un rodeo, ya cerca de las barracas, se nos apareció, como una maravilla, a la suave luz de la alborada. No tenía ni una sola hoja; era un ramillete compacto de flores blancas.
Por la noche encontramos a faltar a Detering. Compareció por fin trayendo en la mano unas ramas de cerezo florido. Le gastamos bromas preguntándole si iba a pedir la mano de su novia. No nos contestó nada y se acostó enseguida. A medianoche le oigo removerse; parece que prepara el equipaje. Me huelo un desastre y me acerco. Aparenta no darse cuenta. Le digo:
—No hagas tonterías, Detering.
—¿Qué dices? No… Es que no puedo dormir.
—Entonces, ¿por qué has ido a coger las ramas de cerezo?
—¡Me parece que puedo ir a coger lo que se me antoje! —contesta, ceñudo.
Y al cabo de un rato, prosigue:
—En casa, en el jardín, tengo cerezos; cuando florecen, si te los miras desde el pajar, parecen una sábana muy blanca. Ahora es el tiempo.
—Quizá pronto te den permiso. También pueden licenciarte temporalmente; como eres labrador…
Asiente con la cabeza, pero está como alucinado. Cuando estos campesinos se sienten trastornados, tienen una extraña expresión en el rostro, una mezcla de vaca y de dios melancólico, medio estúpida, medio conmovedora. Para distraerle de sus pensamientos, le pido un pedazo de pan. Me lo da sin replicar. Mala señal, ya que normalmente es muy mezquino. Por esto permanezco despierto. No sucede nada; a la mañana siguiente está como siempre. Probablemente se ha dado cuenta de que le observaba. A pesar de todo, al cabo de dos días desaparece. Me doy cuenta enseguida, pero no digo nada para concederle más tiempo. Quizá logre escapar. Ya algunos han conseguido penetrar en Holanda.
Al pasar lista se nota su ausencia. Transcurrida una semana oímos decir que ha sido detenido por los gendarmes, esos despreciables policías militares. Había tomado la dirección de Alemania —cosa que naturalmente no tenía ninguna perspectiva de éxito— y siempre había actuado con una imprudencia semejante. Cualquiera podía darse cuenta, al ver esto, de que la huida no era sino una invencible nostalgia y un ofuscamiento pasajero. Pero, ¿qué saben de esto los señores miembros del Consejo de Guerra, a cien kilómetros del frente?
A veces, sin embargo, estos peligrosos sentimientos que reprimimos desde hace tiempo, estallan de otro modo, como calderas recalentadas. Es necesario, pues, contar también el fin que tuvo Berger.
Hace tiempo ya que nuestras trincheras se han hundido y nuestro frente es muy elástico de forma que propiamente no hacemos ya guerra de posiciones. Cuando se han sucedido ataques y contraataques, el frente está destrozado y se combate encarnizadamente de embudo a embudo. La primera línea no existe y surgen, por todas partes, grupos, verdaderos nidos dentro de cada agujero, desde los cuales se prosigue la lucha.
Estamos en un embudo; por el flanco avanzan los ingleses que consiguen desplegarse y se sitúan en nuestra retaguardia. Quedamos cercados. Es difícil rendirse; la niebla y el humo oscilan entre nosotros; nadie se daría cuenta de que quisiéramos capitular; quizá tampoco lo deseamos. En casos así, ni uno mismo sabe lo que quiere. Oímos cómo se acercan las explosiones de las granadas. Nuestra ametralladora esparce su fuego contra el semicírculo frontal. El agua del refrigerador se evapora y nos apresuramos a pasarnos el bidón de uno a otro; orinamos dentro y así volvemos a disponer de refrigerante para seguir disparando. Sin embargo, a nuestra espalda, se aproximan las detonaciones. Unos minutos más y estaremos listos.
De pronto, otra ametralladora empieza a disparar furiosamente muy cerca de nosotros. Es Berger quien ha ido a por ella; y ahora, un contraataque que se inicia detrás de nosotros nos libera y nos pone en contacto con las líneas de segundo término.
Cuando nos encontramos ya bastante protegidos, uno de los que ha ido a buscar la comida explica que a algunos centenares de pasos hay un perro mensajero herido.
—¿Dónde está? —pregunta Berger.
El otro describe el lugar. Berger sale para salvar al animal o para rematarlo. Hace medio año, esto ni tan sólo le hubiera preocupado; hubiera tenido más sentido común. Intentamos retenerlo, pero como está decidido, no podemos hacer otra cosa que llamarle loco y dejarle hacer; estos ataques de delirio del frente son peligrosos si no se consigue derribar enseguida al hombre y mantenerlo bien cogido. Berger mide un metro ochenta centímetros y es el más forzudo de toda la compañía.
Realmente está loco, pues ha de atravesar la zona de fuego. Pero le ha alcanzado el rayo que siempre nos acecha y le ha trastornado. A otros les coge por gritar furiosamente y correr como poseídos. En una ocasión, uno de nosotros se puso a escarbar el suelo con las manos, los pies y la boca para abrir un agujero y enterrarse en él.
Claro que muchas veces estas cosas son simuladas, pero las mismas simulaciones son ya un indicio suficientemente significativo. Berger, que quería salvar a un perro, fue recogido con un tiro en la pelvis. Uno de los hombres que lo transportaban se llevó una bala en la pantorrilla.
Müller ha muerto. Le han disparado, a quemarropa, una granada en pleno vientre. Ha vivido todavía media hora con todo el conocimiento y presa de terrible dolores. Antes de morir me ha dado su cartera y me ha legado sus botas, las mismas que heredó de Kemmerich. Me van bien y me las pongo. Después de mí, las heredará Tjaden. Se lo he prometido.
Es verdad que nos han dejado enterrar a Müller, pero no reposa en paz demasiado tiempo. Nuestras líneas retroceden. Hay demasiado «Corned-beef» y demasiada harina blanca de trigo aquí delante. Demasiados regimientos ingleses y americanos de refuerzo. Y demasiados cañones nuevos. Demasiados aviones.
Nosotros, por el contrario, estamos flacos y hambrientos. Nuestra comida es mala y tan adulterada, para que sea más abundante, que incluso enfermamos. Los fabricantes de Alemania se han enriquecido, pero a nosotros nos arden los intestinos. Las letrinas están constantemente llenas de hombres en cuclillas. Deberían enseñarse, a la gente que se ha quedado en casa, estos rostros grises, pálidos, miserables, vencidos; estos cuerpos doblegados a los que el cólico roba la sangre del vientre y que, con los labios crispados y temblorosos de dolor, tan sólo pueden remedar una sonrisa y decir:
—No vale la pena volverse a subir los pantalones.
Nuestra artillería está acabada. Le faltan municiones. Los tubos de los cañones están tan gastados que disparan con poca precisión, y frecuentemente, envían sus obuses sobre nuestras líneas.
Nos faltan caballos. Nuestras tropas de refresco son muchachitos anémicos que necesitan un tratamiento médico, que no pueden llevar ni la mochila y que tan sólo saben morir. A millares. No conocen nada de la guerra. No saben sino avanzar y dejarse fusilar. Un solo aviador se divirtió tumbando a dos compañías enteras cuando acababan de bajar del tren, antes de que supieran lo que quiere decir cubrirse.
—Pronto se vaciará Alemania —dice Kat.
No nos queda ya esperanza de que esto pueda terminar. Ni lo imaginamos siquiera. Se puede recibir una bala y morir; se puede quedar herido y entonces el hospital es el destino más próximo. Si no os amputan, más pronto o más tarde se cae en las zarpas de uno de estos médicos militares que llevan una cruz por méritos de guerra en la solapa y dice:
—¡Cómo! ¿Por una pierna algo más corta que la otra? En el frente no es necesario correr si se tiene valor. Este hombre es útil. ¡Retírate!
Kat nos cuenta una de esas anécdotas que circulan por todo el frente, desde los Vosgos hasta Flandes; la del médico militar que va cantando los nombres de un registro y a medida que los hombres van saliendo de la fila, sin ni tan siquiera mirárselos, dice:
—Útil. Precisamos soldados allí abajo.
En esas nombra a uno que lleva una pierna de madera y el médico repite:
—Útil.
Y entonces —Kat refuerza la voz—, el hombre contesta:
—Yo llevo ya una pierna de madera, pero si ahora vuelvo al frente y un obús me vuela la cabeza, me haré poner una de madera y seré médico militar.
Estamos profundamente satisfechos de esta respuesta.
Puede haber buenos médicos, y muchos de ellos, realmente, lo son; pero entre el centenar de reconocimientos que debe sufrir cada soldado ha de caer, una vez u otra, en las garras de estos fabricantes de héroes, que se esfuerzan continuamente en transformar el mayor número posible de inútiles totales o temporales de sus listas, en útiles para el frente.
Circulan muchas anécdotas parecidas. La mayor parte mucho más crueles todavía. Sin embargo, eso no tiene nada que ver con la rebelión ni con la indisciplina. Somos leales, pero llamamos a las cosas por su nombre; hay mucha suciedad, mucha injusticia y mucha vileza en el ejército. ¿No es enorme que, a pesar de todo, regimiento tras regimiento acepten ir a una lucha cada vez más desesperada, y que se sucedan los ataques, con una línea que va retrocediendo y haciéndose pedazos? Los tanques, de los que antes nos reíamos, se han convertido en un arma terrible. Se acercan, blindados, avanzando en largas hileras y representan para nosotros, más que cualquier otra cosa, todo el horror de la guerra.
Los cañones que nos martillean sin cesar no están a nuestra vista; las líneas ofensivas del enemigo se componen de hombres como nosotros; pero estos tanques son máquinas, llevan cadenas sin fin, como la guerra; son la imagen misma del exterminio cuando implacables bajan lentamente al fondo de los embudos y vuelven a aparecer, irresistibles, verdadera flota de acorazados, aullando y escupiendo fuego; invulnerables bestias de acero que aplastan a muertos y heridos… Ante ellas nos encogemos dentro de nuestra delgada piel; frente a su colosal pujanza, nuestros brazos son como pajas, nuestras granadas de mano como cerillas.
Granadas. Gases. Tanques… Triturar. Devorar. Morir.
Disentería. Gripe. Tifus… Ahogar. Calcinar. Morir.
Trinchera. Hospital. Fosa común… No existen otras posibilidades.
En un ataque cae Bertinck, el comandante de nuestra compañía. Era como uno de estos magníficos oficiales que va siempre delante en los momentos de peligro. Hacía dos años que estaba con nosotros y nunca le habían herido; alguna vez tenía que tocarle. Estamos en un agujero, rodeados por el enemigo. Junto al olor de la pólvora nos llega una fetidez como de aceite o petróleo. Divisamos dos hombres con un lanzallamas; uno lleva el depósito a la espalda, el otro sostiene la manga por donde ha de salir el fuego. Si logran acercarse tanto como para alcanzarnos estamos fritos, ya que, precisamente ahora, no podemos retroceder.
Disparamos contra ellos. Pero a pesar de esto, consiguen aproximarse y nuestra situación empeora. Bertinck está con nosotros en el agujero y al darse cuenta de que no les acertamos porque bastante trabajo tenemos en protegernos de la violencia del fuego enemigo, toma un fusil, se arrastra fuera del embudo, y tendido apunta mientras se levanta un poco sobre los codos… Dispara… Al mismo tiempo, una bala le alcanza. Le han herido. Él, sin embargo, ni se mueve y vuelve a apuntar. Abate un instante el fusil y después consigue ponerlo en posición. Por fin suena el disparo. Bertinck suelta despacio el arma y dice:
—Bien.
Y rueda hacia dentro. De los dos hombres, el que iba detrás está herido. Cae. Al otro se le escapa la manga del lanzallamas; el fuego se extiende por todas partes y el hombre arde. Bertinck tiene una bala en el pecho. Al cabo de un rato, un trozo de metralla se le lleva el mentón. El mismo pedazo tiene todavía fuerza para abrir un enorme agujero en la cadera de Leer. Este gime, se apoya sobre los brazos y se desangra rápidamente. Nadie puede asistirle. Transcurridos unos minutos se dobla como un pellejo vacío. ¿De qué le ha servido ser tan buen matemático en la escuela?
Pasan los meses. Este verano de 1918 es el más sangriento y el más penoso. Los días parecen ángeles de oro y azul planeando, inasequibles, sobre el círculo de la muerte. Todos sabemos que vamos a perder la guerra.
No se habla mucho de ello. Retrocedemos; después de esta gran ofensiva, no podremos volver a atacar; no tenemos gente ni municiones.
Pero la campaña continúa… La muerte continúa…
Verano de 1918… Jamás la vida, en su forma más humilde, nos ha parecido tan deseable como ahora; las amapolas rojas de los prados que circundan nuestros barracones; los brillantes insectos en los tallos de la hierba; los cálidos atardeceres en las frescas habitaciones penumbrosas; los negros y misteriosos árboles del crepúsculo; las estrellas y el lento fluir del agua; los sueños y el gran reposo… ¡Oh, vida, vida, vida!
Verano de 1918… Jamás se han soportado más silenciosos dolores cuando llega el momento de partir hacia el frente. Los salvajes y acuciantes rumores de armisticio y de paz corren por todas partes, trastornan nuestros corazones y hacen la partida más dura que nunca.
Verano de 1918… Jamás la vida del frente ha sido tan amarga ni tan dolorosa como en las horas de fuego, entonces, cuando con los rostros lívidos bajo el barro, las manos se crispan en un solo: «¡No! ¡No! ¡Ahora que está terminando, no! ¡Ahora no!»
Verano de 1918… Brisa de esperanza que recorre los campos calcinados, fiebre furiosa de la impaciencia, de la decepción, estremecimiento doloroso de la muerte, pregunta sin respuesta. ¿Por qué? ¿Por qué no se termina? ¿Y por qué laten esos rumores que presagian el fin?
Vuelan tantos aviones en este sector, y tienen tanta puntería, que cazan como a liebres a los soldados aislados. Por cada avión alemán, hay como mínimo cinco ingleses o americanos. Por cada soldado alemán hambriento y extenuado en la trinchera hay cinco de vigorosos y fuertes al otro lado. Por cada pan de munición hay cincuenta latas de carne en conserva aquí enfrente. No nos han vencido, ya que, como soldados, somos mejores y más expertos que ellos; simplemente nos han aplastado, machacado con su enorme superioridad numérica.
Ha llovido durante algunas semanas; cielo gris, tierra gris que se deshace en el agua, muerte gris. Cuando vamos hacia el frente, en los camiones, la humedad penetra a través de los capotes y los uniformes y persiste mientras permanecemos en las trincheras. No nos secamos nunca. Aquellos de nosotros que todavía llevan botas se las cierran por arriba con sacos de arena para que el lodo tarde más en entrar. Los fusiles se encasquillan, los uniformes están cubiertos de barro, todo está inundado y diluido, todo es una masa de tierra aceitosa, empapada, chorreando, con charcos amarillentos en los que flotan espirales rojas de sangre y donde los muertos y los supervivientes van hundiéndose lentamente.
La tempestad azota nuestras cabezas. El granizo de metralla arranca de esta turbia masa amarilla y grisácea los gritos infantiles de los heridos, y por las noches, la vida hecha pedazos gime penosamente hacia el silencio. Nuestras manos son tierra, nuestros cuerpos fango, nuestros ojos charcos de lluvia. No sabemos ni siquiera si vivimos.
Después, el calor nos aplasta en los embudos, pegajoso y húmedo como una medusa; y uno de estos últimos días veraniegos, al ir a buscar los víveres, Kat cae herido. Estamos solos. Le vendo la herida; parece que le han fracturado la canilla. Es un tiro en el hueso y Kat gime desesperadamente.
—¡Precisamente ahora! ¡Precisamente ahora!
Le consuelo.
—Quién sabe lo que durará esto todavía. Tú, momentáneamente, te libras de todo.
La herida sangra violentamente, Kat no puede permanecer solo mientras voy a por una camilla. Por otra parte no creo que haya cerca ninguna estación sanitaria.
Kat no pesa mucho. Así pues, me lo cargo a las espaldas y me dirijo al puesto de socorro.
Descansamos dos veces. El transporte le produce fuertes dolores. Apenas hablamos. Me desabrocho la guerrera y respiro con fuerza; sudo y tengo el rostro hinchado por el esfuerzo. A pesar de todo le doy prisa porque el lugar es peligroso.
—¿Sigamos, Kat?
—No queda más remedio, Pablo.
—Vamos, pues.
Lo levanto. Se sostiene sobre la pierna sana y se apoya en un árbol. Entonces cojo con precaución la pierna herida, tomo impulso y le paso el brazo por debajo de la rodilla de la pierna intacta.
El camino se hace más difícil. De vez en cuando silba alguna granada. Corro tanto como me es posible pues la sangre de Kat va regando el suelo. Apenas si conseguimos protegernos de los obuses porque antes de que podamos cubrirnos ya han estallado.
Nos metemos en un pequeño embudo para descansar un poco. Le doy té que llevo en mi cantimplora. Fumamos un cigarrillo.
—Bueno, Kat —digo con melancolía— ahora tendremos que separarnos.
Me contempla en silencio.
—¿Te acuerdas de cuando requisamos aquella oca? ¿Y de cuando me libraste de aquel jaleo el día que, siendo todavía un pobre caloyo, me hirieron por primera vez? Yo todavía lloraba entonces. Hace casi tres años, Kat.
Afirma con la cabeza.
Nace en mi interior el miedo a quedarme solo. Cuando se hayan llevado a Kat, ya no me quedará aquí ningún amigo.
—Kat, tenemos que volver a vernos, de todos modos, si se hace la paz antes de que tú regreses.
—¿Con el hueso así quieres que vuelva? —pregunta amargamente.
—Haciendo reposo se te curará bien. La articulación está intacta. Todavía puede soldarse.
—Dame un cigarrillo —me dice.
—Quién sabe si todavía podremos hacer algo juntos, más tarde, Kat.
Estoy muy triste. Es imposible que Kat —mi amigo Kat, el de los hombros caídos y el bigotito suave; Kat, al que conozco de forma muy distinta que a los demás hombres, Kat, con el que he vivido estos años—, es imposible que él y yo no volvamos a vernos jamás.
—Dame tu dirección, de todos modos, Kat; para cuando yo esté en casa. Te voy a dar, también la mía. Te la escribo aquí encima.
Me meto el papel en el bolsillo. ¡Qué abandonado me siento ya, a pesar de que todavía esté a mi lado! ¿Y si me disparara una bala en el pie, para poder estar a su lado?
De pronto, Kat, suelta un gemido y empalidece.
—Vámonos —barbotea.
Me levanto de un salto, febrilmente, para ayudarle. Me lo cargo a la espalda y empiezo a correr; una carrera moderada, amortiguada, para que su pierna no se bambolee mucho.
Tengo la garganta seca; delante de mis ojos bailan lucecitas rojas y negras cuando, con los dientes furiosamente apretados, implacable conmigo mismo, llego, por fin, tambaleándome al hospital de sangre.
Una vez allí se me doblan las rodillas; me quedan fuerzas todavía para caer del lado en que Kat tiene la pierna sana.
Unos minutos después me incorporo lentamente. Las piernas y las manos me tiemblan con violencia; a duras penas puedo coger la cantimplora y beber un trago. Los labios también me tiemblan. Sin embargo, sonrío… Kat está en lugar seguro.
Al poco rato empiezo a distinguir el confuso lío de voces que me resuena en los oídos.
—Podías haberte ahorrado el trabajo —dice el enfermero.
Le miro sin comprender. Me señala hacia Kat.
—Ha muerto.
No me doy cuenta de lo que dice.
—Tiene una bala en la canilla —le respondo.
El sanitario no se inmuta.
—Sí, esto también…
Me doy la vuelta. Mis ojos están, todavía, turbios; vuelve a empaparme el sudor; me resbala por los párpados. Me lo enjugo y miro a Kat. Está caído, inmóvil.
—¡Desmayado! —digo rápidamente.
El enfermero silba en voz baja.
—De esto entiendo más que tú. Está muerto. Me apuesto lo que quieras.
Niego con la cabeza.
—¡Imposible! Hace sólo diez minutos que he estado hablando con él. Está desmayado.
Las manos de Kat todavía están calientes; lo levanto por los hombros para darle una fricción con té. Noto que mis dedos se humedecen. Los saco de detrás de su cabeza y me doy cuenta de que están llenos de sangre. El sanitario vuelve a silbar entre dientes.
—¿Lo ves, hombre?
Sin que yo me diera cuenta, Kat ha recibido, por el camino, un pedazo de metralla en la cabeza.
Tiene un pequeño agujero; ha debido ser un trozo minúsculo. Pero ha sido suficiente. Kat ha muerto.
Me levanto lentamente.
—¿Quieres llevarte sus cosas? —pregunta el cabo.
Asiento con un gesto y me las da.
El sanitario está admirado.
—¿Erais parientes?
No, no éramos parientes. Nunca lo hemos sido…
¿Ando quizá? ¿Tengo, todavía, pies? Levanto los ojos del suelo y miro a mi alrededor. Me vuelvo y doy una vuelta entera sobre mí mismo; después otra y me detengo. Todo sigue igual que antes. Sólo que, el reservista Estanislao Katczinsky, ha muerto.
Nada más.